— EL EVANGELIO SEGÚN MATEO —(Capítulos 1-10)

INTRODUCCIÓN

Consideremos ahora el Evangelio según Mateo. Este Evangelio nos presenta a Cristo bajo el carácter de Hijo de David y de Abraham, es decir, en relación con las promesas hechas a Israel, pero le presenta además como Emanuel, Jehová el Salvador, porque tal era el Cristo. Es Él quien, si hubiese sido recibido, debería haber cumplido las promesas (y lo hará en un futuro) a favor de este amado pueblo. Este Evangelio es, de hecho, la historia de Su rechazo por el pueblo, y consecuentemente de la condenación del pueblo mismo, hasta donde alcanzaba su responsabilidad (puesto que los designios de Dios no pueden fallar), y la sustitución por aquello que Dios iba a introducir de acuerdo a Su propósito.

En proporción a cómo se desarrolla el carácter del Rey y del reino, y cómo suscita la atención de los guías del pueblo, estos se le oponen, y se privan a ellos mismos así como al pueblo que los sigue de todas las bendiciones relacionadas con la presencia del Mesías. El Señor les declara las consecuencias de ello, y muestra a Sus discípulos la posición del reino que se establecerá en la Tierra después de Su rechazo, y también las glorias que resultarían del mismo para Él y para Su pueblo junto a Él. Y en Su persona, y en lo que se refiere a Su obra, la fundación de la Asamblea es también revelada, la iglesia como erigida por Él mismo. En una palabra, en consecuencia a Su rechazo por Israel, primero se revela el reino tal como existe ahora (cap. 13), luego la iglesia (cap. 16), y luego el reino en la gloria (cap. 17).

Finalmente, después de Su resurrección, una nueva comisión dirigida a todas las naciones es dada a los apóstoles enviados por Jesús como el resucitado.1

 

CAPÍTULO 1

Siendo el objeto del Espíritu de Dios en este Evangelio presentar a Jehová consumando las promesas hechas a Israel, y las profecías que se refieren al Mesías (y nadie puede dejar de verse impresionado con el número de referencias a su cumplimiento), comienza con la genealogía del Señor, empezando desde David y Abraham, los dos linajes de los que brotó la genealogía Mesiánica, y a los cuales habían sido hechas las promesas. La genealogía se divide en tres períodos conforme a tres grandes divisiones de la historia del pueblo: desde Abraham al establecimiento de la realeza en la persona de David, desde el establecimiento de la realeza hasta la cautividad, y desde la cautividad hasta Jesús.

Podemos observar que el Espíritu Santo menciona en esta genealogía los graves pecados cometidos por las personas cuyos nombres se dan, magnificando la soberana gracia de Dios que pudo dar un Salvador en relación con pecados tales como los de Judá, con una pobre Moabita introducida en Su pueblo, y con crímenes como los de David.

Es la genealogía legal la que se da aquí, es decir, la genealogía de José, de quien Cristo era el heredero legítimo según la ley judía. El evangelista ha omitido tres reyes de la familia de Acab, para tener catorce generaciones en cada período. También se omite a Joacaz y a Joacim. El objeto de la genealogía no queda afectado en absoluto por esta circunstancia. El propósito era darla corno reconocida por los judíos, y todos los reyes eran bien conocidos por todos.

Mateo relata brevemente los hechos concernientes al nacimiento de Jesús, hechos que son de infinita y eterna importancia no solo para los judíos, para quienes eran de interés inmediato, sino también para nosotros, hechos en los cuales Dios se ha dignado unir Su propia gloria con nuestros intereses, con el hombre.

María se hallaba desposada con José. Su descendencia era en consecuencia la de José legalmente, en lo que se refiere a los derechos de herencia; pero el hijo que llevaba en su interior era de origen divino, concebido por el poder del Espíritu Santo. Un ángel de Jehová es enviado como instrumento de la providencia, para satisfacer la tierna conciencia y el recto corazón de José, comunicándole que aquello que María había concebido era del Espíritu Santo.

Podemos señalar aquí que el ángel se dirige a José en esta ocasión como a «Hijo de David». El Espíritu Santo dirige así nuestra atención a la relación de José (padre supuesto de Jesús) con David, siendo María llamada su esposa. El ángel da al mismo tiempo el nombre de Jesús (es decir, Jehová el Salvador) al niño que había de nacer. Aplica este nombre a la liberación de Israel de la condición en la que el pecado les había sumido.2 Todas estas circunstancias sucedieron para consumar lo que Jehová había dicho por boca de Su profeta: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarán su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros.»

Aquí está pues lo que el Espíritu de Dios nos presenta en estos pocos versículos: a Jesús, el Hijo de David, concebido por el poder del Espíritu Santo; Jehová, el Salvador, que libera a Israel de sus pecados; Dios con ellos, el que cumplió aquellas maravillosas profecías que, con más o menos claridad dibujaban el perfil que solamente el Señor Jesús podía llenar.

José, hombre justo, sencillo de corazón y obediente, discierne sin dificultad la revelación del Señor y la obedece.

Estos títulos marcan el carácter de este Evangelio, es decir, la manera en que Cristo es presentado en él ¡Y qué maravillosa es la revelación de Aquel por quien la palabra y las promesas de Jehová habían de cumplirse! ¡Que fundamento de verdad para la comprensión de lo que esta gloriosa y misteriosa Persona era, de quien el Antiguo Testamento había dicho suficiente para despertar los deseos y confundir las mentes del pueblo al que Él fue dado!

Nacido de mujer, nacido bajo la ley, heredero de todos los derechos de David según la carne, también el Hijo de Dios, Jehová el Salvador, Dios con Su pueblo, ¿quién podría comprender o sondear el misterio de Su naturaleza, en quien todas estas cosas se combinaban? Su vida, según veremos, expone la obediencia del hombre perfecto, las perfecciones y el poder de Dios.

Los títulos que acabamos de nombrar, y que leemos en los versos 20-23 de este primer capítulo, están relacionados con Su gloria en medio de Israel, es decir, el heredero de David, Jesús el Salvador de Su pueblo, y Emanuel. Su nacimiento por virtud del Espíritu Santo cumplió el Salmo 27 en cuanto a Él como hombre nacido en la Tierra. El nombre de Jesús y Su concepción por el poder del Espíritu Santo estaban sin duda más allá de esta relación, pero están ligados también de un modo especial con Su posición en Israel.3

 

CAPÍTULO 2

Así nacido, así caracterizado por el ángel y cumpliendo las profecías que anunciaban la presencia de Emanuel, es formalmente reconocido como Rey de los judíos por los gentiles, que son guiados por la voluntad de Dios actuando en los corazones de los magos.4 Es decir, hallamos al Señor, Emanuel, el Hijo de David, Jehová el Salvador, el Hijo de Dios, nacido Rey de los Judíos, reconocido por los principales de los gentiles. Este es el testimonio de Dios en el Evangelio de Mateo, y el carácter en que Jesús es ahí presentado. Después, en la presencia de Jesús así revelado, vemos a los líderes de los judíos en relación con un rey extranjero, conociendo, sin embargo, como un sistema las revelaciones de Dios en Su palabra, pero totalmente indiferentes a Aquel que era su objeto; y a ese rey, enemigo acérrimo del Señor, del verdadero Rey y Mesías, procurando darle muerte.

La providencia de Dios cuida del niño nacido a Israel, empleando medios que ponen plenamente en evidencia la responsabilidad de la nación, y que al mismo tiempo cumplen todas las intenciones de Dios con respecto a este único remanente verdadero de Israel, esta única fuente de esperanza para el pueblo. Porque, fuera de Él, todo se vendría abajo y sufriría las consecuencias de estar en relación con el pueblo.

Descendido a Egipto para evitar el cruel designio de Herodes de quitarle la vida, deviene el verdadero Vástago; reinicia (moralmente) la historia de Israel en su propia Persona, así como (en un sentido más amplio) la historia del hombre como el segundo Adán en relación con Dios; solo que para ello debe tener lugar Su muerte, por todos, sin duda, para bendición. Pero Él era el Hijo de Dios y Mesías, luego Hijo de David. Pero para tomar su propio puesto como Hijo del Hombre debía primero morir (vease Juan 12). Es no solamente la profecía de Oseas «De Egipto llamé a mi Hijo» que así se aplica a este verdadero comienzo de Israel en gracia (como el amado de Dios) y de acuerdo con Sus designios (habiendo el pueblo fracasado enteramente, de modo que sin esto, Dios debiera haberlos cortado). Hemos visto en Isaías a Israel el siervo dando lugar a Cristo el Siervo, que reúne al remanente fiel (los hijos que Dios le ha dado mientras esconde su rostro de la casa de Jacob) que viene a ser el núcleo de la nueva nación de Israel según Dios. El capítulo 49 de ese profeta muestra la transición de Israel a Cristo de manera notable. Además, esta es la base de toda la historia de Israel, contemplado como habiendo fracasado bajo la ley, y siendo restablecido en gracia. Cristo es moralmente el nuevo linaje del que brotan (compárese Isaías 49:3, 5). 5

Habiendo Herodes muerto, Dios lo da a conocer a José en un sueño, mandándole que regrese con el niño y su madre a la tierra de Israel. Debemos resaltar que la tierra es aquí mencionada por el nombre que recuerda a los privilegios otorgados por Dios. No es Judea ni Galilea, es «la tierra de Israel». Pero, ¿puede el Hijo de David, al entrar en ella, ir al trono de Sus padres? No, debe tornar el lugar de un extranjero entre los menospreciados de Su pueblo. Dirigido por Dios mediante un sueño, José le lleva a Galilea, cuyos habitantes eran objeto de soberano desprecio por parte de los judíos, como no estando en relación habitual con Jerusalén y Judea, la tierra de David, de los reyes reconocidos por Dios, y del templo, y donde aún el dialecto de la lengua común a ambos evidenciaba su separación práctica de la parte de la nación que, por el favor de Dios, había retornado a Judea desde Babilonia.

En la misma Galilea, José se establece en un lugar cuyo mero nombre era una tacha para quien habitara allí, y una mancha sobre su reputación.

Tal era la posición del Hijo de Dios cuando vino a este mundo, y tal la relación del Hijo de David con Su pueblo cuando, por gracia y según los designios de Dios, estuvo entre ellos. Por una parte Emanuel, Jehová su Salvador, por otra el Hijo de David; pero, al tomar Su lugar entre Su pueblo, asociado con los más pobres y menospreciados del rebaño, refugiado en Galilea de la iniquidad de un falso rey, quien, mediante la ayuda de los gentiles de la cuarta monarquía (Roma), reinaba sobre Judea, y con quien los sacerdotes y gobernantes del pueblo se hallaban relacionados; estos últimos, infieles a Dios e insatisfechos con los hombres, detestando orgullosamente un yugo que sus pecados habían traído sobre ellos, y que no se atrevían a sacudirse de encima, si bien no eran suficientemente sensibles a sus pecados como para someterse a él como al justo castigo de Dios. Así es como el Mesías nos es presentado por este evangelista, o más bien por el Espíritu Santo, en relación con Israel.

 

Capítulo 3

Comenzamos ahora en este capítulo Su verdadera historia. Juan el Bautista viene para preparar el camino de Jehová delante de él, según la profecía hecha a Isaías, anunciando que el reino de los cielos está cerca y suscitando el arrepentimiento del pueblo. Con motivo de estas tres cosas, el ministerio de Juan a Israel caracteriza a este evangelio. En primer lugar, Jehová el Señor mismo iba a venir. El Espíritu Santo omite las palabras "para nuestro Dios" al final del versículo, porque Jesús viene como hombre en humillación, aunque al mismo tiempo reconocido como Jehová, y tal como era considerado Israel no podían aspirar a decir "nuestro". En segundo lugar, el reino de los cielos6 estaba cerca (esta nueva dispensación que sustituiría aquella que, propiamente hablando, pertenecía al Sinaí, donde el Señor había hablado en la Tierra). En esta nueva dispensación "los cielos deberían reinar", siendo la fuente y el carácter de la autoridad de Dios en el Cristo. En tercer lugar, el pueblo, al contrario de verse bendecido en su actual condición, era llamado al arrepentimiento debido a que este reino se acercaba. Por lo tanto, Juan se dirige al desierto apartándose de los judíos, con los que no podía asociarse porque éste vino en camino de justicia (cap. 21:32). Su comida va a ser la que encuentra en el desierto (incluso sus vestiduras proféticas son un testimonio de la posición que pasó a ocupar de parte de Dios), lleno del Espíritu Santo.

De este modo fue un profeta, pues vino de Dios, y se llamaba a sí mismo profeta cuando se dirigía al pueblo de Dios para que se arrepintieran, y anunció las bendiciones de Dios conforme a las promesas de Jehová el Dios de ellos. Pero él era más que un profeta, pues declaraba la inmediata introducción de una dispensación nueva, largamente esperada, y el advenimiento del Señor en Persona. Aunque también vino a Israel, no reconoció al pueblo, porque habían de ser juzgados, el suelo para trillar de Jehová había de ser purificado, y los árboles que no llevaban fruto tenían que ser cortados. Sólo sería un remanente el que Jehová situara en la nueva posición en el reino que él anunciaba, sin ser revelada la manera como iba a ser establecido. Juan anunciaba el juicio del pueblo.

¡Qué hecho de inconmensurable grandeza era la presencia del Señor Dios en medio de Su pueblo, en la Persona de Aquel que, aun siendo fuera de dudas la consumación de todas las promesas, era necesariamente, aunque rechazado, el que juzgaría todo el mal que existía entre Su pueblo!

Cuanto más margen de verdadera aplicación demos a estos pasajes, es decir, cuanto más los apliquemos a Israel, tanto más retendremos su verdadera fuerza7.

No hay duda de que el arrepentimiento es una necesidad eterna para cada alma que viene a Dios. Pero ¡qué luz se arroja en esta verdad cuando interviene el Señor mismo, que llama a Su pueblo al arrepentimiento y pone aparte (por haber rehusado) el sistema entero de sus relaciones con Él, y establece una nueva dispensación (un reino que sólo pertenece a aquellos que le escuchan), causando finalmente la ejecución de su juicio sobre Su pueblo y sobre la ciudad que Él tanto había estimado!  "Si también tú conocieses, y de cierto en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está oculto a tus ojos."

Esta verdad da lugar a que otra de más importante y elevada sea expuesta, y se anuncia con relación a los derechos soberanos de Dios antes que con sus consecuencias, pero conteniendo ellos mismos todas estas consecuencias. La muchedumbre de todos lugares, y como veremos en adelante, los impíos y menospreciados, salieron confesando sus pecados para ser bautizados. Pero aquellos que, a sus propios ojos, sostenían el principal lugar entre el pueblo, eran a los ojos del profeta, quien amaba al pueblo conforme a Dios, los objetos del juicio que anunciaba. La ira era inminente. ¿Quién había advertido a aquellos escarnecedores que huyeran de ella? Veamos si se humillan como el resto, toman su lugar apropiado y demuestran que su corazón ha cambiado. El jactarse de los privilegios de su nación o de los de sus padres, traía sin cuidado a Dios. Él exigía lo que Su misma naturaleza y Su misma verdad demandaban. Además, Él es soberano, capaz de hacer crecer de las piedras hijos a Abraham. Y esto es lo que su soberana gracia ha hecho, por Cristo, en lo que respecta a los gentiles. Había una realidad necesaria. El hacha estaba puesta a la raíz de los árboles, y los que no llevaban buen fruto debían ser cortados. Este es el gran principio moral que el juicio iba a reflejar con fuerza. El golpe no había sido propiciado todavía, pero el hacha se hallaba ya en la raíz de los árboles. Juan había venido para llevar a los que recibieran su testimonio a una nueva posición, cuando menos a un nuevo estado de cosas para el que estaban siendo preparados. Según se arrepintieran o no, él los distinguiría del resto mediante el bautismo. Pero Aquel que venía después de Juan (Aquel cuyo calzado Juan era incapaz de llevar) purificaría hondamente Su suelo, separaría aquellos que eran verdadera y moralmente suyos, de entre Su pueblo Israel (que era Su suelo), y ejecutaría el juicio sobre los demás. Por su parte, Juan estaba abriendo la puerta al arrepentimiento. Después, acontecería el juicio.

El juicio no era la única obra atribuida a Jesús. No obstante, hay dos cosas que le son imputadas en el testimonio de Juan: Él bautiza con fuego (esto es, el juicio anunciado en el versículo 12, que consume aquello que es malo). Pero Él bautiza también con el Espíritu Santo (aquel Espíritu que, dado al hombre y actuando con divina energía en él, dándole vida, redimiéndole y lavándole en la sangre de Cristo), lo separa de toda influencia de aquello que actúa en la carne, y lo sitúa en relación y en comunión con todo lo revelado de Dios, con la gloria dentro de la cual Él trae a Sus criaturas en la vida que Él transmite, y destruye moralmente en nosotros el poder de todo lo que es contrario al disfrute de estos privilegios.

Observemos aquí que el único buen fruto que Juan reconoce, como vía de escape, es la confesión sincera, por medio de la gracia, del pecado. Sólo aquellos que hacen esta confesión escapan del hacha. No había realmente árboles buenos salvo aquellos que confesaban que eran malos.

¡Pero qué momento más solemne para el pueblo amado de Dios era este! ¡Qué acontecimiento tal la presencia de Jehová en medio de la nación con la que Él seguía relacionado!

Démonos cuenta de que Juan el Bautista no presenta aquí al Mesías como el Salvador venido en gracia, sino como la Cabeza del reino, como Jehová, quien ejecutaría juicio si el pueblo no se arrepentía. Más adelante veremos la posición que Él tomó en gracia.

En el versículo 13, Jesús mismo, que hasta ahora ha sido presentado como el Mesías, y aun como Jehová, viene a Juan para ser bautizado con el bautismo del arrepentimiento. Acudiendo a este bautismo era el único buen fruto que un judío, en su condición de entonces, podía producir. El hecho mismo demostraba ser el fruto de una obra de Dios (de la obra eficaz del Espíritu Santo). El que se arrepiente confiesa que anteriormente ha caminado apartado de Dios. Así que es un nuevo avivamiento, el fruto de la palabra de Dios y de la obra en él, la señal de una vida nueva, de la vida del Espíritu en su alma. Por el mismo hecho de la misión de Juan, no existía otro fruto ni ninguna otra prueba aceptable de vida de Dios en un judío. No debemos inferir de ello que no hubiese habido nadie en quien el Espíritu actuara de forma vital, pero en esta condición del pueblo, y conforme a la llamada de Dios por parte de Su siervo, esa era la prueba de esta vida (del retorno del corazón a Dios). Estos eran el verdadero remanente del pueblo, aquellos que Dios reconocía como tales, y de esta manera fueron separados de la masa restante que se encontraba ya lista para el juicio. Estos eran los verdaderos santos (los excelentes de la Tierra, aun cuando la propia humillación de arrepentirse pudiera ser su único lugar verdadero), lugar en el que debían comenzar. Cuando Dios produce misericordia y justicia, ellos se sirven de la primera con gratitud, confesando que es su único recurso, e inclinan su corazón ante la segunda, como el resultado justo de la condición del pueblo de Dios, pero aplicándosela a ellos mismos.

Ahora Jesús se presenta a Sí mismo en medio de aquellos que actúan así. Siendo verdaderamente el Señor, Jehová, el Juez justo de Su pueblo que tenía que purificar Su suelo, no obstante toma Su lugar entre el remanente fiel que se humilla antes de este juicio. Él ocupa el lugar de los denigrados de Su pueblo delante de Dios, como en el Salmo 16 llama Jehová a Su Señor, diciéndole: "No hay para mí bien fuera de ti"; y dice a los santos y a los excelentes de la Tierra: "todo mi deleite está en ellos". Perfecto testimonio de la gracia (el Salvador identificándose, conforme a Su gracia, con el primer movimiento del Espíritu en los corazones de Su propio pueblo, humillándose no solamente en gracia condescendiente hacia ellos, sino ocupando Su lugar como uno de ellos en su verdadera posición delante de Dios; no meramente para consolar sus corazones mediante tal muestra de afecto, sino para mostrarse compasivo ante su dolor y dificultades. Con el fin de ser el modelo, la fuente, y la expresión perfecta de cada sentimiento en línea con su posición.

Con el Israel impío e impenitente no podía asociarse el Señor, pero con el primer efecto vital de la Palabra y del Espíritu de Dios en los menesterosos del rebaño sí podía, y se asociaba a ellos en gracia. Ahora hace lo mismo. Con un primer paso bien dirigido, y este paso proviniendo de Dios, es hallado Cristo.

Pero aún había más. Él viene para traer a aquellos que creían en Él a una relación con Dios, según el favor que se hallaba en una perfección como la suya, y en el amor que, al apoyar la causa de Su pueblo, satisfacía el corazón del Señor, y, habiendo glorificado perfectamente a Dios en todo lo que Él es, hizo posible que Él mismo se satisficiera con la bondad. Sabemos bien que para hacer esto, el Salvador tuvo que poner Su vida, pues la condición del judío, así como la de cada hombre, requería este sacrificio antes de que el uno o el otro pudieran tener relación alguna con el Dios veraz. E incluso para ello el amor de Jesús no falló. Así que Él está aquí conduciéndolos al goce de la bendición expresada en Su Persona, que debía quedar firmemente asentada en ese sacrificio. Bendición que ellos debían alcanzar por el camino del arrepentimiento, al cual entraban mediante el bautismo de Juan, el que Jesús recibió junto con ellos, para que marcharan adelante hasta poseer todas las cosas buenas que Dios tenía preparadas para aquellos que le aman.

Sintiendo Juan la dignidad y la excelencia de la Persona de Aquel que vino a él, se opone a la intención del Señor. Con ello, el Espíritu Santo quiere destacar el verdadero carácter de la acción de Jesús. Por lo que respecta a Él, era la justicia lo que le llevó allí, y no el pecado (justicia que Él llevó a cabo en amor). Él, igual que Juan el Bautista, consumó lo relativo al lugar que Dios le había asignado. ¡Con qué condescendencia se vincula Él al mismo tiempo con Juan: "conviene que cumplamos"! Él es el Siervo humilde y obediente. Fue así como se comportó siempre en esta Tierra. Además, en cuanto a Su posición, la gracia llevó allí a Jesús, donde el pecado nos llevó a nosotros, quienes entramos por la puerta que el Señor había abierto para Sus ovejas. Confesando el pecado tal como éste era, acudiendo delante de Dios en la confesión (lo contrario del pecado moralmente) de nuestro pecado, nos hallamos en compañía de Jesús8. En realidad, es el fruto del Espíritu en nosotros. Este fue el caso con los pobres pecadores que salieron a Juan. Así fue como Jesús tomó Su lugar en justicia y en obediencia en medio de los hombres, y más exactamente en medio de los judíos penitentes. Es en esta posición de un Hombre (justo, obediente, y cumpliendo en esta Tierra, en humildad perfecta, la obra para la cual se había ofrecido en gracia, conforme al Salmo 40, dándose a la consumación de toda la voluntad de Dios en completa abnegación) que Dios Su Padre le reconoció plenamente, y le puso Su sello, declarándole en la Tierra ser Su Hijo amado.

Después de bautizado (la prueba más palmaria del lugar que había tomado con Su pueblo), los cielos son abiertos a Él y ve al Espíritu Santo descendiendo sobre Su cabeza como paloma. Y he aquí una voz del cielo que dijo: "Este es mi hijo amado en quien tengo complacencia".

Pero estas circunstancias requieren nuestra atención.

Nunca fueron abiertos los cielos a la Tierra, ni al hombre sobre la Tierra, antes de que el Hijo amado se encontrara allí9. Dios había, indudablemente, en Su paciencia y en providencia, bendecido a todas las criaturas. Él había también bendecido a Su propio pueblo, conforme a las normas de Su gobierno sobre la Tierra. Además, estaban los elegidos, a quienes había guardado en fidelidad. No obstante, hasta ahora no se habían abierto los cielos. Un testimonio había sido enviado por Dios con relación a Su gobierno en la Tierra, pero no existía ningún objeto en la Tierra sobre el cual el ojo de Dios pudiera reposar con complacencia, hasta que Jesús, sin pecado y obediente, Su Hijo amado, estuvo allí. Pero lo que es precioso para nosotros es que en gracia presta Él toma públicamente Su lugar de humillación con Israel (es decir, con el remanente fiel, presentándose Él mismo delante de Dios, cumpliendo Su voluntad), y los cielos se abren sobre un objeto digno de su atención. Indudablemente era Él digno de su adoración, antes incluso de que el mundo fuese. Pero ahora Él acaba de tomar este lugar en las relaciones de Dios como un Hombre, y los cielos se abren a Jesús, el objeto de todo el afecto de Dios sobre la Tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Él visiblemente. Y Él, un Hombre en la Tierra, un Hombre ocupando Su lugar con los mansos del pueblo que se arrepentían, es reconocido como el Hijo de Dios. No solamente Él es el ungido de Dios, sino, como Hombre, es consciente del descenso del Espíritu Santo sobre Él (el sello del Padre puesto sobre Él). Aquí no es evidentemente Su naturaleza divina como Hijo eterno del Padre. Ni aun el sello sería en conformidad con este carácter; y no obstante en cuanto a Su Persona es manifestada esta naturaleza, teniendo conciencia de ello, a los doce años de edad en el evangelio de Lucas. Pero mientras Él es tal, también es un Hombre, el Hijo de Dios sobre la Tierra, y es sellado como un Hombre. Como un Hombre posee el conocimiento de la presencia inmediata del Espíritu Santo con Él. Esta presencia es con relación al carácter de humildad, mansedumbre y obediencia, bajo los cuales el Señor aparece aquí abajo. Es "como una paloma" que el Espíritu Santo desciende sobre Él, igual como lo hiciera bajo la forma de lenguas de fuego cuando descendió sobre las cabezas de los discípulos, para su testimonio en poder en este mundo, conforme a la gracia que se dirigía a todos y a cada uno en su propia lengua.

Jesús crea así, en Su propia posición como Hombre, el lugar en el cual nos introduce por la redención (Juan 20:17). Pero la gloria de Su persona queda cuidadosamente resguardada. No hay objeto presentado a Jesús, como a Saúl por ejemplo, y, en un caso más análogo, a Esteban, quien, siendo lleno del Espíritu, ve también los cielos abiertos, y mirando dentro de ellos, ve a Jesús, al Hijo del Hombre, y es transformado a Su imagen. Jesús ha venido, Él es el mismo objeto sobre el cual se abren los cielos, no sufriendo ninguna transformación, como Esteban, o como nosotros en el Espíritu. Los cielos miran abajo hacia Él, el objeto perfecto de placer. Es su relación con Su padre, ya existente, la que queda sellada10. Ni el Espíritu siquiera crea Su carácter (excepto el punto en que, respecto a Su naturaleza humana, fue concebido en el vientre de la virgen María por el poder del Espíritu Santo). Él se había relacionado con los pobres, en la perfección de este carácter, antes de que fuera sellado, y entonces procede conforme a la energía y al poder de aquello que recibió sin medida en Su vida Humana aquí abajo (comparar Hechos 10:38; Mateo 12:28; Juan 3:34).

Hallamos en la Palabra cuatro ocasiones memorables en las que los cielos fueron abiertos. Cristo es el objeto de cada una de estas revelaciones, teniendo cada una su carácter especial. Aquí el Espíritu Santo desciende sobre Él, y es reconocido el Hijo de Dios (comparar Juan 1:33,34). Al final del mismo capítulo de Juan, Él se declara a Sí mismo ser el Hijo del Hombre. En esta ocasión son los ángeles de Dios que ascienden y descienden sobre Él. Él es, como Hijo del Hombre, el objeto de su ministerio11. Al final de Hechos 7 se abre una escena totalmente nueva. Los judíos rechazan el último testimonio que Dios les enviaba. Esteban, quien rinde este testimonio, es lleno del Espíritu Santo y los cielos se abren a él. El sistema terrenal fue definitivamente cerrado por el rechace del testimonio del Espíritu Santo de la gloria del Cristo resucitado. Pero esto no es meramente un testimonio. El cristiano está lleno del Espíritu, el cielo está abierto a él, la gloria de Dios le es manifiesta, y el Hijo del Hombre aparece ante él sentado a la diestra de Dios. Esto es algo diferente de los cielos abiertos sobre Jesús, el objeto del deleite de Dios sobre la Tierra. Es el cielo abierto al cristiano mismo, estando su objeto allí cuando es rechazado en la Tierra. Él ve allí, por el Espíritu Santo, la gloria celestial de Dios, y a Jesús, al Hijo del Hombre, el objeto especial del testimonio que rinde, en la gloria de Dios. La diferencia es para nosotros tan extraordinaria como igual de interesante, y nos expone, de manera muy notable, la verdadera posición del cristiano sobre la Tierra, y el cambio que el rechazo de Jesús por Su propio pueblo produce. Solamente la Iglesia, la unión de los creyentes en un Cuerpo con el Señor en el cielo, no estaba revelada. Más tarde (Apoc. 19) el cielo se abre, y el Señor mismo está presente, el Rey de reyes, y el Señor de señores. Entonces, vemos:

Jesús, el Hijo de Dios en la Tierra, el objeto del placer celestial, sellado con el Espíritu Santo.

Jesús, el Hijo del Hombre, el objeto del ministerio del cielo, siendo los ángeles sus siervos.

Jesús, arriba en la diestra de Dios, y el creyente, lleno del Espíritu, sufriendo aquí a causa de Su nombre, contempla la gloria en las alturas, y al Hijo del Hombre en la gloria.

Y Jesús, el Rey de reyes y Señor de señores, presentándose a juzgar y a hacer guerra contra los burladores que discuten Su autoridad y oprimen a la Tierra.

 

Volviendo: el Padre mismo reconoce a Jesús, el Hombre obediente sobre la Tierra, quien entra por la puerta como el verdadero Pastor, como Su Hijo amado en quien está todo Su deleite. El cielo es abierto a Él, ve al Espíritu Santo descendiendo para sellarle, la fortaleza infalible y estribo de la perfección de Su vida humana. Y Él tiene el testimonio del Padre de la relación entre ellos. Ningún objeto en el que Su fe tenía que reposar es presentado a Él como lo es a nosotros. Es su propia relación con el cielo y con Su Padre la que queda sellada. Su alma disfruta de ello mediante el descenso del Espíritu Santo y la voz de Su Padre.

Pero este pasaje de Mateo requiere más atención. El bendito Señor, o más bien lo que ocurrió en cuanto a Él, ofrece el lugar o el modelo en el cual Él sitúa a los creyentes, sean estos judíos o gentiles: por supuesto sólo somos llevados allí por la redención. "Voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" son Sus benditas palabras tras Su resurrección. Pero a nosotros el cielo se abre, somos sellados con el Espíritu Santo, y el Padre nos posee como hijos. Sólo la divina dignidad de la Persona de Cristo queda siempre cuidadosamente resguardada aquí en humillación, como en la transfiguración en gloria. Moisés y Elías están en la misma gloria, pero desaparecen cuando, por el impulso de Pedro, que se le permitió expresar, iban a ser rebajados a un nivel. Cuanto más cerca estamos de una Persona divina, tanto más adoramos y reconocemos lo que Él es.

Pero hallamos aquí otro hecho muy extraordinario. Por primera vez, cuando Cristo toma humilde Su lugar entre los hombres, la Trinidad es totalmente revelada. Es evidente que el Hijo y el Espíritu son mencionados en el Antiguo Testamento. Pero allí, la unidad de la Deidad es el gran foco de revelación. Aquí el Hijo es reconocido como hombre, el Espíritu Santo desciende sobre Él, y el Padre le reconoce como Su Hijo. ¡Qué maravillosa relación con el hombre! ¡Qué lugar para el hombre poder hallarse en él! A través de la relación de Cristo con este lugar, la Deidad es revelada en su propia plenitud. El ser Él un hombre, hace patente su despliegue. Pero Él era realmente un Hombre, el Hombre en quien los consejos de Dios acerca del hombre habían de consumarse.

Por lo tanto, como Él comprendió y manifestó el lugar en el cual el hombre es situado con Dios en Su propia Persona, y en los consejos de gracia tocantes a nuestra relación con Dios, siendo que estamos en conflicto con el enemigo, Él entra en aquel lado de nuestra posición también. Tenemos nuestra relación con Dios y nuestro Padre, y tal vez deberíamos decir con Satanás. Él vence por nosotros, y nos enseña cómo vencer. Observemos, también, que la relación con Dios es lo que primero queda plenamente establecido y resaltado, y luego, como en ese lugar, el conflicto con Satanás comienza, y así con nosotros. Pero la primera pregunta es si el segundo Adán permanecería donde el primer Adán había fracasado: (solamente, en el desierto de este mundo y en el poder de Satanás), en vez de en las bendiciones de Dios, pues allí habíamos ido a parar.

Hay que destacar otro punto aquí, para acabar de presentar el lugar que el Señor toma. La ley y los profetas fueron hasta Juan. Luego fue anunciado lo nuevo, el reino de los cielos. Pero el juicio se avecina sobre el pueblo de Dios. El hacha está a la raíz de los árboles, el bieldo en la mano del que venía, el trigo recogido en el granero de Dios, y la paja quemada. Es decir, existe un final de la historia del pueblo de Dios en juicio. Entramos aquí en el terreno del estado de perdición, anticipando el juicio. Pero la historia del hombre como responsable quedaba cerrada. De ahí que se diga: "ahora al final de los tiempos ha aparecido para quitar el pecado por el sacrificio de sí mismo." Ha sucedido exteriormente y literalmente a Israel, pero es moralmente verdadero para nosotros: sólo nosotros somos recogidos para el cielo, como resultado el remanente después, para estar en el cielo. Pero siendo Cristo rechazado, el tiempo de la responsabilidad ha terminado, y nosotros entramos en la esfera de la gracia como quienes ya éramos perdidos. En consecuencia al anuncio de ello como inminente, Cristo viene, e identificándose con el remanente que escapa sobre la base del arrepentimiento, crea este nuevo lugar para el hombre sobre la Tierra. Sólo que no podíamos estar en él hasta que la redención no fuera consumada. No obstante, Él reveló el nombre del Padre a aquellos que Él le había dado fuera de este lugar.

 

Capítulo 4

Habiendo así en gracia tomado Su posición como Hombre sobre la Tierra, Él comienza en este capítulo Su carrera terrenal, siendo guiado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. El Hombre justo y santo, el Hijo de Dios, gozando de los privilegios propios de Él, deberá pasar por las pruebas de aquellos ardides que hicieron caer al primer Adán. Es Su condición espiritual la que es probada. No se trata ahora de un hombre inocente que goza de todas las bendiciones naturales de Dios y que soporta la prueba en medio de esas bendiciones que deberían hacerle recordar a Dios. Cristo, cerca de Dios como Hijo amado suyo, pero en medio de la prueba, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, y, en lo que respecta a las circunstancias exteriores, descendido hasta el centro del estado caído del hombre, deberá probar Su fidelidad hasta el final acorde a esta posición con respecto a Su perfecta obediencia. Para mantener esta posición, no deberá mostrar otra voluntad que no sea la de Su Padre, y bien consumarla o sufrirla, cualesquiera sean las consecuencias para Él. Deberá cumplirla en medio de todas las dificultades, de las privaciones, del aislamiento, del desierto donde se halla el poder de Satanás, el cual le tentaría para hacerle seguir un camino más fácil que aquel que debería ser para la sola gloria de Su Padre. Deberá renunciar a todos los derechos que pertenecen a Su propia Persona, excepto cuando los reciba de Dios y se los ceda a Él con una confianza perfecta.

El enemigo hizo todo lo posible para inducirle a valerse de Sus privilegios: “Si eres Hijo de Dios,” para alivio propio, aparte del mandato de Dios, a fin de evitar los sufrimientos que podían acompañar la demostración de Su voluntad. Pero era para llevarle a hacer Su propia voluntad, y no la de Su Padre.

Jesús, disfrutando en Su propia Persona y en la relación con Dios todo el favor de Dios como Hijo de Dios, la luz de Su semblante, se dirige al desierto cuarenta días para entrar en conflicto con el enemigo. No se separó del hombre y de toda relación con el hombre y sus cosas para (como Moisés y Elías) estar con Dios. Estando ya plenamente con Dios, Él se separó de los hombres por el poder del Espíritu Santo para estar a solas en su conflicto con el enemigo. En el caso de Moisés, era el hombre fuera de su condición natural quien iba a estar con Dios. En el caso de Jesús, es de la misma manera pero para estar con el enemigo, pues el estar con Dios era Su posición natural.

El enemigo le tienta proponiéndole primero satisfacer Sus necesidades corporales, y, en vez de esperar en Dios, usar conforme a Su propia voluntad y en Su propio nombre el poder con el cual había sido investido. Pero si Israel había sido alimentado en el desierto con el maná de Dios, el Hijo de Dios, aun poseyendo gran poder, actuaría conforme a aquello que Israel debió haber aprendido a través de aquel medio, a saber, que “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” El Hombre, el judío obediente, el Hijo de Dios, esperaba esta palabra, y no haría nada sin ella. Él no vino para hacer Su voluntad, sino la voluntad del que le envió. Éste es el principio que caracteriza al Espíritu de Cristo en los Salmos. No se precipita la liberación si no es con la intervención de Dios a su tiempo. Es la perfecta paciencia, a fin de ser perfecto y completo en toda la voluntad de Dios. No podía haber codicia de pecado en Cristo; pero estar hambriento no era pecado, sino una necesidad humana, y ¿qué mal había en comer cuando se sentía hambre? No era la voluntad de Dios hacerlo, no obstante, y Él había venido a hacer aquella voluntad por la Palabra. La sugerencia de Satanás fue: “Si eres Hijo de Dios, ordena...”; pero Él tomó el lugar de un siervo, no válido para dar órdenes; él procuró hacerle salir del lugar del perfecto servicio y obediencia, fuera del lugar de un siervo.

Observemos aquí el lugar que tiene la Palabra escrita, y el carácter de la obediencia de Cristo. Este carácter no tiene que ver simplemente con que la voluntad de Dios sea una norma, sino el mismo motivo que induce a la acción. Con frecuencia tenemos nuestra voluntad refrenada por la Palabra, pero no así Cristo. La voluntad de Su Padre era su motivo, y no actuó meramente conforme a ella, sino porque además era la voluntad de Dios. Disfrutamos al ver a un niño corriendo a hacer aquello que le gusta, pero que de pronto se detiene para hacer la voluntad de sus padres cuando se lo piden. Pero Cristo nunca obedeció de esta manera, ni buscó nunca hacer Su propia voluntad, sino que le detenía la de Su Padre. Y nosotros somos santificados para la obediencia de Cristo. Vemos también que por la Palabra escrita Él vive y vence. Todo dependía aquí de la victoria de Cristo, del mismo modo que todo dependía de la caída de Adán. Pero para Cristo, un texto, usado correctamente, por supuesto, es suficiente. No busca más allá: esto es obediencia. También es suficiente para Satanás; no le da respuesta, y sus estratagemas se ven de este modo vencidas.

El primer principio de la conquista es la simple y absoluta obediencia, viviendo de las palabras de la boca de Dios. Lo que sigue es perfecta confianza en el camino de la obediencia.

En segundo lugar, pues, el enemigo le quiere llevar al pináculo del templo para inducirle a aplicarse para Sí las promesas hechas al Mesías, sin permanecer en los caminos de Dios. El hombre fiel puede con toda seguridad confiar en la ayuda de Dios mientras anda en Sus caminos. El enemigo haría que el Hijo del Hombre tentara a Dios (en lugar de confiar en Él mientras andara en Sus caminos) para evidenciar si podía confiarse en Él. Ello hubiera supuesto una falta de confianza en Dios, en vez de contar con Dios para la obediencia12. Tomando Su lugar con Israel en la condición en que se hallaban cuando carecían de rey en la tierra, y, citando las instrucciones dadas a ellos en ese libro para guiarlos en el piadoso camino que allí se enseñaba, Él usa para Su guía esa parte de la Palabra que contiene el interdicto divino sobre este asunto: “No tentarás al Señor tu Dios”; un pasaje a menudo citado como si prohibiera la sobreconfianza en Dios, mientras que sólo significa no desconfiar, y probar si Él es fiel. Ellos tentaron a Dios, diciendo ¿está Dios realmente entre nosotros? Y Satanás es lo que hubiera querido que hiciera el Señor.

El enemigo, fracasando en su engaño contra el corazón obediente, aun cuando se refugia en el uso de la Palabra de Dios, se muestra en su verdadero carácter, tentando al Señor, y en tercer lugar, para evitarle los sufrimientos que le aguardaban mostrándole la herencia del Hijo del Hombre sobre la Tierra, aquello que iba a ser Suyo cuando lo hubiera alcanzado a través de aquellas duras sendas, pero necesarias para la gloria del Padre, y que había marcado para Él. Todo había de ser Suyo si reconocía a Satanás adorándole, el dios de este siglo. Esto es, en realidad, lo que los reyes de la Tierra habían hecho por una parte solamente de estas cosas (y que habían hecho frecuentemente por causa de frívolas vanidades), pero Él poseería el conjunto. Pero si Jesús tenía que heredar la gloria terrenal (así como todo lo demás), el objeto de Su corazón era Dios mismo, Su Padre, para glorificarle. Sea cual fuera el valor de esta dádiva, Su corazón la apreciaba como la dádiva proveniente del Dador. Además, Él estaba en la posición del hombre probado y en la de un israelita fiel; y cualquiera que fuera la prueba de la paciencia a la cual le había introducido el pecado del pueblo, por mayor que fuese esta prueba, Él no serviría a nadie más que a Dios solamente.

Pero si el diablo lleva la tentación y el pecado a sus extremos, y demuestra ser el adversario (Satanás), el creyente tiene el derecho de echarle fuera. Si viene como tentador, el creyente debería responderle mediante la fidelidad de la Palabra, la cual es la guía perfecta del hombre, conforme a la voluntad de Dios. No necesita aquél preverlo todo. La Palabra es la Palabra de Aquel que sí lo prevé, y al poner esto en práctica, caminamos según la sabiduría que conoce todo, y en un camino formado por esta sabiduría, y que en consecuencia implica confianza absoluta en Dios. Las primeras dos tentaciones eran argucias del enemigo; la tercera, hostilidad abierta hacia Dios. Si él viene como el adversario declarado de Dios, el creyente tiene el derecho de negarse a tener nada que ver con él: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros”. Así conocerá que ha encontrado a Cristo, no la carne. ¡Que los creyentes puedan resistir si Satanás los tienta con la Palabra, recordando que es como Satanás domina en el hombre caído!

La salvaguarda del creyente, moralmente hablando (esto es, en lo que se refiere al estado de su corazón), es un ojo sencillo. Si yo solamente busco la gloria de Dios, aquello que no presenta otro motivo que mi propia exaltación, o mi propio incentivo, ya sea en el cuerpo o en la mente, no tendrá ningún dominio sobre mí; y se manifestará a la luz de la Palabra, que guía al ojo sencillo, como contrario a la mente de Dios. Ésta no es la altivez que rechaza la tentación basándose en la propia bondad; es la obediencia que da humildemente a Dios Su lugar, y consecuentemente también Su Palabra. “Por la palabra de tus labios, yo me he guardado de la senda de los violentos,” de aquel que hacía su propia voluntad y la consideraba su guía. Si el corazón busca a Dios sólo, la trampa más sutil queda al descubierto, pues el enemigo nunca nos tienta a buscar a Dios sólo. Pero ello implica un corazón puro, y que no haya egolatría. Esto es lo que exhibió Jesús.

Nuestra salvaguarda contra la tentación es la Palabra, usada con el discernimiento de un corazón perfectamente puro, el cual vive en la presencia de Dios, y aprende la mente de Dios en Su Palabra13, y el cual conoce por tanto Su aplicación a las circunstancias presentes. Es la Palabra la que nos guarda el alma de las falacias del enemigo. Observemos también que, consecuentemente, es en este espíritu de sencilla y humilde obediencia donde radica el poder; pues donde éste existe, Satanás no puede hacer nada. Dios está ahí, y conforme a ello el enemigo es conquistado.

Según entiendo, estas tres tentaciones son dirigidas al Señor en los tres caracteres de Hombre, de Mesías, y de Hijo del Hombre.

Él no tenía deseos pecaminosos como el hombre caído, pero sí estaba hambriento. El tentador le persuadiría de satisfacer esta necesidad sin Dios. Las promesas en los Salmos pertenecían a Él del mismo modo que eran hechas al Mesías. Y todos los reinos del mundo eran Suyos como el Hijo del Hombre. Siempre contestaba como un fiel israelita, personalmente responsable ante Dios, haciendo uso del libro de Deuteronomio, que trata sobre este asunto (a saber, la obediencia de Israel, en relación con la posesión de la tierra y los privilegios que pertenecían a la tierra, y los privilegios que pertenecían al pueblo en relación con esta obediencia; y ello, aparte de la organización que los constituía un cuerpo colectivo delante de Dios14).

Satanás se marcha de Él, y los ángeles vienen para ejercer su ministerio al Mesías, el Hijo del Hombre victorioso a través de la obediencia. Si Satanás había querido que probase a Dios, Él ya lo ha demostrado. Los ángeles son espíritus ministradores para nosotros también.

Pero cuán profundamente interesante es ver al bendito Salvador descendido, al Hijo de Dios del cielo, y tomar (el Verbo hecho carne) Su lugar entre los pobres menesterosos sobre la Tierra, y, habiendo tomado este lugar, reconocido del Padre como Su Hijo, habiendo sido los cielos abiertos y abiertos a Él como Hombre, y el Espíritu Santo descendiendo para morar en Él como Hombre, aunque sin medida, y formando así el modelo de nuestro lugar, pese a no ser hallados todavía en él. La Trinidad entera, como he dicho, es primero plenamente revelada cuando Él es así asociado con el hombre; y entonces, siendo nosotros esclavos de Satanás, marchando en este carácter y relación para encontrarse también con Satanás por nosotros, atar al hombre fuerte, y dar al hombre a través de Él este lugar también: sólo para nosotros era necesaria la redención para traernos donde Él está.

Siendo Juan arrojado en prisión, el Señor se dirige a Galilea. Este movimiento, el cual determinó la escena de Su ministerio fuera de Jerusalén y Judea, tenía gran importancia con respecto a los judíos. El pueblo (hasta este momento concentrado en Jerusalén, envanecido en la posesión de las promesas, de los sacrificios, y del templo, y en ser la tribu real) perdió la presencia del Mesías, el Hijo de David. Se fue para la manifestación de Su persona, para el testimonio de la intervención de Dios en Israel, a los pobres y menesterosos del rebaño; porque el remanente y los menesterosos del rebaño se hallan ya en los capítulos 3 y 4, distinguidos claramente de los principales del pueblo. De esta manera devino Él el verdadero linaje, y no el vástago de aquello plantado en cualquier otro lugar; aunque este resultado no estaba totalmente manifestado aún. El momento corresponde a Juan 4.

Podemos resaltar aquí que, en el Evangelio de Juan, los judíos son siempre distinguidos de la multitud15. El lenguaje, o más bien la pronunciación, era totalmente diferente. Ellos no hablaban caldeo en Galilea. Al mismo tiempo, esta manifestación del Hijo de David en Galilea fue el cumplimiento de una profecía en Isaías. El peso de esta profecía es éste: aunque el cautiverio romano era mucho más terrible que la invasión de los asirios cuando éstos subieron contra la tierra de Israel, no obstante había esta circunstancia que lo alteraba todo, a saber, la presencia del Mesías, la Luz verdadera, en la tierra.

Observamos que el Espíritu de Dios aquí omite toda la historia de Jesús hasta el comienzo de Su ministerio después de la muerte de Juan el Bautista. Le da a Jesús Su condición propicia en medio de Israel (Emanuel, el Hijo de Dios, el Amado de Dios, reconocido como Su Hijo, el Fiel en Israel, pese a estar expuesto a todas las tentaciones de Satanás); e inmediatamente después, Su posición profética anunciada por Isaías, y el reino proclamado como cercano16.

Más tarde, Él reúne a Su alrededor a aquellos que definitivamente tenían que seguirle en Su ministerio y en Sus tentaciones, y, a Su mandato, ligar su porción y su herencia con la Suya, abandonando todo lo demás.

El hombre fuerte se hallaba atado, a fin de que Jesús pudiera despojar sus bienes, y anunciar el reino con pruebas de ese poder que era capaz de establecerlo.

Dos cosas son entonces puestas de relieve en la narrativa de este evangelio. Primero, el poder que acompaña la proclamación del reino. En dos o tres versículos17, sin más detalles, este hecho es anunciado. La proclamación del reino es escuchada con actos de poder que atraen la atención de todo el país, hasta el último confín del viejo territorio de Israel. Jesús aparece delante de ellos investido de este poder. Segundo (capítulos 5 al 7), el carácter del reino es anunciado en el sermón del Monte, así como el de las personas que deberían tener parte en él (además de ser revelado el nombre del Padre). Así entonces, el Señor había anunciado el reino venidero, y con el poder actual de la bondad, habiendo vencido al adversario; y luego muestra cuál era el verdadero carácter conforme a aquello que iba a ser establecido, y quiénes entrarían y de qué manera. En este sermón no se habla de la redención, sino del carácter y de la naturaleza del reino, y de quiénes podían entrar. Esto muestra claramente la posición moral que este sermón sostiene en la enseñanza del Señor.

Es evidente que, en toda esta parte del Evangelio, es la posición del Señor la que es motivo de la enseñanza del Espíritu, y no los detalles de Su vida. Los detalles vienen después, a fin de exhibir lo que Él era en medio de Israel, Sus relaciones con este pueblo, y Su camino en el poder del Espíritu que condujo a la ruptura entre el Hijo de David y el pueblo que debió haberle recibido. Estando la atención de todo el país puesta en Su actos milagrosos, el Señor sienta ante Sus discípulos (pero en presencia del pueblo) los principios de Su reino.

 

Capítulos 5-7

Este discurso puede dividirse en los siguientes apartados18:

El carácter y la porción de aquellos que debían estar en el reino (versículos 1-12)

Su posición en el mundo (versículos 13-16)

La relación entre los principios del reino y la ley19 (versículos 17-48)

El espíritu con el cual los discípulos deberían mostrar buenas obras (capítulo 6:1-18).

La separación del espíritu del mundo y de sus ansiedades (versículos 19-34)

El espíritu de sus relaciones con los demás (capítulo 7:1-6).

La confianza en Dios, la cual debía caracterizarlos (versículos 7:12)

La energía que debía caracterizarlos, a fin de que pudieran entrar en el reino; y no entrar en él sin más, porque muchos intentarían hacerlo, sino conforme a aquellos principios que lo hacían difícil para el hombre, según Dios (la puerta estrecha); y después, el medio por el cual discernirían a aquellos que procuraban engañarlos, así como la vigilancia que necesitaban para no ser engañados (versículos 13-23)

Obediencia real y práctica a Sus dichos, la verdadera sabiduría de aquellos que escuchan Sus palabras (versículos 24-99).

 

Hay otro principio que caracteriza a este discurso, y es la presentación del nombre del Padre. Jesús sitúa a Sus discípulos en relación con Su Padre, como Padre de ellos. Les revela el nombre del Padre a fin de poder estar en relaciones con Él, y para que actúen en conformidad a lo que Él es.

Este discurso ofrece los principios del reino, pero supone el rechazo del Rey, y de la posición a la cual aquél traería a aquellos que pertenecían al Rey, quienes debían consecuentemente esperar un galardón celestial. Tenían que dejar un rastro divino donde Dios era conocido y actuaba. Además, éste era el objeto de Dios. Su confesión tenía que ser tan abierta como para que el mundo atribuyera las obras de ellos al Padre. Por otra parte, tenían que actuar según un juicio del mal que llegara al corazón y a los motivos, pero también, conforme al carácter del Padre en gracia (para ser aprobados por el carácter del Padre en gracia) y serlos por el Padre, el cual veía en lo secreto, donde el ojo del hombre no podía penetrar. Tenían que poseer total confianza en Él para todas sus necesidades. Su voluntad era la norma según la cual se producía la entrada al reino.

Podemos observar que este discurso está relacionado con la proclamación del reino como cercano, y que todos estos principios de conducta son dados como características del reino, y como condiciones para la entrada en él. De ello se deduce, sin duda, que éstos son meritorios de los que han entrado ya. El discurso es pronunciado en medio de Israel20 es de que el reino sea establecido, y como el estado previo que debía preceder a su entrada en él, así como para presentar los principios fundamentales del reino en relación con ese pueblo en contraste moral con las ideas que ellos se habían formado al respecto.

Al examinar las bienaventuranzas, hallaremos que esta parte en general ofrece el carácter de Cristo mismo. Ellos pensaban en dos cosas: la posesión futura de la tierra de Israel por mano de los mansos, y la persecución del remanente fiel, verdaderamente justo en sus caminos, y el cual afirmaba los derechos del verdadero Rey (el cielo siendo presentado a ellos como esperanza suya para sostener sus corazones21).

Ésta será la posición del remanente en los últimos días antes de la introducción del reino, este último siendo algo excepcional. Así era, moralmente, en los tiempos de los discípulos del Señor, en referencia a Israel, que la parte terrenal era demorada. En referencia al cielo, los discípulos son contemplados como testigos en Israel. Mientras que eran la única conservación de la Tierra, también lo eran de un testimonio al mundo. Así que los discípulos son vistos en relación con Israel, al tiempo que como testigos del lado de Dios al mundo (estando en perspectiva el reino, pero todavía no establecido). La relación con los últimos días es evidente; sin embargo su testimonio tenía entonces, moralmente, este carácter. Solamente el establecimiento del reino terrenal había sido demorado, y la Iglesia, la cual es celestial, introducida. El versículo 5 del quinto capítulo alude evidentemente a la posición de Israel en los tiempos de Cristo. Y de hecho ellos permanecen cautivos, en prisión, hasta que hayan recibido su castigo completo, y entonces será cuando saldrán nuevamente.

El Señor habla siempre y actúa como el Hombre obediente, movido y guiado por el Espíritu Santo. Vemos de la manera más extraordinaria, en este Evangelio, quién es el que actúa así. Y es esto lo que confiere su verdadero carácter moral al reino de los cielos. Juan el Bautista podía anunciarlo como un cambio de dispensación, pero su ministerio era terrenal. Cristo podía igualmente anunciar este mismo cambio (y el cambio era del todo importante); pero en Él había mucho más que esto. Él era del cielo, el Señor que vino del cielo. Al hablar del reino de los cielos, proclamaba la profunda y divina abundancia de Su corazón. Ningún hombre había estado en el cielo, excepto Él que había descendido de allí, el Hijo del Hombre que estaba en el cielo. Éste era el caso de dos maneras, como se muestra en el Evangelio de Mateo. Ya no se trataba de un gobierno conforme a la ley: Jehová, el Salvador, Emanuel, estaba presente. ¿Podía Él ser de otro modo que no fuera celestial en Su carácter, en el tono, en los sentidos, de toda Su vida?

Asimismo, cuando empezó Su ministerio público y fue sellado por el Espíritu Santo, los cielos fueron abiertos a Él. Fue identificado con el cielo como un hombre sellado con el Espíritu Santo sobre la Tierra. Él fue así la expresión constante del espíritu, de la realidad, del cielo. Todavía no existía el ejercicio del poder judicial, el cual mantendría este carácter frente a todo lo que se opusiera a ello. Fue su manifestación en paciencia, no obstante la oposición de todo lo que le rodeaba y de la incapacidad de Sus discípulos para comprenderle. Así, en el sermón del Monte hallamos la descripción de aquello que era apto para el reino de los cielos, e incluso la garantía del galardón para aquellos que deberían sufrir sobre la Tierra por causa de Su nombre. Esta descripción, como hemos visto, es esencialmente el carácter de Cristo mismo. Es así que un espíritu celestial se expresa en la Tierra. Si el Señor enseñó estas cosas, se debe a que Él los amaba, a que Él era ellos y se complacía en ellos. Siendo el Dios del cielo, lleno como hombre del Espíritu sin medida, Su corazón estaba perfectamente al unísono con un cielo que Él conocía perfectamente. En consecuencia, da fin al carácter que Sus discípulos tenían que asumir con estas palabras: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto». Toda su conducta tenía que tener la referencia de su Padre en los cielos. Cuanto más comprendamos la gloria divina de Jesús, y la manera en que Él como Hombre estaba relacionado con el cielo, tanto más asiremos lo que para Él era el reino de los cielos con respecto a lo que se adecuaba a él. Cuando sea establecido con poder en un futuro, el mundo será gobernado conforme a aquellos principios, aunque no sean éstos, propiamente hablando, los suyos propios.

El remanente en los últimos días, y no dudo en esto, hallando que todo alrededor de ellos es contrario a la piedad, y viendo que toda la esperanza judía se desvanece ante sus ojos, estarán obligados a mirar arriba, y adquirirán más y más este carácter, el cual, si no celestial, es al menos muy conforme a Cristo22.

Hay dos cosas relacionadas con la presencia de la multitud en el versículo 1. En primer lugar, el tiempo necesario para que el Señor pudiera dar una idea verdadera del carácter de Su reino, después de que atrajera tras Él a toda la muchedumbre. Haciéndose sentir Su poder, era importante que Su carácter fuese dado a conocer. Por otro lado, esta multitud que seguía a Jesús eran un lazo para Sus discípulos; y Él les hace entender qué completo contraste había entre el efecto que la multitud podía causar sobre ellos y el espíritu verdadero que debía gobernarlos. Así, lleno Él de lo verdaderamente bueno, presenta en seguida lo que llenaba Su propio corazón. Éste era el verdadero carácter del remanente, que en general se asemejaba a Cristo en esto. Ocurre a menudo así en los Salmos.

La sal de la Tierra es algo diferente de la luz del mundo. La Tierra, según me parece, expresa aquello que ya profesaba haber recibido luz de Dios (aquello que estaba en relación con Él en virtud de la luz) habiendo asumido una forma determinada ante Él. Los discípulos de Cristo eran el principio de conservación en la Tierra. Ellos eran la luz del mundo, que no poseía esta luz. Ésta era su posición, reflejaran esa luz o no. Era el propósito de Dios que ellos fueran la luz del mundo. Una candela no es encendida para poder ocultarla después.

Todo esto supone la posibilidad de que el reino sea establecido en el mundo, pero la oposición de la gran mayoría de los hombres a su establecimiento. No es una cuestión de la redención del pecador, sino de la comprensión del carácter propio de un lugar en el reino de Dios; aquel que el pecador debería procurarse mientras se halle en el camino con su adversario, a fin de no caer en las manos del juez (lo cual ha sucedido verdaderamente a los judíos).

Al mismo tiempo, los discípulos son traídos en la relación con el Padre uno por uno (el segundo gran principio del discurso, la consecuencia del Hijo estando allí) y sin embargo algo más excelente aún que su posición de testimonio para el reino les es presentado. Tenían que actuar en gracia, igual que su Padre actuaba, y su oración debía ser para un orden de cosas en las que todo correspondiera moralmente al carácter y a la voluntad de su Padre. «Santificado sea tu nombre, venga tu reino23», que todo respondiera al carácter del Padre y fuese el efecto de Su poder; «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra», es obediencia perfecta. La sujeción universal a Dios en el cielo y sobre la Tierra será, hasta cierto punto, efectuada por la intervención de Cristo en el milenio, y de manera absoluta cuando Dios será todo en todos. Mientras tanto, la oración expresa dependencia diaria, la necesidad del perdón, la necesidad de ser guardados del poder del enemigo, el deseo de no ser acrisolados por él, como una economía de Dios, igual que lo fueran Job o Pedro, y de ser preservados del mal.

Esta oración también está adaptada a la posición del remanente; pasa por alto la dispensación del Espíritu e incluso aquello que corresponde al milenio como un reino terrenal, para expresar los deseos correctos y hablar de la condición y de los peligros del remanente hasta que el reino del Padre hubiera de venir. Muchos de estos principios son siempre verdaderos, pues nosotros estamos en el reino, y en el espíritu deberíamos manifestar sus rasgos; pero la aplicación especial y literal es aquello lo cual he dado. Ellos son traídos a la relación con el Padre en la comprensión de Su carácter, el cual tenía que manifestarse en ellos en virtud de esta relación, haciendo que desearan el establecimiento de Su reino, para vencer las dificultades de un mundo enemigo, para guardarse a sí mismos de los lazos del enemigo, y hacer la voluntad del Padre. Era Jesús quien podía transmitirles esto. Así pasa de la ley24, reconocida como proveniente de Dios, a su consumación, cuando será como absorbida en la voluntad de Aquel que la dio, o llevada a cabo en sus propósitos por Aquel que solamente podía hacer así en cualesquiera de los sentidos.

 

Capítulo 8

En el octavo capítulo, el Señor comienza Su paciente vida de testimonio en medio de Israel, la cual concluyó con Su rechazo por el pueblo al que Dios había guardado tanto tiempo para Él, para su propia bendición.

Él había proclamado el reino, manifestó Su poder por toda la tierra, y declaró Su carácter, así como el espíritu de aquellos que deberían entrar en el reino. Pero Sus milagros25, así como todo el Evangelio, están siempre caracterizados por Su posición entre los judíos y las relaciones de Dios con ellos, hasta que fue rechazado. Jehová, no obstante el Hombre obediente a la ley, mostrando por anticipado la entrada de los gentiles en el reino (su establecimiento en misterio en el mundo) y prediciendo la edificación de la Iglesia o asamblea sobre la aceptación de que Él era el Hijo del Dios viviente, y el reino en gloria. Y, mientras que detectaba, como efecto de Su presencia, la malignidad del pueblo, soportaba adempero la carga de Israel con perfecta paciencia26. Es Jehová presente en bondad, la que ellos mostraban exteriormente. ¡Maravillosa verdad!

En primer lugar, hallamos la curación del leproso. Jehová solo, en Su soberana gracia, podía curar al leproso; aquí Jesús lo hace así. «Si quieres», dice el leproso «puedes». «Quiero», contesta el Señor. Pero al mismo tiempo, mientras muestra en Su propia Persona aquello que repele toda posibilidad de contaminación –aquello que está por encima del pecado– Él le muestra al contaminado la más perfecta condescendencia. Toca al leproso, diciendo «Quiero, sé limpio». Vemos la gracia, el poder, la santidad incólume de Jehová, descendida en la Persona de Jesús en la más íntima proximidad hacia el pecador, tocándole por así decirlo. Fue ciertamente «el Señor te ha curado27». A la vez, Él se ocultó, y ordenó al hombre que había sido curado que fuese al sacerdote según las ordenanzas de la ley para presentar la ofrenda. Él no se salió del lugar del judío en sujeción a la ley; Jehová estaba allí en bondad.

En el siguiente caso, vemos a un gentil que por la fe goza de todo el efecto de ese poder que su fe imputaba a Jesús, propiciándole al Señor la ocasión para declarar la solemne verdad de que aquellos pobres gentiles deberían venir y sentarse en el reino de los cielos con los padres, respetados por la nación judía por ser éstos los primeros padres de los herederos de la promesa. Los hijos del reino deberían quedar fuera en las tinieblas. De hecho, la fe de este centurión reconoció un poder divino en Jesús, el cual, por la gloria de Aquel que lo poseía, abriría la puerta a los gentiles (sin olvidar a Israel) e injertaría en el olivo de la promesa las ramas del olivo silvestre, en el lugar de aquellos que debían ser cortados. La manera cómo debería esto tener lugar en la asamblea, no era entonces la cuestión.

Sin embargo, Él no abandona a Israel de ningún modo. Entra en la casa de Pedro y cura a la madre de su esposa. Hace lo mismo con todos los enfermos que se agolpaban en torno a la casa, cuando anochecía y el sábado había terminado. Fueron curados, y los demonios echados fuera, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Llevó él nuestras enfermedades, y soportó nuestros dolores». Jesús se situó voluntariamente bajo el peso de todas las dolencias que oprimían a Israel, para aliviarlos y curarlos. Es Emanuel, quien siente su miseria y está abatido por todas sus aflicciones, quien ha venido con el poder que le muestra capaz de liberarlos.

Estos tres casos exhiben este carácter de Su ministerio de manera clara y extraodinaria. Él se oculta, pues hasta el momento en que Él mostraría juicio a los gentiles no levanta Su voz en las calles. Es la paloma, la cual reposa sobre Su cabeza. Estas manifestaciones de poder atraen a los hombres hacia Él; pero esto no le engaña: nunca se aparta en espíritu del lugar que ha tomado. Él es el menospreciado y rechazado de los hombres; no tiene dónde recostar Su cabeza. La Tierra tenía más lugar para las zorras y las aves que para Él, a quien hemos visto aparecer antes como el Señor, reconocido cuanto menos por causa de las necesidades que nunca rehusó satisfacer. Por lo tanto, si algún hombre quería seguirlo, debía abandonar todo para ser el compañero del Señor, quien no hubiera descendido a la Tierra si no hubiese estado todo en entredicho; ni lo habría hecho sin un derecho absoluto, aunque hubiera sido a la vez con un amor que solamente podía estar ocupado con su misión, y con la necesidad que trajo al Señor allí.

El Señor sobre la Tierra, o lo era todo o no era nada. Esto, verdaderamente, tenía que sentirse moralmente en sus resultados, en la gracia que, actuando por fe, vinculaba al creyente a Él con un lazo inefable. Sin ello, el corazón no hubiera sido moralmente sometido a prueba, pero esto no le restaba importancia. Por consiguiente, estaban presentes las pruebas: los vientos y las olas, ante los cuales al ojo humano Él parecía estar expuesto, obedecían Su voz de inmediato –una sobrada prueba para la incredulidad que le despertó de Su sueño, que había creído posible que las olas fuesen a hundirle, y con Él los consejos y el poder de Aquel que había creado estos elementos. Es evidente que esta tormenta fue enviada para probar la fe de ellos y la dignidad de Su Persona. Si el enemigo fue el instrumento que la produjo, su éxito sólo se mostró en que el Señor manifestó Su gloria. Tal es siempre el caso respecto a Cristo, y para nosotros, donde la fe está.

Ahora bien, la realidad de este poder, y la manera de su operación, son demostrados forzosamente por aquello que sigue después.

El Señor desembarca en la región de los gadarenos. Allí el poder del enemigo se manifiesta en todos sus horrores. Si el hombre, a quien el Señor había acudido en gracia, no le conocía, los demonios sí conocían a su Juez en la Persona del Hijo de Dios. El hombre estaba poseído por ellos. El temor que tenían al tormento en el juicio de los últimos tiempos, es aplicado en la mente del hombre ante la presencia inmediata del Señor: «¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» Los espíritus malignos actúan en los hombres mediante el temor de su poder, pero carecen de él si no se les teme. Sin embargo, sólo la fe puede quitar este temor del hombre. No me refiero a la codicia con que éstos actúan, ni de las argucias del enemigo; me refiero al poder del enemigo. «Resistid al diablo y él huirá de vosotros». Aquí los demonios deseaban manifestar la realidad de su poder. El Señor lo permite para dejar claro que en este mundo no se pone en duda simplemente si el hombre es bueno o malo, sino también aquello que es más fuerte que el hombre. Los demonios entran en el hato de cerdos, que perecen en el agua. La triste realidad queda plenamente demostrada, en cuanto a la inexistencia de mera enfermedad o codicia pecaminosa, ¡pero sí queda demostrada en cuanto a la existencia de malos espíritus! Sin embargo, gracias sean dadas a Dios, era el interés también de Aquel que, aunque un Hombre sobre la Tierra, era más poderoso que ellos. Los demonios se ven obligados a reconocer este poder, y apelan a él. No existe el mínimo gesto de resistencia. En la tentación en el desierto, Satanás había sido vencido. Él libera completamente al hombre al cual habían oprimido con su poder demoníaco. Él podía haber liberado al mundo de todo el poder del enemigo, si éste hubiera sido solamente el motivo, y de todas las desgracias de la humanidad. El hombre fuerte fue atado, y el Señor despojó sus bienes. Pero la presencia de Dios, de Jehová, turba al mundo incluso más que el poder del enemigo degrada y domina sobre la mente y el cuerpo. El dominio del enemigo sobre el corazón –demasiado tranquilo, y he aquí, muy poco apercibido– es más poderoso que la fuerza del último. Éste sucumbe ante la palabra de Jesús, pero la voluntad del hombre acepta el mundo como es, gobernado por la influencia de Satanás. La ciudad entera, la cual había presenciado la liberación del demoníaco y el poder de Jesús presente entre ellos, le ruegan que se marche. ¡Triste historia la del mundo! El Señor descendió con poder para liberar al mundo –al hombre– de todo el poder del enemigo, pero ellos no lo querían. Su distancia de Dios era moral, y no simplemente una sujeción al poder hostil. Ellos se sometieron a su yugo, a él se habían acostumbrado, y no iban a querer la presencia de Dios.

No tengo la menor duda de que lo que sucedió al hato de cerdos es lo que sucedió a los judíos impíos y profanos, los cuales rechazaron al Señor Jesús. Nada es más extraordinario que la manera en que una Persona divina, Emanuel, si bien un Hombre en gracia, es manifestada en este capítulo.

 

Capítulo 9

En el siguiente capítulo noveno, a la vez que actuando en el carácter y en la conformidad al poder de Jehová (como leemos en el Salmo 103: «Quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias») es la misma gracia verdadera hacia ellos y para ellos, en la cual Él vino, la que es presentada. Ofrece el carácter de Su ministerio, así como el capítulo previo ofrece la dignidad de Su Persona y el significado de lo que Él era. Se presenta a Sí mismo a Israel como Su verdadero Redentor y Libertador; y, para demostrar que Su título (al cual la incredulidad se oponía) era esta bendición para Israel, y el perdón de todas sus iniquidades que levantaron una barrera entre ellos y su Dios, Él lleva a término la segunda parte del versículo, y cura la enfermedad. ¡Precioso testimonio de la bondad hacia Israel, y al mismo tiempo demostración de la gloria de Aquel que estuvo en medio de Su pueblo! En el mismo espíritu, como Él había perdonado y sanado, llama al publicano y entra en su casa, pues había venido a llamar a pecadores, no a justos.

Pero pasemos ahora a otra porción de la enseñanza de este Evangelio: el desarrollo de la oposición de los no creyentes, de los sabios y de los celosos religiosos en particular; y sobre aquélla del rechazo de la obra y Persona del Señor.

La idea, la escena de aquello que tuvo lugar, nos ha sido presentada ya en el caso del demoníaco gadareno –el poder de Dios presente para la completa liberación de Su pueblo, del mundo, si le recibían– poder que los demonios confesaban ser el que en un futuro los juzgaría y los echaría fuera, el cual se mostraba en bendición para toda la muchedumbre del lugar, pero que rechazaron porque no deseaban que tal poder habitara entre ellos. No querían la presencia de Dios.

La narración de los detalles y el carácter de este rechazo comienza ahora. Obsérvese que el capítulo 8:1-27 ofrece la manifestación del poder del Señor –este poder siendo verdaderamente aquel de Jehová sobre la Tierra. A partir del versículo 28, la bienvenida que este poder tuvo en el mundo, y la influencia que gobernaba al mundo, son presentados, ya como poder, o moralmente en los corazones de los hombres.

Llegamos aquí al despliegue histórico del rechazo de esta intervención de Dios sobre la Tierra. La multitud glorifica a Dios, el cual había dado tal poder a un hombre. Jesús acepta este lugar. Él era Hombre: viéndolo la multitud así, reconoció el poder de Dios, pero no supo cómo combinar las dos ideas en Su Persona.

La gracia que desprecia las pretensiones de justicia del hombre, es ahora presentada: Mateo, el publicano, es llamado; pues Dios mira el corazón, y la gracia llama a los vasos elegidos. El Señor declara la mente de Dios sobre este asunto, y Su propia misión. Él vino a llamar a pecadores; Él iba a mostrar clemencia. Era Dios en gracia, y no el hombre con su afectada justicia basándola en sus méritos.

Atribuye dos razones por las cuales era imposible reconciliar Su curso con las exigencias de los fariseos. ¿Cómo podían ayunar los discípulos cuando su Esposo estaba allí? Cuando el Mesías se hubiera marchado, bien podrían hallar tiempo para ayunar. Además, era imposible adaptar los nuevos principios y el nuevo poder de Su misión a las viejas formas farisaicas.

Así, tenemos la gracia a los pecadores, pero (la gracia rechazada) en seguida viene una prueba más convincente de que el Mesías-Jehová estaba allí, y con gracia. Siéndole rogado que resucitase a una joven de su lecho de muerte, Él obedece la llamada. Mientras marcha, una pobre mujer, la cual empleó sin éxito todos los medios para curarse, es sanada al instante tocando con fe el borde de Sus vestiduras.

La historia nos proporciona las dos grandes divisiones de la gracia que fue manifestada en Jesús. Cristo vino para despertar al Israel muerto; Él hará lo mismo en lo venidero en el sentido pleno de la palabra. Mientras tanto, cualquiera que se acercaba a Él con fe, en medio de la multitud que le acompañaba, era curado, por muy desesperado que fuera siempre su caso. Esto, que tuvo lugar en Israel cuando Jesús estaba allí, es verdadero en principio acerca de nosotros también. La gracia en Jesús es un poder que hace resucitar de los muertos, y la cual sana. Así, Él abrió los ojos de aquellos en Israel que le reconocían como Hijo de David, y de quienes creyeron en Su poder que podía suplir sus necesidades. Él sacó fuera a los demonios también, y devolvió el habla al mudo. Pero habiendo realizado estos actos de poder en Israel, a fin de que el pueblo, en cuanto al hecho, los reconociera con admiración, los fariseos, el grupo más religioso de la nación, atribuyen este poder al príncipe de los demonios. Tal es el efecto de la presencia del Señor en los líderes del pueblo, celosos de Su gloria así manifestada entre ellos, sobre quienes ejercían su influencia. Pero esto en modo alguno estorba a Jesús en Su carrera de beneficiencia. Todavía puede Él llevar testimonio entre el pueblo. A pesar de los fariseos, Su paciente bondad todavía halla lugar. Continúa predicando y curando. Tiene compasión del pueblo, quienes eran como ovejas sin un pastor, abandonados, moralmente, a su propia guía. Él ve que la cosecha es abundante, pero los obreros pocos. Es decir, que todavía ve una puerta abierta para dirigirse al pueblo y echa a un lado la malignidad de los fariseos.

Resumamos lo que hallamos en el capítulo, la gracia desplegada en Israel. En primer lugar, la gracia que cura y perdona, como en el Salmo 103. Luego, la gracia que llama a los pecadores, no a los justos. El esposo estaba allí, y no podía la gracia en poder ser puesta en vasos judaicos ni farisaicos; era nueva incluso tratándose de Juan el Bautista. Él viene en realidad para dar vida a los muertos, no para curarlos, pero quienes fueran que entonces le tocaban con fe –porque existían los tales– eran sanados en el camino. Abría los ojos para que vieran, como Hijo de David, y abrió la boca muda de aquel a quien el demonio oprimía. Todo es rechazado blasfemamente por los orgullosos fariseos. Pero la gracia ve la multitud hasta ahora careciendo de pastor; y mientras el portero mantiene la puerta abierta, no cesa de buscar y ministrar a las ovejas.

 

Capítulo 10

Mientras Dios dábale acceso al pueblo, Él continuaba su labor de amor. No obstante, era consciente de la iniquidad que gobernaba al pueblo, aunque no buscaba Él Su propia gloria. Habiendo exhortado a Sus discípulos para que rogaran que pudiesen ser enviados obreros a la mies, Él comienza a actuar en conformidad a ese deseo. Llama a Sus doce discípulos, les da poder para sacar fuera los demonios y para curar a los enfermos, enviándolos a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vemos, en esta misión, hasta qué punto los caminos de Dios con Israel forman el sujeto de este Evangelio. Tenían que anunciar a aquel pueblo, y a ellos exclusivamente, la cercanía del reino, al tiempo que ejercían el poder que habían recibido: un sorprendente testimonio de Aquel que había venido, quien no realizaba los milagros Él mismo, sino que confería el poder a otros para que obrasen del mismo modo. Les dio autoridad sobre los malos espíritus para este propósito. Es esto lo que caracteriza al reino –el hombre sanado de todas las enfermedades y el demonio echado fuera. De acuerdo a este hecho, en Hebreos 6 los milagros son llamados «los poderes del siglo venidero28

Ellos tenían también, con respecto a su necesidad, que depender completamente de Aquel que los enviaba. Emanuel estaba allí. Si los milagros eran una prueba al mundo del poder de su Maestro, el hecho de que ellos no carecían de nada debía ser la misma prueba a sus corazones. Las ordenanzas fueron abrogadas durante este período de su ministerio, el cual siguió a la partida de Jesús de este mundo (Lucas 22:35-37). Aquello que Él aquí (Mat. 10) ordena a Sus discípulos, va ligado a Su presencia como Mesías, como Jehová, Él mismo sobre la Tierra. Por lo tanto, el recibimiento de Sus mensajeros o su rechazo decidía la suerte de aquellos a quienes eran enviados. Al rechazarlos, rechazaban al Señor, Emanuel, Dios con Su pueblo29. Pero, de hecho, Él los envió como ovejas en medio de lobos. Iban a necesitar la prudencia de serpientes, y tenían que exhibir la naturalidad de las palomas (rara unión de virtudes, hallada solamente en aquellos que, por el Espíritu del Señor, son sabios para con lo bueno y sencillos con respecto al mal).

Si no se guardaban de los hombres (triste testimonio en cuanto a éstos) no harían otra cosa que sufrir, pero si eran azotados y llevados ante los concilios, ante los gobernadores y los reyes, todo ello devendría un testimonio para ellos –un medio divino para presentar el evangelio del reino a los reyes y príncipes, sin alterar su carácter ni acomodándolo al mundo, sin mezclar siquiera al pueblo del Señor con sus costumbres y pretendida grandeza. Asimismo, circunstancias de este tipo hacían su testimonio más notable que la asociación con los grandes de la tierra hubiera podido hacer.

Y, a fin de cumplir todo esto, debían recibir tal poder y dirección del Espíritu de su Padre como para hacer que las palabras que ellos hablaban no fueran las suyas, sino las de Aquel que se las inspiraba. Nuevamente aquí, su relación con su Padre, la cual caracteriza tan claramente al Sermón del Monte, deviene la base de su capacidad para el servicio que tenían que realizar. Debemos recordar que este testimonio iba dirigido a Israel solamente. Y estando Israel bajo el yugo de los gentiles desde el tiempo de Nabucodonosor, llegaría hasta sus gobernantes.

Este testimonio iba a soliviantar una oposición que rompería todos los lazos familiares, así como despertaría un odio que no miraría las vidas de aquellos que hubieran sido más amados. Aquel que pese a todo resistiese hasta el final, sería salvo. No obstante, el caso era apremiante. Ellos no debían resistirse, pero si la oposición tomaba la forma de persecución, tenían que huir y predicar el evangelio en otro lugar, pues antes de que ellos hubieran ido por todas las ciudades de Israel el Hijo del Hombre habría de venir30. Tenían que anunciar el reino. Jehová, Emanuel, estaba allí, en medio de Su pueblo, y los principales del pueblo habían llamado al maestro de la casa Belzebú. Esto no había detenido Su testimonio, sino que matizó vivamente las circunstancias en que este testimonio tenía que ser rendido. Él los envió y les previno sobre este estado de cosas, para que mantuvieran este testimonio final entre Su pueblo amado tanto como fuera posible. Ello tuvo lugar en aquel momento, y es posible, si las circunstancias lo permiten, continuarlo hasta que el Hijo del Hombre venga a ejecutar juicio. Cuando esto ocurra, el maestro de la casa se habrá levantado para cerrar la puerta. El «hoy» del Salmo 91 habrá terminado. Siendo el objeto de este testimonio Israel en posesión de sus ciudades, es forzosamente interrumpido cuando ya no se encuentran en su tierra. El testimonio del reino venidero, dado en Israel por los apóstoles después de la muerte del Señor, es un cumplimiento de esta misión, hasta donde alcanzaba el testimonio rendido en la tierra de Israel. Pues el reino podría anunciarse para ser establecido mientras Emanuel estuviese sobre la Tierra. O bien podría serlo a causa del regreso de Cristo del cielo como lo anuncia Pedro en Hechos 3. Y esto podría tener lugar si Israel estuviera en la tierra, hasta el regreso de Cristo. Así, el testimonio puede reanudarse en Israel siempre que se hallen de nuevo en su tierra, y el poder espiritual sea enviado por Dios como requisito.

Al mismo tiempo, los discípulos tenían que compartir la propia posición de Cristo. Si llamaron al maestro de la casa Belzebú, más todavía a aquellos de Su familia. Pero no debían temer. Era la porción necesaria de aquellos que estaban del lado de Dios en medio del pueblo. Y no había nada oculto que no hubiera de ser revelado. Ellos mismos no tenían que contenerse de anunciar en los tejados de las casas todo lo que habían aprendido, pues todo había de ser traído a la luz. Su fidelidad a Dios en este sentido, así como otras cosas. Todo ello, a la vez que chocaba con las secretas intrigas de sus enemigos, tenía que definir por sí solo las sendas de los discípulos. Dios, el cual es luz, y ve en la oscuridad igual que en la claridad, iba a traer todo a la luz, pero ellos debían empezar a hacer lo mismo moralmente ahora. De esta manera no debían temer nada mientras realizaran esta obra, a menos que fuera a Dios mismo, el juez justo en los últimos tiempos. Además, los cabellos de su cabeza estaban contados. Eran apreciados por su Padre, al cual no le pasaba por alto la muerte de un gorrión. Y esto no podía suceder sin Aquel que era su Padre.

Finalmente, debían estar plenamente convencidos de que el Señor no había venido para traer paz sobre la Tierra; trajo división, incluso a los vínculos familiares. Cristo tenía que ser más apreciado que el padre o la madre, y más incluso que la vida misma. Aquel que quería salvar su vida a expensas de su testimonio de Cristo, la perdería; y aquel que quería perder su vida por causa de Cristo, la ganaría. Y también aquel que recibiera este testimonio, en la persona de los discípulos, recibía a Cristo, y, en Cristo, a Aquel que le envió. Dios, entonces, siendo así reconocido en las personas de Sus testigos sobre la Tierra, otorgaría a cualquiera que los recibiera un galardón de acuerdo al testimonio rendido. Reconociendo así el testimonio del Señor rechazado, fuera siquiera por un vaso de agua fría, aquel que lo daba no perdería su recompensa. En un mundo oponente, aquel que cree el testimonio de Dios, y recibe (a pesar del mundo) al hombre que lleva este testimonio, confiesa realmente a Dios, así como a Su siervo. Esto es todo lo que podemos hacer. El rechazo de Cristo constituía una prueba, una piedra de toque.

Desde ese momento hallamos el juicio definitivo de la nación, pero no como para ser abiertamente declarado (ello ocurre en el capítulo 12), ni por la interrupción del ministerio de Cristo, el cual produjo, no obstante la oposición de la nación, la reunión del remanente, y todavía el más importante efecto de la manifestación de Emanuel. Ello se evidencia en el carácter de Sus discursos, en las positivas declaraciones que describen la condición del pueblo, y en la conducta del Señor en medio de las circunstancias que hicieron que expresara las relaciones que Él sostenía hacia ellos.

 

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Referencias

1  Esta comisión fue dada desde la resurrección en Galilea; no desde el cielo o la gloria, sino desde cerca de Damasco. Volver a nota 1

2  Está escrito: «Porque Él salvará a Su pueblo», demostrando claramente el título de Jehová contenido en la palabra Jesús o Jehoshua. Esto es porque Israel era el pueblo del Señor, es decir, de Jehová. Volver a nota 2

3  La relación ampliada se da con más detalle en el Evangelio según Lucas, donde se traza su geneología hasta Adán; pero aquí es especialmente apropiado el título de Hijo del Hombre. Volver a nota 3

4  La estrella no guía a los magos desde su propio país hasta Judea. Le plació a Dios presentar este testimonio a Herodes y a los líderes del pueblo. Habiendo sido dirigidos por la palabra (el significado de la cual fue declarada por los principales sacerdotes y escribas, y según la cual Herodes les envió a Belén), ellos vuelven a ver la estrella que vieron en su propio país, la cual los conduce a la casa. Su visita también tuvo lugar un tiempo después del nacimiento de Jesús. No hay duda de que vieron la estrella por primera vez en el tiempo de Su nacimiento. Herodes hace sus cálculos según el momento de la aparición de la estrella, el cual conoció por medio de los magos. El viaje de los magos tuvo que durar un tiempo. El nacimiento de Jesús se relata en el capítulo 1. En Mateo 2:1 tendría que leerse: «Una vez nacido Jesús...», en tiempo pasado. También remarcaría aquí que las profecías del Antiguo Testamento se citan de tres maneras que no se deben confundir: «para que se cumpliese...» con una cita concreta que sigue, lo mismo pero sin cita concreta, y «se cumplió». El primer caso es el propósito de la profecía; un ejemplo es Mateo 1:22-23. El segundo caso es el cumplimiento contenido en el alcance de la profecía, pero no el único y completo pensamiento del Espíritu Santo; por ejemplo en Mateo 2:23. En el tercero es simplemente un hecho que corresponde con lo que se ha citado, que en su manera de citar se aplica al caso, sin ser su propósito concluyente. Un caso como este se encuentra en Mateo 2:17. No me consta que las dos primeras se distingan en nuestra traducción (inglesa). Confío en poder señalar concretamente la diferencia donde el significado lo requiera. Volver a nota 4

5  En el versículo 5, Cristo asume este título de Siervo. La misma sustitución de Cristo por Israel se encuentra en Juan 15. Israel era la vid traída de Egipto. Cristo es la vid verdadera. Volver a nota 5

6  Esta expresión se halla solamente en Mateo con relación especial a las dispensaciones y a las relaciones de Dios con los judíos. "El reino de Dios" es el nombre genérico. "El reino de los cielos" es el reino de Dios, pero el reino de Dios tomando este carácter de gobierno celestial. Veremos muy adelante este reino dividido en el reino de nuestro Padre y el reino del Hijo del Hombre. Volver a nota 6

7  Debemos recordar que, además de las promesas especiales a Israel y su llamamiento a ser el pueblo terrenal de Dios, ellos eran contemplados tan solo como hombres responsables a Dios bajo el conocimiento más pleno que Dios podía darles. Hasta el diluvio hubo un testimonio, pero ningunas relaciones dispensacionales o instituciones de Dios. Después del diluvio, en el nuevo mundo, el gobierno humano, el llamamiento y las promesas en Abraham, la ley, el Mesías, Dios venido en gracia, todo aquello que Dios podía hacer y hacía en perfecta paciencia era hecho, pero en balde para procurar el bien en la carne. Y ahora Israel era puesto aparte en la carne, y su carne era juzgada, la higuera maldita como árbol infructuoso, y el hombre de Dios, el segundo Adán, que bendecía mediante la redención, presentado en el mundo. En los tres primeros evangelios, como hemos visto, tenemos a Cristo presentado al hombre para que le recibiera; en Juan es el hombre e Israel los que son puestos aparte, y son introducidos los caminos soberanos de Dios en gracia y resurrección. Volver a nota 7

8  Viene a ser lo mismo que la conciencia de nuestra vaciedad. Él se anonadó, y conscientes de nuestra vaciedad nos hallamos nosotros con Él, siendo llenos al mismo tiempo de Su plenitud. Incluso cuando caemos, no es hasta que somos llevados a conocernos como realmente somos que hallamos a Jesús levantándonos de nuevo. Volver a nota 8

9  Al principio de Ezequiel, se dice en realidad que los cielos fueron abiertos; pero esto fue solamente en visión, como lo explica el profeta mismo. En aquel instante, era la manifestación de Dios en juicio. Volver a nota 9

10  Esto también se aplica a nosotros, cuando por gracia estamos en esta relación. Volver a nota 10

11  Es totalmente incorrecto hacer de Cristo la escalera. Él, como Jacob lo era, es el objeto del servicio y ministerio de los ángeles. Volver a nota 11

12  Necesitamos confianza para hallar el coraje para obedecer; pero la verdadera confianza se halla en el camino de la obediencia. Satanás podía usar la palabra con astucia, pero no podía desviar a Cristo el Señor de ella. Él la usa como la suficiente arma divina, y Satanás se queda sin respuesta. El tener una obediencia prohibida hubiera sido que se mostrara Satanás. En cuanto al lugar en que el Señor se hallaba dispensacionalmente, podemos destacar que el Señor siempre cita de Deuteronomio. Volver a nota 12

13  No debe existir otro motivo para la acción que la voluntad de Dios, la cual, para el hombre, tiene que ser hallada siempre en la Palabra; porque, en ese caso, cuando Satanás nos tienta a actuar, como siempre lo hace, por algún otro motivo, este motivo resulta estar en oposición a la Palabra que está en el corazón, y al motivo que lo gobierna, y por tanto es considerado como algo opuesto a él. Está escrito: “En mi boca he guardado mis dichos, para no pecar contra ti.” Esta es la razón por la cual es siempre importante, cuando dudamos, que nos preguntemos por qué motivo estamos siendo influenciados. Volver a nota 13

14  Un examen cuidadoso del Pentateuco mostrará que, a pesar de que los hechos históricos necesarios sean citados, el contenido del Éxodo, Levítico y Números son esencialmente típicos. El tabernáculo fue construido conforme al modelo mostrado en el monte (el modelo de las cosas celestiales); y no solamente las ordenanzas cerimoniales, sino los hechos históricos, como el apóstol expone con claridad, que acontecieron a ellos para figura, y están escritos para nuestra enseñanza. Deuteronomio da instrucciones para su conducta en la tierra; pero los tres libros mencionados, incluso donde están los hechos históricos, son típicos en su objeto. No sé si se ofreció un sacrificio después de que éstos fueran instituidos, a menos que quizá se ofrecieran los que eran oficiales (ver Hechos 7:42). Volver a nota 14

15  Llamada “el pueblo” en los Evangelios. Volver a nota 15

16  Podemos destacar aquí que Él abandona a los judíos y Jerusalén, como ya se ha observado, y Su lugar natural, por decirlo así, que le dio a Él Su nombre, Nazaret, y toma Su lugar profético. El arrojo de Juan en prisión era un signo de Su propio rechazo. Juan fue Su precursor, así como en Su misión, del Señor. Ver capítulo 17:12. El testimonio de Jesús es el mismo que el de Juan el Bautista. Volver a nota 16

17  Es notable que todo el ministerio del Señor sea resumido en un versículo (el 23). Todas las subsiguientes afirmaciones son hechos, que tienen una importancia moral especial, y los cuales muestran qué estaba cruzando entre el pueblo en gracia hacia Su rechazo, y no una historia propiamente derivada de ello. Esto sella el carácter de Mateo muy claramente. Volver a nota 17

  18  En el texto he dado una división que podría ser de ayuda para una aplicación práctica del Sermón del Monte. Con respecto a los temas contenidos en él, quizás podría, aunque la diferencia no es muy grande, estar dividido mejor de esta manera:

                Capítulo 5:1-16: contiene el cuadro completo del carácter y posición del remanente que recibió Sus instrucciones (su posición, como debería ser conforme a la mente de Dios). El cuadro es completo en sí mismo.

                Versículos 17-48: establecen la autoridad de la ley, la cual debería haber dirigido la conducta de los fieles hasta la introducción del reino; la ley que ellos habían de haber cumplido, así como las palabras de los profetas, para que ellos (el remanente) fueran puestos en este nuevo terreno; y el menosprecio de la cual excluiría del reino a quienquiera que fuera culpable de ella; porque Cristo está hablando, no en el reino, sino anunciando que éste se acercaba. Pero, al tiempo que estableciendo de este modo la autoridad de la ley, continúa con los dos grandes elementos del mal, considerados en la ley solamente como actos exteriores, violencia y corrupción, y juzga el mal en el corazón (22, 28), con gran ahínco para que saliera de Sus discípulos, y su estado del alma (aquel estado que tenía que caracterizarlo y cada ocasión de éste, mostrando así cuál tenía que ser la conducta de ellos como tales). Entonces el Señor retoma ciertas cosas que Dios había soportado en Israel, y preceptuadas conforme a lo que ellos podían soportar. Así era traído a la luz de un verdadero juicio moral el divorcio (el casamiento siendo la base divina de toda relación humana), y el jurar u ofrecer votos, la acción de la voluntad del hombre relacionado con Dios; la paciencia del mal, y la plenitud de la gracia, Su propio bendito carácter, que conllevaba el título moral de lo que era Su vivo lugar (hijos de su Padre que estaba en los cielos). En vez de debilitar aquello que Dios demandaba bajo la ley, Él no solamente iba a observarlo hasta su consumación, sino que Sus discípulos habían de ser perfectos así como su Padre que está en los cielos era perfecto. Esto añade la revelación del Padre al caminar moral y al estado que convenía al carácter de hijos tal como fue revelado en Cristo.

                Capítulo 6: tenemos los motivos, el objeto, los cuales debían gobernar el corazón al hacer buenas obras, al vivir una vida religiosa. Su ojo debía estar puesto sobre su Padre. Esto es personal.

                Capítulo 7: este capítulo se ocupa esencialmente de la relación apta entre Su propio pueblo y los demás (sin juzgar a sus hermanos y sí desconfiar de los profanos). Luego Él les exhorta a que confiaran cuando pidieran a su Padre por sus necesidades, y les instruye que actuasen hacia los demás con la misma gracia que gustarían de ver reflejada sobre ellos. Esto está fundamentado sobre el conocimiento de la bondad del Padre. Finalmente, les exhorta a exhibir la energía que les permitía entrar por la puerta estrecha, y escoger el camino de Dios, costase lo que costase (pues muchos gustarían de entrar en el reino, pero no por esa puerta); y les previene contra aquellos que intentarían engañarlos fingiendo que tenían la Palabra de Dios. No es de nuestros corazones solamente que deberíamos desconfiar, y del mal positivo, cuando siguiéramos al Señor, sino también de los ardides del enemigo y de sus agentes. Pero sus frutos iban a delatarlos. Volver a nota 18

19  Es importante, sin embargo, reiterar que no existe una espiritualización de la ley, como a menudo se dice. Los dos grandes elementos de la inmoralidad entre los hombres son considerados (violencia y corrupción), a los cuales son añadidos votos voluntarios. En éstos, las exigencias de la ley y lo que Cristo demandaba son contrastados. Volver a nota 19

20  Debemos recordar siempre que, mientras que Israel tiene dispensacionalmente una gran importancia como el centro del gobierno divino de este mundo, moralmente Israel no dejaba de ser el hombre donde todos los caminos y relaciones de Dios habían sido llevados a cabo para traer su estado a la luz. El gentil era el hombre abandonado a sí mismo en lo que se refiere a los caminos especiales de Dios, y por ello no revelados. Cristo era una luz (eis apokalypsen ethnon) para revelar a los gentiles. Volver a nota 20

21  Los caracteres pronunciados en las bienaventuranzas pueden ser definidos brevemente. Dan por supuesto el mal en el mundo, y entre el pueblo de Dios. El primer carácter no busca grandes cosas para el yo, aceptando un lugar despreciativo en una escena contraria a Dios. De ello que la lamentación es lo que los caracteriza aquí, y la mansedumbre, una voluntad que no se eleva en contra de Dios, ni para mantener su posición o derechos. Luego está el bien positivo ansiado, pues todavía no ha sido hallado; a partir de ahí, el hambre, y luego la sed; tal es el estado interior y actividad de la mente. Después, la gracia hacia los demás. Más tarde, la pureza de corazón, la ausencia de lo que desplaza a Dios; y, lo que está siempre relacionado con ello, la pacificación y el hacimiento de paz. Pienso que hay un progreso moral en los versículos, conduciendo uno al siguiente como efecto de ello. Los dos últimos son consecuencias de querer mantener una buena conciencia y relación con Cristo en un mundo de maldad. Hay dos principios de sufrimiento, como en 1 Pedro, por causa de la justicia y del nombre de Cristo. Volver a nota 21

22  Aquellos que sean dados muerte irán al cielo, como Mateo 5:12 lo testifica, y el Apocalipsis también. Los otros, que son así conformados a Cristo como judío sufriente, estarán con Él sobre el Monte Sión; aprenderán el cántico que se canta en el cielo, y seguirán al Cordero dondequiera que Él fuere (sobre la Tierra). Podríamos también resaltar aquí que en las bienaventuranzas hay la promesa de la Tierra para los mansos, la cual será literalmente consumada en los últimos tiempos. En el versículo 12, un galardón en el cielo es prometido a aquellos que sufrirán por Cristo, cierto para nosotros ahora, y de algún modo para aquellos que serán matados por causa de Su nombre en los últimos tiempos, y los cuales tendrán su lugar en el cielo aunque sean éstos una parte del remanente judío, y no la asamblea. Lo mismo encontramos en Daniel 7: solamente, observad, son los tiempos y las leyes los que serán entregados en manos de la bestia, no los santos. Volver a nota 22

23  Es decir, el del Padre. Comparar Mateo 13:43. Volver a nota 23

24  La ley es la norma perfecta para un hijo de Adán, la norma o medida de lo que debería ser, pero no de la manifestación de Dios en gracia como Cristo lo era, en lo cual Él es nuestro modelo (una llamada justa a amar a Dios y a caminar en el cumplimiento del deber en las relaciones con Él, pero no una imitación de Dios; caminando en amor, como Cristo nos amó y se dio a Sí mismo por nosotros). Volver a nota 24

25  Los milagros de Cristo tenían un carácter peculiar. No eran meramente actos de poder, sino que eran todos ellos poder de Dios visitando este mundo en bondad. El poder de Dios había sido mostrado frecuentemente de modo especial, desde Moisés, pero a menudo en juicio. Pero los milagros de Cristo eran todos la liberación de los hombres de las maléficas consecuencias que el pecado había introducido. Había una excepción, la maldición de la higuera, pero ésta era una sentencia judicial sobre Israel, es decir, el hombre bajo el antiguo pacto en donde había gran apariencia, pero ningún fruto. Volver a nota 25

26  Incluyo aquí algunas notas de los manuscritos, tomadas cuando leía Mateo, pues esto fue escrito como arrojando, creo, luz sobre la estructura de este Evangelio. Mateo 5 al 7 ofrece el carácter necesario para la entrada en el reino, el carácter que tenía que distinguir al remanente aceptado; Jehová, estando ahora en el camino con la nación hacia el juicio. Los capítulos 8 al 9 ofrecen el otro aspecto –gracia y bondad venidas, Dios manifestado, Su carácter y hechos, esa cosa nueva que no podía ser metida en odres viejos– bondad en poder, pero rechazada, el Hijo del Hombre (no el Mesías), quien no tenía dónde recostar Su cabeza. El capítulo 8 ofrece la intervención con poder bajo una bondad temporal. De ahí, bajo la bondad, se continúa más allá de Israel, puesto que trata en gracia con lo que fue excluido del campamento de Dios en Israel. Se habla además del poder sobre el poder satánico, sobre la enfermedad y sobre los elementos, y ello tomando la carga sobre Sí mismo, pero bajo un rechazo consciente. El capítulo 8:17-20 nos lleva a Isaías 53:3, 4, y al estado de cosas que llamaban a un total seguimiento tras Él, abandonando todo. Esto nos conduce al triste testimonio de que, si el poder divino expele el de Satanás, la presencia divina manifestada en aquél es insoportable para el mundo. La figura del hato de cerdos prefigura a Israel. El capítulo 9 provee el lado religioso de Su presencia en gracia, el perdón, y el testimonio de que Jehová estaba allí conforme al Salmo 103, pero llamando a pecadores, no a justos. Y esto era especialmente lo que no se adaptaba a los odres viejos. Para acabar, este capítulo, prácticamente, salvo la paciencia de la bondad, cierra la historia. Él vino para salvar la vida de Israel. Había realmente muerte cuando Él vino: sólo que, donde había fe en medio de la muchedumbre agolpada, había también curación. Los fariseos muestran la blasfemia de los líderes: solamente la paciencia de la gracia subsiste aún, llevada a cabo hacia Israel en el capítulo 10, pero son hallados incorregibles en el capítulo 11. El Hijo revelaba al Padre, y esto es lo que permanece y da descanso. El capítulo 12 despliega totalmente el juicio y el rechazo de Israel. El capítulo 13 presenta a Cristo como sembrador, no buscando fruto en Su viña, y la forma real del reino de los cielos. Volver a nota 26

27  Aquel que tocaba a un leproso se volvía impuro; pero el Bendito vino tan cerca del hombre que quitó la impureza sin contraerla. El leproso conocía Su poder, pero no estaba seguro de Su bondad. «Quiero» la declaró, pero con un título que solamente el Señor puede decir: «Quiero». Volver a nota 27

28  En aquel entonces Satanás será atado y el hombre liberado por el poder de Cristo. Ya había liberaciones parciales de esta clase. Volver a nota 28

29  Hay una división del discurso del Señor en el versículo 15. Hasta ahí, es la misión actual del momento. A partir del versículo 16, tenemos reflexiones más generales sobre la misión de ellos, vista generalmente en medio de Israel hasta el final. Evidentemente que va más allá de su misión actual de entonces, y supone la venida del Espíritu Santo. La misión por la cual la Iglesia es llamada como tal y como algo distinto. Esto se aplica solamente a Israel, quienes fueron impedidos de ir a los gentiles. Esto concluyó forzosamente con la destrucción de Jerusalén y la dispersión de la nación judía, pero que va a ser renovada al final, hasta que el Hijo del Hombre haya venido. Había un testimonio solamente a los gentiles, presentado ante ellos como jueces, como lo fue Pablo, y esta parte de su historia ya hasta Roma en Hechos, ocurrió entre los judíos. La última parte, a partir del versículo 16, tiene menos que ver con el evangelio del reino. Volver a nota 29

30  Obsérvese aquí la expresión «Hijo del Hombre». Éste es el carácter en el cual (según Dan. 7) el Señor vendrá en un poder y gloria mucho mayores que aquellos bajo los que se manifestó como Mesías, el Hijo de David, y que manifestará dentro de una esfera más amplia. Como el Hijo del Hombre, Él es el heredero de todo lo que Dios destina al hombre (ver Heb. 2:6-8 y 1 Cor. 15:27). En consecuencia, y en vista de la condición del hombre, Él debe sufrir para poder poseer esta herencia. Él estaba allí como el Mesías, pero debía ser recibido en Su verdadero carácter, Emanuel; y los judíos debían ser sometidos moralmente a prueba. Él no poseerá el reino sobre principios carnales. Rechazado como Mesías, como Emanuel, pospone el período de aquellos acontecimientos que concluirán el ministerio de Sus discípulos con respecto a Israel, a Su venida como el Hijo del Hombre. Entretanto, Dios ha producido otro estado de cosas que habían estado ocultas desde la fundación del mundo, la verdadera gloria de Jesús el Hijo de Dios, Su gloria celestial como Hombre y la Iglesia unida a Él en el cielo. El juicio de Jerusalén, y la diáspora de la nación, han suspendido el ministerio que había comenzado en el momento en que el evangelista habla aquí. Aquello que ha ocupado el intervalo desde entonces, no es el asunto a tratar en el discurso del Señor, el cual solamente se refiere al ministerio que tenía como objeto a los judíos. Los consejos de Dios con respecto a la Iglesia, en relación con la gloria de Jesús a la diestra de Dios, los veremos referidos más adelante. Lucas nos dará más detalles concernientes al Hijo del Hombre. En Mateo, el Espíritu Santo nos ocupa con el rechazo de Emanuel  Volver a nota 30