— EL EVANGELIO SEGÚN MARCOS — 

INTRODUCCIÓN

Este Evangelio según San Marcos tiene un carácter que difiere en ciertos aspectos de todos los demás. Cada Evangelio, tiene su propio carácter; cada uno se ocupa de la Persona del Señor bajo un diferente punto de vista: como Persona divina, el Hijo de Dios; como el Hijo del Hombre; como el Hijo de David, el Mesías presentado a los judíos, Emanuel. Pero Marcos no se ocupa de ninguno de estos títulos. Es el Siervo el que hallamos aquí –y en particular Su servicio presentando la Palabra–, el servicio activo de Cristo en el evangelio. La gloria de Su Persona divina, a decir verdad, se destaca en todo Su servicio, y, por así decirlo, sin quererlo, de modo que Él obvia sus consecuencias. Pero el servicio es el asunto del libro. Sin duda que veremos desarrollarse el carácter de Su enseñanza –y consecuentemente, la verdad que se deshace de las formas judaicas bajo las que había sido sostenida–, así como el relato de Su muerte, de la que todo dependía para la fundación de la fe. Pero aquello que distingue este Evangelio es el carácter de servicio y de Siervo que van unidos en la vida de Jesús –la obra que Él vino a consumar personalmente mientras vivía sobre la Tierra. Por esta razón, la historia de Su nacimiento no se encuentra en Marcos. Se abre con el anuncio del comienzo del evangelio. Juan el Bautista es el heraldo, el precursor, de Aquel que trajo estas buenas nuevas al hombre.

 

CAPÍTULO 1

El mensaje es nuevo, cuando menos en el carácter absoluto y completo que asume, y en su aplicación directa e inmediata. No eran los privilegios judíos los que debían ser obtenidos con el arrepentimiento y el retorno hacia el Señor. Éste venía conforme a Su promesa. Para preparar Su camino delante de Él, Juan predicaba el arrepentimiento para la remisión de pecados. Esto era lo que ellos necesitaban: la remisión de pecados para los penitentes era lo verdaderamente importante, el objeto formal de la misión de Juan.

El arrepentimiento y la remisión de pecados se refieren claramente a la responsabilidad del hombre, aquí de Israel, en su estado natural con Dios; y clarificando esto relativamente respecto al estado del hombre para con Dios, le cualifican moral y responsablemente para el recibimiento de la bendición propuesta –moralmente, en que él juzga los pecados como en principio hace Dios, y de manera responsable, tanto en cuanto que Dios los perdona todos. De ahí que la remisión sea forzosamente una necesidad actual. Hay un perdón gubernativo así como uno de justificativo, pero el principio es el mismo, y este último es la base del primero. Solamente donde es gubernativo, puede ir acompañado de varios tratos de Dios, sólo que el pecado ya no es imputado en cuanto a la relación actual con Dios. Acerca de la justificación, esto es verdadero en esencia. En el perdón justificativo, como en Romanos 4, mostrando mediante el uso del Salmo 32 el carácter común de no imputación, se fundamenta la obra de Cristo, de ahí que sea absoluto e inmutable. El pecado no es imputado y nunca podrá serlo, porque la obra está hecha y consumada, la cual lo aleja de la vista de Dios. Siendo esto eterno, absoluto e inmutable en sí mismo, es también la base de todos los tratos de Dios con el hombre en gracia. La gracia reina a través de la justicia. Hebreos 9 y 10 desarrollan esto, donde la conciencia y el retorno hacia Dios, y ello dentro del santuario, son considerados. Lo mismo sucede con Romanos 3 al 5, donde la cuestión es judicial, un asunto de juicio, ira y justificación. Es la base de las bendiciones, no la meta, grande como pueda serlo –paz con Dios y reconciliación. Aquí hallamos el terreno de todas las bendiciones que Israel tendrá con el nuevo pacto –fundado en la muerte de Cristo–, pero al ser Éste rechazado, aquellos que creyeron entraron dentro de mejores bendiciones celestiales. En Éxodo 32: 14, 34, tenemos el perdón gubernativo, no el justificativo. En el caso del grave pecado de David, le fue perdonado cuando lo reconoció, su iniquidad fue quitada, pero el severo castigo iba aparejado en este perdón porque había dado ocasión a los enemigos del Señor para que blasfemaran. La gloria de Dios en justicia tenía que ser vindicada ante el mundo (2 S 12:12, 14).

Aquí se hallaba una propuesta de un presente perdón para Israel, el cual será cumplido en los últimos tiempos. Y después, como su largo rechazo habrá culminado en perdón gubernativo, ellos serán asimismo en última instancia, por la muerte de Cristo y el derramamiento de sangre, perdonados y justificados para el gozo de las promesas bajo el nuevo pacto (Comparar Hechos 3).

Los profetas, de hecho, habían anunciado el perdón si el pueblo se volvía al Señor; pero aquí hallamos el presente objeto del discurso. El pueblo salía como sin sentirse afectado por nada, pero al menos su conciencia fue removida; y por grande que fuese el orgullo de sus líderes, el sentimiento de la condición de Israel era discernido por el pueblo tan pronto como había algo que, fuera de la rutina de la religión, actuaba en el corazón y en la conciencia –es decir, cuando Dios hablaba. Ellos confesaron sus pecados. Quizás se tratara solamente de la conciencia natural para algunos, que no fuese realmente una obra vivificadora la que estuviera realizándose; pero era efectuada de todos modos sobre el testimonio de Dios.

Juan, resueltamente separado del pueblo, y viviendo aparte del contacto social, anuncia a otro más poderoso que él, cuya correa del calzado no era capaz de desatar. Él no iba a predicar solamente el arrepentimiento aceptado por el bautismo del agua, sino que daría el Espíritu Santo y poder a aquellos que recibieran Su testimonio. Nuestro Evangelio pasa a ocuparse rápidamente del servicio de Aquel que Juan declaró. Presenta sucintamente lo que le introduce a Él en este servicio.

El Señor toma Su lugar entre los penitentes de Su pueblo, y, sometiéndose al bautismo de Juan, ve el cielo abierto a Él y al Espíritu Santo descendiendo como paloma sobre Su cabeza. El Padre le reconoce como su Hijo sobre la Tierra, en quien está bien complacido. Luego es llevado por el Espíritu Santo al desierto para padecer la tentación de Satanás durante cuarenta días; vive con las fieras, y los ángeles ejercen su ministerio hacia Él. Aquí vemos toda Su posición –el carácter que el Señor asume sobre la Tierra– todas sus características y relaciones con lo que le envuelve, resumidas en estos dos o tres versículos. Fueron dadas con detalle en Mateo.

Después de esto, Juan desaparece de la escena para dar lugar al ministerio público de Cristo, de quien él sólo era el heraldo. Y Cristo mismo aparece en el lugar de testimonio, declarando que el tiempo se había cumplido; que no se trataba ahora de profecías ni de tiempos venideros, sino de que Dios iba a establecer Su reino y que ellos deberían arrepentirse recibiendo las buenas nuevas que les eran anunciadas en aquel mismo instante.

Nuestro evangelista pasa1 inmediatamente a ocuparse de todos los aspectos del servicio de Cristo. Habiendo presentado al Señor emprendiendo el servicio público que invitaba a los hombres a recibir las buenas nuevas como algo actual –el tiempo de la consumación de los caminos de Dios ya venido–, le exhibe invitando a otros a cumplir esta misma obra en Su nombre, siguiéndole. Su Palabra no tiene efectos errados: aquellos a quienes llama, abandonan todo y le siguen2. Entra en la ciudad para enseñar sobre el sábado. Su Palabra no consiste de argumentos que evidencian la inseguridad del hombre, sino que se presenta con la autoridad de Uno que conoce la verdad que anuncia –autoridad que realmente es la de Dios, que puede comunicar la verdad. Habla también como Uno que la posee; y Él ofrece pruebas de que la posee. La Palabra, que se presenta así a los hombres, tiene poder sobre los demonios. Había allí un hombre poseído por un espíritu maligno. Este espíritu dio testimonio, sin pretenderlo, de Aquel que hablaba, y cuya presencia le era insoportable. Pero la Palabra que le despertó tenía poder para echarle fuera. Jesús le reprende ordenándole dejar en paz al hombre y salir de él. El espíritu maligno, tras manifestar la realidad de su presencia y su malignidad, se rinde y se marcha del hombre. Tal era el poder de la Palabra de Cristo. No es extraño que la fama de este hecho se diseminara por todo el país; pero el Señor continúa Su senda de servicio allí donde se requería la obra. Él entra en casa de Pedro, cuya suegra yacía enferma de fiebre. La cura inmediatamente, y cuando el sábado había acabado, le traen a Él a todos los enfermos. Siempre dispuesto a servir –¡precioso Señor!–, los sana a todos.

Pero el Señor no obraba rodeándose de una multitud. Por la mañana, poco después del crepúsculo, se adentra en el desierto para orar. Tal era el carácter de Su servicio –realizado en comunión con Su Dios y Padre, y dependiendo de Él. Se va solo a un lugar solitario. Los discípulos le encuentran y le dicen que todos le buscan; pero Su corazón está ocupado con Su obra. El deseo general no le hace volver. Sigue en Su camino para consumar la obra que le fue dada a hacer –predicando la verdad entre el pueblo; pues éste era el servicio al que Él se entregó.

Aunque dedicado a Su servicio, Su corazón no se compungió por la preocupación, pues estaba siempre con Dios. Un pobre leproso acudió a Él, reconociendo Su poder, e inseguro de Su voluntad y del amor que ejercía ese poder. Esta temible enfermedad no sólo dejaba al hombre incomunicado, sino que contaminaba a todo aquel rozaba siquiera al paciente. Pero nada detenía a Jesús en el servicio al que le empujaba Su amor. El leproso era desdichado, un proscrito de sus semejantes y de la sociedad, además de excluido de la casa de Jehová. Pero el poder de Dios estaba presente. El leproso debía tranquilizarse en cuanto a la buena voluntad en la que su abatido corazón no podía creer. ¿A quién podía importarle una criatura como él? Tenía fe en el poder que había en Cristo, pero los pensamientos acerca de sí mismo le velaban la profusión del amor que le había visitado. Jesús extendió Sus manos y le tocó.

El más humilde de los hombres tuvo contacto con el pecado, y con lo que era señal del mismo, y lo disipó; el Hombre, quien en el poder de Su amor tocó al leproso sin contaminarse, era el solo Dios que podía quitar la lepra que afligía al que la tenía con la miseria y el destierro.

El Señor habla con una autoridad que expresa al instante Su amor y Su divinidad: «Quiero, ¡queda limpio!» Aquí estaba el amor del que dudaba el leproso, la autoridad del solo Dios que tenía derecho a decir: Quiero. El resultado siguió a la expresión de Su voluntad. Éste es el caso cuando habla Dios. ¿Y quién curaba la lepra salvo Jehová sólo? ¿Era Él Aquel que había descendido lo bastante para tocar a este ser contaminado que contagiaba a otros que se le acercaban? Sí, el único, pero era Dios el que había descendido, el amor que había llegado tan abajo, y el cual, de esta manera, se mostraba poderoso para cada uno que confiaba en este amor. Era la pureza incólume en potencia, la cual podía por tanto ministrar en amor a los más ruines, y en efecto lo hizo. Él vino hasta el hombre mancillado, no para contraer su enfermedad, sino para quitarla. Él tocó al leproso en gracia, pero la lepra fue quitada.

Se ocultó de las ovaciones humanas, y ordenó al hombre que había sido sanado acudir a los sacerdotes según el rito de Moisés. Pero esta obediencia a la ley daba testimonio, de hecho, de que Él era Jehová, pues sólo Jehová, bajo la ley, purificó soberanamente al leproso. El sacerdote era sólo el testigo de que así había sido. Siendo oído el milagro fuera de la provincia, y que atraía a la multitud, insta a Jesús a marcharse al desierto.

 

CAPÍTULO 2

Más tarde, nuevamente entraba Él en la ciudad y de pronto se congregó toda una multitud. ¡Qué imagen más dinámica de la vida de servicio del Señor! Les predicó. Éste era Su servicio y Su objeto (véase el cap. 1:38). Pero de nuevo, al entregarse de pleno al humilde cumplimiento de este servicio como le había sido encomendado, Su mismo servicio, Su amor –¿pues quién sirve como Dios cuando Él se digna en hacerlo?–, presentan Sus derechos divinos. Él conocía la verdadera fuente de todos estos males, y podía introducir sus remedios. «Tus pecados te son perdonados», dijo Él al pobre paralítico de fe victoriosa en las dificultades, el cual le fue traído. Esta perseverancia de fe es alimentada por el sentimiento de necesidad, y por la seguridad de que se hallará el poder en Aquel que es buscado. Para el razonamiento de los escribas, Él les dio una respuesta que silenciaba a todos los que pensaban negativamente. Ejerció el poder que le autorizaba pronunciar el perdón del pobre sufriente3. La murmuración de los escribas pusieron en doctrinal evidencia quién estaba allí. En cuanto al veredicto de los sacerdotes, que declaran limpio al leproso, pusieron el sello de su autoridad sobre la verdad de que Jehová, el sanador de Israel, estaba allí. Aquello que Jesús lleva a cabo es Su obra, Su testimonio. El efecto es manifestar que Jehová está allí, y que ha visitado a Su pueblo. Es el Salmo 103 el que se cumple, con respecto a los derechos y la revelación de la Persona de Aquel que obró.

Jesús deja la ciudad; el pueblo se agrupa en torno a Él, y de nuevo les enseña. El llamamiento de Leví propicia la ocasión para una nueva trayectoria de Su ministerio. Él vino a llamar a pecadores, y no a justos. Después de esto, les cuenta que no podía introducir la nueva energía divina, desplegada en Sí mismo, en las viejas formas del fariseísmo. Y había otra razón para ello: la presencia del Esposo. ¿Cómo podían los invitados a la boda ayunar mientras el novio estuviera con ellos? Aquél les sería quitado, y entonces sería el momento de ayunar. Continúa insistiendo en la discordancia entre los viejos recipientes judíos y el poder del evangelio. Éste iba a subvertir el judaísmo, al cual procuraban someterse ellos. Lo que tuvo lugar cuando los discípulos se dirigieron a los campos de trigo, confirma esta doctrina.

La ordenanzas perdieron su autoridad en presencia del Rey asignado por Dios, rechazado y peregrino sobre la Tierra. Además, el sábado –una señal del pacto entre Dios y los judíos– fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Como Hijo de David rechazado, los preceptos perdieron su fuerza, y se supeditaron a Él. Como Hijo del Hombre poseedor –a los ojos de Dios– de todos los derechos que Dios había otorgado a los hombres, Él era el Señor del sábado, el cual fue creado para el hombre. En principio, las cosas viejas habían pasado. Pero esto no es todo. Eran de hecho las cosas nuevas de la gracia y el poder, que no admitían el antiguo orden de cosas. Pero la pregunta era si Dios podía actuar en gracia, y ofrecer la bendición, soberanamente, sobre Su pueblo –si tenía que someterse a la autoridad de los hombres mientras éstos se aprovechaban de Sus preceptos en contra de Su bondad, o bien actuaba en bondad conforme a Su propio poder y amor que estaban por encima de todo. ¿Tenía el hombre que poner límites a la operación de la bondad de Dios? Esto, al decir verdad, era el vino nuevo que el Señor llevó al hombre.

 

CAPÍTULO 3

Tal fue la pregunta suscitada en la sinagoga en ocasión del hombre que tenía la mano seca. El Señor lo declaró públicamente ante la conciencia de ellos, pero ni su corazón ni su conciencia le respondieron; y Él actuó en Su servicio de acuerdo a la bondad y derechos de Dios, curando al hombre4. Los fariseos y sus enemigos, los herodianos –pues todos estaban en contra de Dios y unidos en este asunto– consultaron unánimes sobre la manera como podían destruir a Cristo. Jesús se fue a la costa5. Allí le siguió la multitud, a causa de todo lo que Él hizo, así que se vio obligado a proveerse de un bote para alejarse un poco del gentío. Los espíritus estaban sujetos a Él, forzados a reconocer que Él es el Hijo de Dios; pero Él les prohíbe que le delaten.

 

El servicio en predicación y en la búsqueda de almas, entregándose Él a todos y mostrándoles por Sus hechos ser el poseedor del poder divino, y ocultándose de la curiosidad de los hombres, para cumplir, alejado de sus aclamaciones, el servicio que había emprendido: tal fue Su vida humana sobre la Tierra. El amor y el poder divinos se revelaron en el servicio que el amor le indujo a llevar a cabo, y en el cumplimiento de aquello con que ese poder era ejercitado. Pero esto no podía circunscribirse al judaísmo, por mucho que el Señor estuviera sujeto a las ordenanzas de Dios dadas a los judíos.

 

Pero Dios, siendo así manifestado, la oposición carnal del hombre pronto se manifiesta6. Aquí entonces, acaba la descripción del servicio de Cristo, y su resultado es patente. Este resultado será desarrollado en lo sucesivo, tanto con respecto a la iniquidad del hombre como a los consejos de Dios. Entretanto, el Señor asignó a doce de Sus discípulos para que le acompañasen y salieran a predicar en Su nombre. Él no podía solamente realizar milagros, sino también comunicar a los demás el poder para realizarlos, y esto por vía de autoridad. Regresó a la casa, y la multitud volvió a reunirse. Los pensamientos del hombre aquí se manifestaron al mismo tiempo que los de Dios. Sus amigos le buscaron como uno que estaba a Su lado. Los escribas, poseyendo la influencia de hombres sabios, atribuyeron a Satanás un poder que no podían negar. El Señor les respondió mostrándoles que generalmente podían perdonarse todos los pecados; pero el de reconocer el poder y atribuirlo al enemigo antes que a Aquel que lo manifestó, no era ocupar el lugar de la incredulidad ignorante sino el de adversarios, blasfemando así contra el Espíritu Santo –esto era un pecado imperdonable. El «hombre fuerte» estaba allí, pero Jesús era más fuerte que él, pues echó fuera a los demonios. ¿Se atrevería Satanás a arruinar su propia casa? El hecho de que el poder de Jesús se manifestara de esta manera, los dejaba sin excusa. El «hombre fuerte» de Dios había venido entonces: Israel le rechazó; y por lo que hace a sus líderes, blasfemando contra el Espíritu Santo acarreaban sobre sí mismos una desesperada condenación. Por lo tanto, el Señor distingue inmediatamente al remanente que recibió Su palabra de todas las relaciones naturales que Él tenía con Israel. Su madre o Sus «hermanos» son los discípulos que permanecen a Su lado, y los que hacen la voluntad de Dios. Esto dejó de lado a Israel en ese momento.

 

CAPÍTULO 4

Esto presenta el verdadero carácter y resultado de Su propio servicio, y toda la historia del servicio que debía cumplirse para un futuro más distante; así como la responsabilidad de Sus discípulos con respecto a la parte que tendrían en ello. Y la tranquilidad del que confiaba en Dios mientras obraba de este modo; y la justa confianza de la fe, así como el poder que la sostenía.

Todo el carácter de la obra en ese momento, y hasta el regreso del Señor, es descrito en este cuarto capítulo.

El Señor retoma en esto Su habitual obra de instrucción, pero en relación con el curso que acababa de tomar en sus relaciones con los judíos. Él siembra. Ya no buscaba fruto en Su viña. En el versículo 11, vemos que la diferencia entre los judíos y Sus discípulos queda marcada. A estos últimos les fue dado el conocer el misterio del reino, pero a aquellos que estaban fuera de todas estas cosas, se les daba en parábolas. No voy a repetir las observaciones que hice al hablar del contenido de estas parábolas en Mateo. Pero lo que viene ahora en el versículo 21, pertenece en esencia al Evangelio de Marcos. Hemos visto que el Señor estaba ocupado en predicar el evangelio del reino, y Él encomendó la predicación de este evangelio a otros también. Él era un sembrador, y sembraba la Palabra. Éste era Su servicio, y asimismo el de ellos. ¿Pero puede ocultarse una candela? Nada debía quedar escondido. Si el hombre no manifestaba la verdad que recibía de Dios, Él pondría de manifiesto todas las cosas. Que cada uno escuchase lo que Él decía.

En el versículo 24, aplica este principio a Sus discípulos. Debían prestar atención a lo que oían, pues Dios actuaría con ellos según su fidelidad en la administración de la Palabra confiada a ellos. El amor de Dios envió la Palabra de gracia y del reino a los hombres, a fin de que les llegara a la conciencia, lo cual era el objetivo del servicio confiado a los discípulos. Cristo se lo comunicó, y ellos tenían que darlo a conocer a los demás en toda su plenitud. Según la medida con la cual ellos diesen libre curso a este testimonio de amor –conforme al don que habían recibido–, así les sería medido en el gobierno de Dios. Si oían lo que Él les había comunicado, recibirían más; pues, como regla general, aquel que se apropiaba de lo que oía, obtendría aún más; y de aquel que no se guardaba estas cosas para sí, le sería quitado.

El Señor luego les muestra cómo debía ser todo respecto a Sí mismo. Él había sembrado, y del mismo modo que la semilla germina y crece sin ninguna acción de parte del sembrador, así Cristo haría que el evangelio se difundiera en el mundo sin poner de por medio ninguna vía alternativa, siendo el carácter peculiar del reino que el Rey no estaba allí. Pero cuando llega el tiempo de la recolección, el sembrador es llamado de nuevo a actuar. Así debía ser con Cristo, pues Él volvería para cuidarse de la cosecha. Él se ocupó personalmente de la siembra y de la siega. En el intervalo, todo seguiría aparentemente abandonado a sí mismo, sin realmente interferir el Señor en Persona.

El Señor emplea otra analogía para describir el carácter del reino. La pequeña semilla que sembró devendría un gran sistema, muy exaltado en la Tierra, capaz de ofrecer protección temporal a aquellos que se refugiaran en él. Así tenemos la obra de la predicación de la Palabra; la responsabilidad de los obreros a quienes el Señor la confiaría durante Su ausencia; Su propia acción en el principio y en el final, en épocas de siembra y de siega, y la formación de un gran poder terrenal como el resultado de la verdad que Él reveló, y que creó un pequeño núcleo alrededor de Él.

Una parte de la historia de Sus seguidores tenía que ser mostrada todavía. Deberían hallar muchas serias dificultades en su camino. El enemigo causaría una tormenta contra ellos. Por lo visto, Cristo no prestó atención a su situación. Ellos le llamaron y le despertaron gritando, a lo que Él respondió en gracia. Él habla al viento y al mar, y se produce grande calma. Al mismo tiempo reprende su incredulidad. Deberían haber contado con Él y con Su poder divino, y no haber pensado que Él hubiera sido engullido por las olas. Deberían haber recordado su propia relación con Él –los cuales, por gracia, estaban asociados con Él. ¡Qué tranquilidad la suya! La tormenta no le molestaba. Entregado a Su obra, se tomó un descanso en el momento cuando el servicio no requirió Su actividad. Descansó durante la travesía. Su servicio le facilitó circunstancialmente aquellos momentos arrebatados de la labor. Su divina tranquilidad, la cual no conocía temor, le permitió dormir durante la tormenta. No ocurrió lo mismo con los discípulos, quienes, olvidando Su poder, inconscientes de la gloria de Aquel que estaba con ellos, sólo pensaron en sí mismos, como si Jesús los hubiera olvidado. Una palabra de Su parte manifestó en Él al Señor de la creación. Éste es el verdadero estado de los discípulos cuando Israel es puesto aparte. Se origina la tormenta, y Jesús parece no inmutarse. La fe debería ahora haber reconocido que ellos estaban con Él en el mismo bote. Es decir, si Jesús deja crecer hasta la siega la semilla que ha sembrado, Él está, no obstante, en el mismo barco, y comparte, no por eso menor, la suerte de Sus seguidores, o más bien son ellos los que comparten la de Él. Los peligros eran aquellos en los que se desenvolvían Él y Su obra. Es decir, que no existía realmente ninguno. Y qué grande fue la manifestación de la incredulidad. ¡Pensar que viniendo el Hijo de Dios al mundo para cumplir la redención y los establecidos propósitos de Dios, que a los ojos de los hombres, por una tormenta accidental Él y toda Su obra fueran a hundirse inesperadamente en el lago! Nosotros estamos, bendito sea Su nombre, en el mismo bote con Él. Si el Hijo de Dios no se hunde, nosotros tampoco.

 

CAPÍTULO 5

En otro sentido, ellos no están con Él. Son llamados a servir cuando Él deje la escena de la labor. Aprendemos esto de la legión de demonios (cap. 5), cuya víctima fue liberada de su miserable estado. El hombre –e Israel en particular– estaba completamente bajo el poder del enemigo. Cristo, en cuanto a la obra de Su poder, liberó completamente a aquel en cuyo nombre era ejercido este poder. Se hallaba vestido –no desnudo– y sobrio, sentado a los pies de Jesús para escuchar Sus palabras. Pero la muchedumbre del lugar tuvo temor, y rogó a Jesús que se fuera –lo que el mundo ha hecho con Cristo; y en la historia del hato de cerdos tenemos la figura de Israel después de que el remanente ha sido curado. Ellos son impuros, y Satanás los conduce a la destrucción. Ahora bien, cuando Cristo se marcha, aquel que había experimentado de manera personal los efectos poderosos de Su amor, le hubiera gustado quedarse con Él; pero debía irse a casa y dar testimonio a los suyos de aquello que Jesús había hecho. Tenía que servir en la ausencia de Jesús. En todas estas narraciones, vemos la obra y la entrega del siervo, pero al mismo tiempo el divino poder de Jesús manifestado en este servicio.

En las circunstancias siguientes a la curación del demoníaco, hallamos la verdadera posición que Jesús plasmó en Su obra. Es llamado a curar a la hija de Jairo –del mismo modo que vino a curar a los judíos, si hubiera sido posible. Mientras se dirigía a la casa de Jairo para realizar esta obra, una pobre mujer incurable le tocó el borde de Sus vestiduras con fe, y al instante fue sanada. Éste fue el caso con Jesús durante Su paso entre los judíos. En la multitud que le rodeaba, unas almas le tocaron, por gracia, llenas de fe. En realidad, su enfermedad era imposible de curar, pero Jesús tenía vida en Sí mismo conforme al poder de Dios, y la fe manifestó su virtud tocándole. Los tales son llevados a reconocer su condición, pero son sanados. Exteriormente, Él estaba en medio de Israel –la fe que segó el beneficio en el sentido de su misma necesidad y de la gloria de Su Persona. Con respecto a aquélla que fue el objetivo de Su viaje, era imposible encontrar un remedio. Jesús la halla muerta, pero no pierde de vista el objetivo de Su viaje. La resucita de nuevo, y le da vida. Asimismo con referencia a Israel. En el camino, aquellos que tenían fe en Jesús eran curados, desengañados de remediar ellos su enfermedad; pero de hecho, en cuanto a Israel, la nación estaba muerta en delitos y pecados. Al parecer fue lo que detuvo la obra de Jesús. Pero la gracia restaurará un día la vida a Israel. Vemos la gracia perfecta de Jesús interceptando el resultado de las malas nuevas que trajo el mayordomo de la casa. Le dice a Jairo, tan pronto como el mensajero le hubo relatado la muerte de su hija y tras reconvenirle por la innecesidad de molestar más al Maestro, «No temas, cree solamente ». En efecto, aunque el Señor restaurará la vida a un Israel muerto al final de los tiempos, no obstante es por la fe que esto tendrá lugar. El caso de la pobre mujer, aunque en su aplicación directa no trasciende aquella de los judíos, se aplica en principio a la curación de cada gentil que, por gracia, es llevado a tocar a Jesús por fe.

La historia ofrece luego el carácter de Su servicio, la manera en que –a causa de la condición del hombre– tenía que ser cumplido.

 

CAPÍTULO 6

En lo que sigue ahora, la historia –propiamente llamada– de Su servicio es reanudada. Le vemos a Él rechazado por un pueblo ciego, a pesar del poder que había manifestado y que dio testimonio de la gloria de Su Persona. No obstante, Él continúa Su servicio, y envía a Sus discípulos para que no se resintieran de la falta de energías en ellos, pero con el testimonio del juicio que aguardaba a aquellos que deberían ser culpados del rechazo de Su misión –un rechazo que ya estaba sucediendo. El Señor, no obstante, continúa dando pruebas en misericordia y bondad de que Jehová, quien se compadecía de Su pueblo, estaba allí, hasta que finalmente tuvo que preparar a Sus discípulos para el seguro resultado de Su obra, esto es, Su muerte en manos de los gentiles, a quienes le entregarían los principales sacerdotes.

Para los judíos, Él era el carpintero, el hijo de María. Su incredulidad detuvo la bienhechora mano de Dios para con ellos mismos, y Jesús continúa con Su obra en otra parte, y envía a los discípulos –hecho que llevaba aparejada la posesión del poder divino. Fue aún a Israel que la misión que recibieron de Él les guiaba, y tenían que pronunciar el juicio sobre la tierra de Emanuel, la tierra de Israel, como tierra contaminada, allí donde su testimonio fuera rechazado. Tenían que marchar descansando en la poderosa salvaguarda de Aquel que los enviaba, y no deberían carecer de nada. Él era el Señor soberano: disponía de todas las cosas. Cristo no sólo puede comunicar bendiciones como el canal mismo de bendición, sino que también concede a Sus discípulos el poder de echar fuera demonios. Así, los discípulos cumplen con su tarea. Este pasaje muestra de manera extraordinaria la posición y la gloria de Cristo. Él es el Siervo –para los hombres, el hijo del carpintero. En Su nuevo servicio, no llenó otro lugar que el que Dios le dio para permanecer. No pudo realizar actos poderosos allí, dada su incredulidad, siempre dispuesto a servir pero retenido, limitado en el ejercicio de Su amor, donde ninguna puerta era abierta para recibir su influencia; y la naturaleza juzgando de manera como no lo hacían los ojos. Allí donde había necesidad, Su amor nunca se agotaba, y obraba. El pobre rebaño enfermo se beneficia de un amor que no desdeña a nadie, porque nunca busca lo suyo propio.

Pero, en el siguiente versículo, Aquel que no podía obrar actos milagrosos –porque Su servicio dependía de condiciones divinas, en las cuales Dios podía seguir llevando a cabo Sus relaciones con los hombres a fin de revelárseles–, ofrece ahora el poder a los demás sobre todos los espíritus inmundos, un poder que es divino. Cualquiera puede realizar milagros, si Dios da el poder; pero sólo Dios puede darlo. No tenían que carecer de nada, pues Emanuel estaba allí; y debían anunciar el juicio si rechazaban su mensaje. El amor divino le hizo a Él totalmente un Siervo dependiente; pero el Siervo dependiente era Dios presente en gracia y en justicia.

El resultado de todas estas manifestaciones de poder fue que la conciencia del rey que entonces reinaba en Israel es despertada; y el evangelista nos abre la historia de la criminal oposición de las autoridades en Israel hacia los testigos de la verdad. Herodes dio muerte a Juan a fin de recompensar la iniquidad de una mujer que le gustaba –iniquidad que compartía con ella. Una danza fue el precio por la vida del profeta de Dios. Tal era el gobernante de Israel.

Vuelven los apóstoles. Jesús se los lleva de la indagadora y necesitada muchedumbre, hacia un lugar desierto, pero la multitud les sigue. Jesús, rechazado como lo fue por la tierra que amaba, se compadece de los menesterosos del rebaño y manifiesta en nombre de ellos el poder de Jehová, para bendecirlos conforme al Salmo 132. Satisface a los pobres con pan. Habiendo despedido a la multitud, cruza el mar en bote, y uniéndose de nuevo a Sus discípulos, el viento cesa –una figura de la cual ya hemos hablado cuando meditábamos en Mateo. Su obra había acabado. En cuanto a ellos, pese a todos Sus milagros, sus corazones permanecían endurecidos en aquel entonces, y uno tras otro olvidaron aquellos milagros. El Señor continúa Su obra de bendición. Sólo con tocarle, había curación.

CAPÍTULO 7

El poder de gobierno ejercido entre los judíos se había manifestado hostilmente hacia el testimonio de Dios, dando muerte a uno a quien Él envió en el camino de justicia. Los escribas y aquellos que fingían seguir la justicia, habían corrompido al pueblo con su enseñanza, quebrantando la ley de Dios.

Lavaban copas y jarros, pero no sus corazones; y a menos que los sacerdotes –la religión–salieran beneficiados de esto, dejaban a un lado las obligaciones de los hijos hacia sus padres. Pero Dios miraba en el corazón del hombre, desde donde procedían toda clase de impurezas, iniquidad y violencia. Esto era lo que contaminaba al hombre, y no el que no se lavara las manos. Tal es el juicio de la religiosidad sin la conciencia y el temor de Dios, sin la verdadera comprensión de lo que es el corazón humano para Dios, quien es más puro de ojos como para contemplar la iniquidad.

Dios debía asimismo mostrar Su propio corazón; si Jesús juzgaba esto del hombre bajo la mirada de Dios –si Él manifestaba Sus caminos y Su fidelidad a Israel, los manifestaba no obstante a través de todo, lo que Dios era para aquellos que sentían su necesidad de Él y acudían a Él con fe, reconociendo y confiando en Su bondad pura. De la tierra de Tiro y Sidón acude una mujer de la raza condenada, una gentil y una sirofenicia. El Señor le contesta, dada su petición para que curara a su hija, que los hijos –los judíos– debían ser primero provistos, que no era justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos: una abrumadora respuesta, para la idea que ella tenía de su necesidad y de que la bondad de Dios no hubiera traspasado y aplazado cualquier otro pensamiento. Ambas cosas le hicieron humillarse de corazón, y la prepararon para que reconociera el soberano favor de Dios hacia el pueblo de Su elección en este mundo. ¿No tenía Él derecho de escoger un pueblo? Y ella no formaba parte de ellos. Pero esto no extinguió Su bondad y Su amor. Era solamente una perrilla gentil, pero tal era la bondad de Dios que tenía pan incluso para los perrillos. Cristo, la expresión perfecta de Dios, la manifestación misma de Dios en la carne, no podía negar Su bondad y Su gracia, ni podía decir que esta gracia tenía más elevados pensamientos de Dios de los que eran ciertos, pues Él mismo era ese amor. La soberanía de Dios fue reconocida –no fue pretendido ningún derecho en absoluto. La pobre mujer descansó en la gracia. Su fe, con una inteligencia dada por Dios, se aferró a la gracia que trascendía las promesas hechas a Israel. Ella penetró en el corazón del Dios de amor, como Él es revelado en Jesús, del mismo modo que Él penetra en el nuestro, gozando de su fruto. Esto era lo que se presentaba ahora: Dios mismo directamente en presencia de, y en relación con el hombre, y éste tal como lo era ante Dios: no como norma o sistema para que el hombre se dispusiese para Dios.

En el siguiente milagro, vemos al Señor, por la misma gracia, otorgando la devolución de la vista y del habla a un hombre sordo e incapacitado para expresar siquiera sus pensamientos. Podía no haber recibido fruto de la Palabra, de Dios, y podía no haberle alabado. El Señor regresó al lugar donde Él se presentó como la luz en Israel; y aquí Sus tratos son sólo con el remanente. Toma al hombre aparte de la multitud. Es la misma gracia que ocupa el lugar de todas las pretensiones de justicia en el hombre, manifestándose a los menospreciados. Su forma, aunque ejercida ahora a favor del remanente de Israel, es apta para la condición del judío o gentil: es la gracia. Pero en cuanto a éstos, también sucede lo mismo: Él toma al hombre aparte de la multitud para realizar la obra de Dios. La muchedumbre de este mundo no tenía realmente parte en ello. Vemos aquí a Jesús, su corazón tocado por la condición del hombre, y más particularmente por el estado de Su siempre estimado Israel, del cual este pobre sufriente era una figura sorprendente. Él hace que el sordo oiga y el mudo hable. Así fue individualmente, y así será con todo el remanente de Israel en los últimos tiempos. Él mismo actúa y hace bien todas las cosas. El poder del enemigo es destruido, la sordera del hombre, su incapacidad para usar la lengua que Dios le había dado, son quitadas por Su amor que actúa con el poder de Dios.

El milagro de los panes dio testimonio de la presencia del Dios de Israel, de acuerdo a Sus promesas. Esto, para la gracia que traspasaba los límites de estas promesas, venía de la parte de Dios, quien juzgaba la condición de aquellos que vindicaban un derecho para ellos basado en la justicia humana, perversa como era. Quien liberó al hombre y le bendijo en amor, alejándole del poder de Satanás y capacitándole para oír la voz de Dios, y alabarle.

Todavía hay unos matices característicos en esta parte de la historia de Dios, los cuales deseo señalar. Éstos manifiestan el espíritu en que Jesús obraba en ese momento. Se marcha de los judíos, habiendo mostrado la futilidad e hipocresía de su culto, y la iniquidad de cada corazón humano como fuente de corrupción y pecado.

El Señor, en este solemne momento que manifestó el rechazo de Israel, se aleja más del pueblo para ir a donde no existiese la oportunidad de servirles, hacia las fronteras de las advenedizas ciudades cananeas de Tiro y Sidón (cap. 7:24), y compungido Su corazón, no comunicaría a nadie dónde se encontraba. Pero Dios se había manifestado con demasiada evidencia en Su bondad y en Su poder como para permitirle que se ocultara Él allá donde se requería Su servicio. El informe de lo que Él era, había llegado a tierras extranjeras, y el perspicaz ojo de la fe percibió aquello que sólo podía satisfacer su necesidad. Es esto lo que halla a Jesús –cuando todos los que tenían un derecho exterior a las promesas, son engañados por esta pretensión y por sus mismos privilegios. Es la fe la cual conoce esta necesidad, sabiendo eso solamente, y que sólo Jesús puede satisfacerla. Aquello que Dios es para la fe, se manifiesta al que lo necesita de acuerdo a la gracia y al poder que están en Jesús. Oculto de los judíos, Él es todo gracia para el pecador. Así también (cap. 7:33), cuando cura al sordo de su sordera y del impedimento del habla, le lleva aparte de la multitud, mira al cielo y suspira. Compungido Su corazón por la incredulidad del pueblo, Él deja aparte como objeto de referencia el ejercicio de Su poder, mirando a la soberana fuente de toda bondad, de todo auxilio para el hombre, y se duele por pensar en la condición en que se halla el hombre. Este caso, pues, ilustra más particularmente al remanente conforme a la elección de gracia de entre los judíos, el cual es separado por gracia divina del resto de la masa de la nación, siendo ejercitada la fe en estos cuantos. El corazón de Cristo está lejos de rehuir a su pueblo terrenal. Su alma está abatida por el sentimiento de incredulidad que los separa de Él y que los aleja de la liberación. No obstante, Él hace desaparecer de algunos el opaco corazón, y desata su lengua para que el Dios de Israel pueda ser glorificado.

Acerca de la muerte de Lázaro, Cristo se lamenta por el dolor que la muerte acarrea sobre el corazón humano. Allí, sin embargo, fue un testimonio público.

Hallaremos en el capítulo 8 otro ejemplo de aquello que hemos estado observando. Jesús conduce al ciego fuera de la ciudad. No olvida a Israel dondequiera que hay fe. Pero separa a aquel que la posee de la masa, y le lleva en relación con el poder, la gracia, el cielo, de donde mana la bendición, que consecuentemente alcanzó a los gentiles. Esto destaca claramente la posición de Cristo con respecto al pueblo. Él continúa Su servicio, pero se retira a Dios como causa de la incredulidad del pueblo, al Dios de toda gracia. Allí Su corazón halló refugio hasta el gran momento de la expiación.

 

CAPÍTULO 8

Es a propósito de ello, según me parece, que tenemos en este capítulo el segundo milagro de la multiplicación de los panes. El Señor actúa nuevamente a favor de Israel, pero no más administrando el poder mesiánico en medio del pueblo –que estaba implícito, como hemos visto, en el número doce–, sino que frente a Su rechazo por Israel continuó ejerciendo Su poder de un modo divino y alejado del hombre. El número siete7 conlleva siempre la fuerza de la perfección sobrehumana, aquello que es completo: esto, no obstante, se aplicaba a lo que era completo en el poder del mal tanto como del bien, cuando no era humano y subordinado a Dios. Aquí es un poder divino. Es aquella incesable intervención de Dios, conforme a Su propio poder, siendo el principal objetivo de la repetición del milagro el que se manifestase.

Acto seguido, se manifiesta la condición tanto de los principales de Israel como del remanente. Los fariseos solicitan una señal; pero no iba a ser dada a esta generación. La simple incredulidad frente a pruebas abundantes ante ellos de quién era Él. Ellos eran la misma cosa que les llevó a pedir una señal. El Señor se marcha de ellos. La ciega y tosca condición del remanente también es manifestada. El Señor les previene contra el espíritu y la enseñanza de los fariseos, de los falsos que fingían un celo santo por Dios; y de los herodianos, serviles seguidores del espíritu del mundo, quienes, con tal de complacer al emperador, dejaron totalmente de lado a Dios.

Al emplear la palabra «levadura», el Señor da a los discípulos la oportunidad de mostrar su eficiencia en inteligencia espiritual. Si los judíos no aprendían nada de los milagros del Señor, pero persistían en las señales, aun los discípulos tampoco alcanzaban a comprender el poder divino manifestado en ellos. No dudo de que esta condición es patente en el ciego de Betsaida.

Jesús le lleva de la mano conduciéndole fuera de la ciudad, apartado de la multitud, y utiliza aquello que era Suyo, lo que poseía la eficacia de Su propia Persona, para efectuar la curación8. El primer resultado bien describe la condición de los discípulos. Ellos vieron, sin lugar a dudas pero confusamente, a «hombres como árboles, que andaban». Pero el amor de Dios no se cansa de su impía y apagada inteligencia, sino que actúa conforme al poder de Su propia intención hacia ellos, y les hace ver con claridad. Más tarde –lejos de Israel– la incertidumbre de la incredulidad es vista en yuxtaposición a la certidumbre de la fe –por muy apagada que pueda ser su inteligencia–, y Jesús, prohibiendo a los discípulos hablar de aquello que ellos realmente creían –había pasado el tiempo de convencer a Israel de los derechos mesiánicos de Cristo–, les anuncia lo que le sucedería para la consumación de los propósitos de Dios en gracia, como Hijo del Hombre, después de Su rechazo por Israel9. Así que todo está ahora, por así decirlo, en su lugar. Israel no reconoce al Mesías en Jesús; por consiguiente, ya no se dirige al pueblo en ese carácter. Sus discípulos creen que Él es el Mesías, y Él les explica Su muerte y resurrección.

Puede haber –y esto es una verdad práctica de la mayor importancia– fe verdadera sin un corazón formado de acuerdo a la plena revelación de Cristo, y sin estar la carne prácticamente crucificada en proporción a la medida del conocimiento que uno tiene del objeto de la fe. Pedro reconoció en realidad, por la enseñanza de Dios, que Jesús era el Cristo; pero estaba lejos de tener su corazón purificado conforme a la mente de Dios en Cristo. Y cuando el Señor anuncia Su rechazo, humillación y muerte, y ello ante todo el mundo, la carne de Pedro –herida por la idea de un Maestro así rechazado y menospreciado– muestra su energía osando reprender al Señor mismo. El intento de Satanás de desalentar a los discípulos por la deshonra de la cruz, remueve el corazón del Señor. Todo Su afecto por Sus discípulos, y la vista de aquellas pobres ovejas ante las cuales el enemigo ponía piedra de tropiezo, provocan una enérgica censura sobre Pedro, porque era el instrumento de Satanás y hablaba de su parte. ¡Ay de nosotros! La razón era evidente –él saboreaba las cosas de los hombres, y no las de Dios. El hombre prefiere su gloria, y de este modo le gobierna Satanás. El Señor llama al pueblo y a Sus discípulos, y les explica claramente que si querían seguirle, debían tener parte con Él y llevar Su cruz. Por consiguiente, al perder su vida, la salvarían, y el alma bien valía la pena aparte de todo. Además, si se avergonzaba alguien de Jesús y de Sus palabras, el Hijo del Hombre se avergonzaría de él cuando viniera en la gloria de Su Padre con sus santos ángeles. Pues la gloria pertenecía a Él, cualquiera fuese Su humillación. Así pues, expone todo esto ante Sus principales discípulos, a fin de fortalecer su fe.

 

CAPÍTULO 9

En Mateo vimos la transfiguración anunciada en términos que se referían al sujeto de ese Evangelio –el Cristo rechazado tomando Su gloriosa posición como Hijo del Hombre. En cada uno de los Evangelios, es en relación con el momento cuando esta transición es presentada claramente, pero en cada caso bajo un carácter particular. En Marcos hemos visto el humilde y dedicado servicio de Cristo al anunciar el reino, cualquiera fuese la gloria divina que brillaba a través de Su humillación. De acuerdo a la manifestación de la transición a la gloria, se anuncia aquí como la venida del reino en poder. No hay nada que distinga especialmente el relato aquí del de Mateo, excepto que el retraimiento de Jesús y de los tres discípulos en este momento es más marcado en el versículo 2, y que los hechos son explicados sin añadirles nada. El Señor después les pondera que no dijesen nada de lo que habían visto, hasta Su resurrección de entre los muertos.

Podemos observar aquí, que es efectivamente el reino en poder el que es manifestado. No es el poder del Espíritu Santo vinculando al pecador a Cristo la Cabeza, como miembro santo del cuerpo, revelando la gloria celestial de Cristo como es a la diestra de Dios el Padre. Cristo está sobre la Tierra. Aquí está Él en relación con los grandes testigos de la economía judía –la ley y la profecía–, pero unos testigos que le ceden a Él todo el lugar al tiempo que participan con Él de la gloria del reino. Cristo es manifestado en gloria sobre la Tierra –el Hombre en gloria es reconocido como Hijo de Dios, como lo es en la nube. Fue la gloria como será manifiesta sobre la Tierra, la gloria del reino, estando Dios aún en la nube, pero revelando Su gloria dentro de ella. Ésta no es nuestra posición hasta ahora sin un velo; sólo que el velo en cuanto a nuestra relación con Dios es rasgado de arriba abajo, teniendo confianza para entrar en el lugar santísimo por la sangre de Cristo. Esto es un privilegio espiritual, no una manifestación pública –nuestro velo acerca de esto, nuestro cuerpo, no está rasgado; pero el de Cristo, como título para la entrada, sí lo está10.

La posición de gloria no podía quitarla el Señor, ni el glorioso reinado podía establecerse, a menos que fuera en un orden nuevo de cosas. Cristo debía resucitar de los muertos para establecerlo. No armonizaba con Su presentación como Mesías, como lo era entonces. Por tanto, Él ordena a Sus discípulos que no lo dieran a conocer hasta después de Su resurrección. Sería en aquel momento una poderosa confirmación de la doctrina del reino en gloria. Esta manifestación de la gloria corroboraba la fe de los discípulos en ese momento –igual que Getsemaní les decía acerca de la realidad de Sus sufrimientos, y de Sus conflictos con el príncipe de las tinieblas. Esto formaría a la postre un sujeto para su testimonio, así como su corroboración, cuando Cristo hubiera tomado Su nueva posición.

Podemos ver el carácter de esta manifestación, y su relación con el reino terrenal de gloria del que hablaron los profetas, en 2 Pedro 1:19. Leemos allí: «Tenemos la palabra profética confirmada [«como más segura», en nuestras Biblias españolas –NdelT.]

Los discípulos se detuvieron en la entrada. De hecho, aunque sus ojos estaban abiertos, veían «a hombres como árboles, que andaban». ¿Qué podía significar esta «resurrección de entre los muertos»?, se preguntaban. La resurrección era conocida para ellos, pues todas las sectas de los fariseos creían en ella. Pero de este poder, que liberaba de la condición en que el hombre e incluso los santos se hallaban, implicando también que otros permanecían todavía en ella cuando este poder era ejercitado, ellos eran totalmente ignorantes. Que había una resurrección de la que Dios levantaría a todos los muertos en los últimos días, no lo dudaban. Pero de que el Hijo del Hombre era la resurrección y la vida, el triunfo absoluto sobre la muerte y el último Adán, teniendo el Hijo de Dios vida en Sí mismo manifestada por Su resurrección de entre los muertos –una liberación que será cumplida en los santos también a su debido tiempo–, ellos no comprendían nada. Sin duda que recibieron las palabras del Señor como verdaderas, como poseyendo autoridad. Pero este significado era incomprensible para ellos.

La incredulidad nunca es perezosa para hallar dificultades que la justifiquen a sus propios ojos, los cuales rehúsan percibir las pruebas divinas de la verdad. Dificultades lo bastante grandes en apariencia, y que pueden atribular las mentes de aquellos que, a través de la gracia, están inclinados a creer, o ya han creído, pero son aún débiles en la fe.

Los profetas dijeron que Elías debía venir primero. Los escribas insistían en esto. Pasmados por la gloria que corroboraba indiscutiblemente los derechos de Cristo, los discípulos le hablan acerca de esta dificultad.  La convicción que la perspectiva de la gloria produjo en sus mentes, les hizo confesar la dificultad con respecto a lo cual ellos antes habían callado. Pero ahora la prueba es lo bastante evidente para fortalecerlos frente a esta dificultad.

De hecho, la Palabra hablaba de ella, y Jesús la acepta como la verdad; Elías tenía que venir y restaurar todas las cosas. Y vendrá efectivamente antes de la manifestación de la gloria del Hijo del Hombre; pero antes de nada el Hijo del Hombre debía sufrir y ser rechazado. Esto también estaba escrito, igual que la misión de Elías. Asimismo, antes de esta manifestación de Cristo, que probó a los judíos en cuanto a su responsabilidad, Dios no había fallado al proveerles de un testimonio de acuerdo al espíritu y poder de Elías; y ellos le maltrataron como quisieron. Estaba escrito que el Hijo del Hombre debería sufrir antes de Su gloria, como lo estaba también de que Elías había de venir. Trataron a este último de la misma manera como iban a hacerlo con el Señor. Así también Juan dijo que él no era Elías, y cita Isaías 40, que habla del testimonio. Pero nunca cita de Malaquías 4, que se refiere personalmente a Elías. El Señor (Mat. 11:10) aplica Malaquías 3:1; pero Juan, Isaías.

Descendido de la montaña, el pueblo se apresura hacia Él, sorprendidos por lo visto de su misteriosa ausencia de Sus discípulos, y le saludan con la reverencia con la cual toda Su vida les había inspirado. Pero lo que sucedió en Su ausencia, sólo confirmaba la verdad solemne de que Él debía partir, hecho que acababa de ser demostrado por un testimonio aún más glorioso. Incluso el remanente, aquellos que creían, no sabían cómo beneficiarse del poder que ahora estaba sobre la Tierra. La fe de aquellos que incluso creyeron no comprendía la presencia del Mesías –el poder de Jehová, el Sanador de Israel–: ¿por qué entonces quedarse entre el pueblo y los discípulos? El pobre padre expresa su abatimiento de manera conmovedora en palabras que delatan un corazón llevado por el sentimiento de su necesidad a una verdadera condición, pero muy débil en fe. El miserable estado de este hijo es explicado, y su corazón presenta una figura real de la condición del remanente –la fe que necesitaba apoyo por causa de la incredulidad bajo la que estaba enterrada. Israel no estaba en una condición mejor que la del pobre muchacho. Pero el poder estaba presente, capaz de todas las cosas. Éste no era el problema. ¿Hay fe para que se beneficie de ello?, es la pregunta. «Si tú puedes», le dijo el afligido padre a Jesús. «Si puedes creer», contestó el Señor, y se aplica a tu fe, «si puedes creer, todo es posible». El pobre padre, sincero de corazón, confiesa su propio estado afligido, y busca, en la bondad de Cristo, auxilio para su frustración. Así la posición de Israel fue claramente mostrada. Un poder todosuficiente estaba presente para curarlos, para liberarlos del poder de Satanás. Tenía que ser efectuado con fe, pues el alma había de volver a Dios. Y había fe en aquellos que, tocados por el testimonio de Su poder, constreñidos por la gracia de Dios, buscaba en Jesús el remedio para sus males y el fundamento para sus esperanzas. Su fe era débil y vacilante, pero donde existía, Jesús actuaba con el soberano poder de Su propia gracia, y con la bondad de Dios que halla su medida en sí misma. Por muy lejos que hubiera ido la incredulidad en aquellos que debieron beneficiarse, por la gracia, de una dispensación, dondequiera que había una necesidad a proveer, Jesús respondía a ella cuando Él era tenido en cuenta. Esto es una gran misericordia y un ánimo para nosotros.

No obstante, para que este poder pudiera ser ejercido por el hombre mismo –al cual Dios le llamaba–, era necesario que se acercase mucho a Dios, que aquel a quien era encomendado se habituara a la comunión con Dios, retirándose de todo lo que le ataba con el mundo y con la carne.

Recapitulemos aquí los principios de este relato con respecto a su aplicación general. El Señor, que se iba a marchar para no ser más visto por el mundo hasta que viniera en gloria, se encuentra, al descender del monte de la transfiguración, con un caso del poder de Satanás sobre el hombre, sobre el pueblo judío. Había continuado desde casi el comienzo de la existencia del muchacho. La fe que reconoce la intervención de Dios en Cristo, y que se refugia del mal actual, es débil y vacilante, preocupada por el mal, cuya vista esconde en gran medida el poder que lo domina y lo elimina. El sentimiento de necesidad es aún lo bastante profundo para dejarse abordar por el recurso de ese poder.

Es la incredulidad que no sabe cómo confiar en el poder que está presente, lo cual pone término a las relaciones de Cristo con el hombre. No es la miseria del hombre la que lo produce –era esto lo que le hizo descender a la Tierra. El poder todosuficiente está presente, y sólo es necesaria la fe para beneficiarse de él. Pero si el corazón, a causa del poder del enemigo, se vuelve a Jesús, puede presentarle –gracias a Dios– a Él toda su incredulidad así como todo lo demás. Existen amor y poder en Él para toda clase de debilidades. La muchedumbre se agolpa, atraída por la vista del poder del enemigo. ¿Podrá el Señor curarle? ¿Permitirá Él que el testimonio del poder de Satanás invada sus corazones? Ésta es la curiosidad de los hombres, cuya imaginación está llena del efecto de la presencia del enemigo. Cualesquiera sean los descréditos del hombre, Cristo estaba presente, y el testimonio de un poder que, en amor hacia los hombres, destruía los efectos del poder enemigo. La muchedumbre se amontona –Jesús lo ve, y con una palabra echa fuera al enemigo. Procede según la necesidad de Su poder y de los propósitos del amor de Dios. Así, el esfuerzo del enemigo propició la intervención de Jesús, la cual intentaba poner fin a la debilidad de la fe del padre. No obstante, si dejamos todas nuestras debilidades, así como nuestras miserias, delante de Cristo, Él responderá conforme a la plenitud de Su poder.

Por otra parte, si la carne interfiere en los pensamientos de la fe, es obstáculo para la inteligencia en los caminos de Dios. Mientras transitaba, Cristo explicó Su muerte y Su nueva condición en la resurrección. ¿Por qué culpar a la falta de inteligencia que escondía todo esto de ellos, y llenaba sus mentes de ideas acerca de la gloria terrenal y mesiánica? El secreto de su falta de inteligencia yacía aquí. Se lo había dicho detalladamente, pero mientras iban, discutían entre ellos sobre quién sería el primero en el reino. Los pensamientos carnales llenaban su corazón, respecto a Jesús, con exactamente lo contrario que llenaba la mente de Dios respecto a Él. Las debilidades presentadas a Jesús hallan respuesta en poder y en soberana gracia. La carne y sus deseos ocultan de nuestra vista, incluso cuando pensamos en Él, toda la sustancia de los pensamientos de Dios. Era su propia gloria la que procuraban en el reino; la cruz –el verdadero camino a la gloria– era incomprensible para ellos.

Después de esto, el Señor retoma con Sus discípulos el gran asunto ante Él en aquel momento, que era, en todos los sentidos, aquello que ahora había de ser decidido. Él tenía que ser rechazado; se separa de la multitud con Sus discípulos para instruirles sobre este punto. Preocupados por Su gloria, por Sus derechos como Mesías, ellos no lo comprenden. Hasta su fe les enceguece para no ver detrás de todo, porque mientras ésta se vinculaba legítimamente a la Persona de Cristo, relacionaba también con Cristo –mejor dicho, sus propios corazones, en los que existía la fe–, el cumplimiento para ellos de aquello que su carne deseaba y buscaba en Él. ¡Qué sutil es el corazón! Se traiciona a sí mismo es su disputa por el primer lugar. La fe de ellos es demasiado débil para dilucidar las ideas que les contradecían (vers. 32). Estas ideas se manifiestan entre ellos tal como son. Jesús le regaña y les presenta un niño como ejemplo, como hiciera tan a menudo antes. Aquel que siguiese a Cristo, habría de tener un espíritu totalmente opuesto al del mundo, un espíritu que perteneciese a lo débil y menospreciado por la soberbia del mundo. Al recibir a un niño, ellos recibirían a Cristo, y al recibir a Cristo, recibirían al Padre. Eran las cosas eternas las que estaban en juego aquí, y el espíritu de un hombre debía tornarse entonces el espíritu de un niño.

El mundo era tan contrario a Cristo, que el que no estaba con Él estaba contra Él11. El Hijo del Hombre tenía que ser rechazado. La fe en Su Persona era la cuestión, y no el servicio personal hacia Él. ¡Ay!, los discípulos todavía pensaban en ellos mismos: «Aquel no nos sigue». Debían participar de Su rechazo, y si alguien les daba un vaso de agua fría, Dios lo recordaría. Fuera lo que fuese que ocasionase su caída en el camino, fuese su ojo derecho o su mano, debían cortarlos y echarlos fuera, pues no eran las cosas de un Mesías terrenal las que estaban en juego, sino la cosas eternas. Y todo debía ser sometido a prueba por la santidad perfecta de Dios, a través del juicio, por un medio u otro. Cada uno debía sazonarse con fuego –los buenos y los malos. Donde hubiera vida, el fuego sólo consumiría la carne; pues cuando somos juzgados, somos castigados por el Señor a fin de no ser condenados con el mundo. Si el juicio alcanzaba a los impíos –y los alcanzará fuera de toda duda–, era la condenación, un fuego que no podía apagarse. Pero para los buenos, había también algo más: debían ser sazonados con sal. Los que estaban consagrados a Dios, y cuya vida era una ofrenda para Él, no carecerían del poder de la santa gracia que vincula el alma con Dios y la guarda interiormente del mal. La sal no es la amabilidad complaciente –que la gracia produce sin lugar a dudas–, sino esa energía de Dios dentro de nosotros que vincula todo en nosotros con Dios, y le entrega el corazón, ligándolo a Él en el sentido del deber y del deseo, rechazando de uno mismo todo que es contrario a Él –el deber que mana de la gracia, pero que actúa con tanto más poder por este motivo. Así, prácticamente, es la gracia distintiva, la energía de la santidad, lo que separa de todo mal, pero siempre poniéndose aparte para Dios. La sal era buena: aquí el efecto que producía en el alma, la condición de ésta, tiene el mismo nombre que la gracia que produce esta condición. Así, aquellos que se ofrecieron a Dios, eran apartados para Él; eran la sal de la Tierra. Pero si la sal perdía su sabor, ¿con qué debía ser sazonada? Es utilizada para sazonar otras cosas, pero si la sal precisa de sí misma, no queda nada que pueda sazonarla. Lo mismo sucede con los cristianos; si aquellos que eran de Cristo no rendían este testimonio, ¿dónde podía hallarse algo más, aparte de en los cristianos, para serles rendido y producido en ellos? Este sentimiento del deber hacia Dios que separa del mal, este juicio de todo el mal en el corazón, debe hacérselo uno mismo. Con respecto a los demás, uno debía procurar la paz, y la separación práctica de todo mal es lo que nos capacita para caminar juntos en paz.

En una palabra, los cristianos tenían que mantenerse separados del mal y cerca de Dios, caminando con Dios entre unos y otros pacíficamente.

No podía haber enseñanza más clara, más importante y de más valor. Ésta juzga y dirige toda la vida cristiana en pocas palabras.

Pero el final del servicio del Señor estaba próximo. Habiendo descrito en estos principios los requisitos de la eternidad y el carácter de la vida cristiana, Él renueva todas las relaciones de Dios con el hombre en sus elementos originales, poniendo aparte al mundo y su gloria, así como la gloria judía, en cuanto a su cumplimiento inmediato, y destacando la senda de la vida eterna en la cruz y en el poder salvador de Dios. Sin embargo, Él mismo toma el lugar de obediencia y de servicio –el verdadero lugar del hombre– en medio de todo esto: Dios mismo siendo presentado, por otra parte, en Su propio carácter de Dios, en Su naturaleza y en Sus derechos divinos, siendo omitidas la gloria especial relativa a las dispensaciones y las relaciones propias a éstas.

 

CAPÍTULO 10

Un extraordinario principio es el que nos encontramos aquí, las relaciones de la naturaleza –como Dios mismo las creó en el comienzo– restablecidas en su autoridad original, mientras es juzgado el corazón, y la cruz es el único medio de acercarse a Dios, el cual era su fuente creativa. Sobre la Tierra, Cristo no pudo ofrecer nada excepto la cruz a aquellos que le seguían. La gloria a la cual conduciría la cruz fue mostrada a algunos de ellos; pero en cuanto a Él, tomó el lugar de siervo. Fue el conocimiento de Dios dado por Él que debía formarlos para esta gloria y llevarlos a ella; pues de hecho esto era la vida eterna. Todos los otros caminos intermediarios devinieron, en manos de los hombres, hostiles al Dios que los había ofrecido, y por lo tanto hostiles a Su manifestación en la Persona de Cristo.

Hallamos luego (vers. 1-12) la relación original del hombre y la mujer formada por la creativa mano de Dios. En los versículos 13-16, el interés que tenía puesto Jesús en los niños, en su lugar ante el compasivo ojo de Dios, así como en el valor moral que representaban ellos ante los hombres. En el versículo 17 llegamos a la ley, al mundo, y al corazón del hombre en presencia de los dos. Pero al tiempo que vemos a Jesús satisfaciéndose en aquello agradable en la criatura como tal –un principio de profundo interés desarrollado en este capítulo–, Él aplica moralmente la piedra de toque al corazón de esta criatura. Con respecto a la ley, como puede percibirla el corazón natural –es decir, la acción exterior que necesita– el joven la guardaba con una natural sinceridad y rectitud, lo cual Jesús pudo apreciar como una cualidad de la criatura, y que nosotros deberíamos siempre recordar allí donde exista. Es importante recordar que, Aquel que como Hombre fue perfectamente separado para Dios, y que como tenía los pensamientos de Dios, sabía reconocer las inmutables obligaciones de las relaciones establecidas por Dios mismo. Y también todo lo que fuera agradable y atractivo en la criatura de Dios como tal. Teniendo los pensamientos de Dios –siendo Dios manifestado en carne, ¿cómo no podía Él reconocer lo que era de Dios en Su criatura? Mientras hacía esto, debía establecer los deberes de las relaciones en que la había colocado, y exhibir la ternura que sentía por los representativos infantiles del espíritu que Él valoraba.

Debía amar la rectitud moral que podía desarrollarse en la criatura. Pero también juzgar la verdadera condición del hombre plenamente manifestada, y los afectos que reposaban sobre los objetos ocasionados por Satanás, y la voluntad que rechazaba y daba la espalda a la manifestación de Dios que le llamaba a abandonar estas vanidades y seguirle, sometiendo así su corazón moralmente a prueba.

Jesús exhibe la perfección absoluta de Dios aún de otra manera. El joven percibió la exterioridad de la perfección de Cristo, y, confiando en el poder del hombre para realizar aquello que es bueno, y viendo su cumplimiento práctico en Jesús, se dedicó a Él –humanamente hablando, con sinceridad– para aprender de Uno en quien vio tanta perfección, aunque pudiese contemplarle meramente como rabino, la norma de la vida eterna. Este pensamiento es expresado en su saludo cordial y sincero. Corrió, y se arrodilló ante el Instructor, valorado muy positivamente por él, diciendo: «Maestro bueno». El límite humano de sus ideas sobre esta bondad, y su confianza en los poderes del hombre, se manifiestan con las palabras: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?» El Señor, tomando toda la sustancia de sus palabras, responde: «¿Por qué me dices bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios». Lo que Dios ha creado, el que le conoce lo respetará, cuando sea presentado en su verdadero lugar como creación. Pero sólo Dios es bueno. El hombre, si es inteligente, no tratará de mostrar lo que tenga de bueno ante Dios, ni soñará en bondades humanas. Este joven tenía cuando menos la esperanza de convertirse en bueno mediante la ley12, y creía que Jesús también lo era como Hombre. Pero las grandes ventajas que la carne sabía reconocer, y que respondían a esta naturaleza, hicieron de lo más efectivo el cierre de la puerta de la vida y del cielo para el hombre. La carne utilizaba la ley para justicia propia, siendo que el hombre no era bueno, sino un pecador. Y, de hecho, si tenemos que ir en busca de la justicia, es porque no la poseemos –es decir, porque somos pecadores y no podemos lograr esta justicia en nosotros mismos. Además de las ventajas terrenales, que parecían hacer al hombre más capacitado para hacer el bien, ataban su corazón a cosas perecederas y fortalecía el egoísmo, sin que apreciara en lo más mínimo la imagen de Dios.

Las enseñanzas de este capítulo continúan con el asunto de la condición del hombre ante Dios. Las ideas de la carne siguen ahí dando forma a los afectos del corazón en uno que ya es vivificado por el Espíritu de gracia, que actúa mediante la atracción por Cristo, hasta que el mismo Espíritu comunica a estos afectos la fortaleza de Su presencia, dándoles la gloria de Cristo en el cielo para su objetivo. Y al mismo tiempo, hace que la luz de esta gloria brille –para el corazón del creyente– sobre la cruz, proveyéndola de todo el valor de la redención que consumó, y de la gracia divina que era su fuente. Así producía la conformidad a Cristo en cada uno que llevaba esta cruz con Él. Pedro no comprendió cómo podían ser salvos todos, si tales ventajas que los Judíos poseían en su relación con Dios –y las cuales estaban presentes en el caso de ese joven–, impedían la formación del reino de Dios. El Señor le aborda en este mismo terreno, pues el hombre en la presencia de Dios era ahora el punto. Por lo que hace al hombre, era imposible –otra profunda verdad– con respecto a su condición. No sólo no había nadie bueno excepto Dios, sino que nadie podía salvarse según lo que el hombre era. Cualquiera que fuese la ventaja que poseían como medios, de nada les servirían en su estado pecaminoso. Pero el Señor presenta otra fuente de esperanza. «Con Dios todo es posible». La razón de esto, en realidad, de toda esta parte del Evangelio, mientras que es desplazada la base del sistema judío que ofrecía la posibilidad a través de la posesión de ordenanzas divinas de alcanzar la justicia, como un estado ante Dios hasta entonces no revelado, no obstante revelaba a Dios y traían al hombre y su corazón frente a frente con Él. Los discípulos, no habiendo recibido aún el Espíritu Santo, permanecen todavía bajo la influencia del antiguo sistema, y sólo ven a los hombres como árboles que andaban. Esto es plenamente desarrollado en este capítulo. El reino, en realidad, era algo en lo que podían pensar, pero aún con pensamientos carnales.

La carne, la mente carnal, penetra más profundamente en el curso de la vida de gracia. Pedro recuerda al Señor que todos los discípulos habían olvidado seguirle. Él le contesta que quienquiera13 que hubiese hecho esto, tendría todo lo que le haría feliz en sus tratos sociales, como Dios le había formado, y todo lo que este mundo pudiese darle para el gozo real de ello, y cien veces más, junto con la oposición que Él mismo se encontró en este mundo. Pero en el mundo venidero –Pedro no era consciente de esto– no se trataría de unas ventajas privadas personales, sino de la vida eterna. Él cruzó la esfera de la promesa relacionada con el Mesías sobre la Tierra, para introducirse, y hacer que otros se introdujeran, en aquello que era eterno. En cuanto a la recompensa individual, esto no podía juzgarse por las apariencias.

Más adelante, siguieron realmente a Jesús, pensando en el galardón pero muy poco en la cruz que conducía a aquél. Estaban sorprendidos de ver a Jesús resuelto a subir a Jerusalén, donde el pueblo intentaba matarle, y tuvieron temor. Aunque le siguieron, no estaban a la altura para comprender todo lo que implicaba este camino. Jesús se muestra diligente para explicárselo –Su rechazo, y Su entrada al nuevo mundo por la resurrección. Juan y Santiago, poco afectados por las comunicaciones del Señor, utilizan su fe en la realeza de Cristo para presentar los deseos carnales de su corazón, esto es, para estar a Su diestra y a Su siniestra en la gloria. Nuevamente el Señor les asegura que debían participar de la cruz con Él, situándose el primero en cumplir el servicio para traer a otros a la comunión con Sus sufrimientos. En cuanto a la gloria del reino, sería de ellos, para quienes el Padre lo había preparado: el disponer de él no estaba en Sus manos, sino en las suyas. Éste es el lugar del servicio, de la humillación y obediencia, en que este Evangelio siempre le presenta a Él. Tal debía ser el lugar de Sus discípulos.

Hemos visto lo que era la carne en un joven recto, a quien Jesús amaba, y en Sus discípulos, los cuales no sabían cómo tomar la verdadera posición de Cristo. El contraste de ello con el triunfo completo del Espíritu Santo es extraordinario, como lo hallamos al comparar este capítulo con Filipenses 3.

Tenemos en Saulo a un hombre aparentemente sin culpa, según la ley, como el joven en el Evangelio: pero éste había visto a Cristo en gloria, y, por la enseñanza del Espíritu Santo, la justicia conforme a la cual Cristo entró en la gloria con la que se reveló a Saulo. Todo lo que para él había sido ganancia, fue pérdida para Cristo. ¿Quisiera tener una justicia carnal, humana, incluso si la hubiese podido cumplir al ver brillar una justicia con la gloria de Cristo? Él poseía la justicia que era de Dios por la fe. ¿Qué valor tenía esta justicia, por la que había trabajado, ahora que poseía la todoperfecta justicia que Dios daba por la fe? No sólo eran quitados los pecados, sino que la humana justicia perdía todo su valor por aquella nueva. Pero sus ojos le habían sido abiertos a este hecho por el Espíritu Santo, viendo a Cristo. Las cosas que ocupaban el corazón del joven y le sujetaban en el mundo que Cristo abandonó, y que en Él rechazó a Dios, ¿podían sujetar a alguien que hubiera visto a Cristo en el otro mundo? No eran sino basura para él. Abandonó todo para poseer a este Cristo. Consideraba estas cosas altamente despreciables. El Espíritu Santo, al revelar a Cristo, le había liberado por entero.

Esta manifestación del corazón de Cristo va aún más allá. Aquel que así rompe con el mundo, debe seguir a Aquel cuya gloria poseería, y ello debía hacerlo colocándose bajo la cruz. Los discípulos abandonaron todo para seguirle. La gracia les había otorgado el que siguieran a Cristo. El Espíritu Santo no los había vinculado todavía con Su gloria. Él sube a Jerusalén. Atónitos ellos, tienen temor al seguirle –aunque va delante de ellos y poseen Su guía y Su presencia. Pablo procura conocer el poder de Su resurrección. Desea tener comunión con Sus sufrimientos y ser conformado a Su muerte. En lugar de sorpresa y temor, hay una plena inteligencia espiritual y el deseo de la conformidad a esa muerte que los discípulos temían, porque él halló a Cristo moralmente en ella, y era la vía a la gloria que había visto.

Además, esta visión de Cristo purifica los deseos del corazón con respecto a la gloria. Juan y Santiago desean para sí el mejor lugar en el reino –un deseo que se aprovechaba –con un objetivo carnal y egoísta– de la fe inteligente, una fe percibida a medias que procuraba el reino inmediatamente, no la gloria ni el mundo venidero. Pablo había visto a Cristo: su único deseo en la gloria era poder poseerle: «Que pueda ganar a Cristo», y un estado nuevo conforme a ello; no un buen lugar cerca de Él en el reino, sino Él mismo. Esto es la liberación –el efecto de la presencia del Espíritu Santo revelando a un Cristo glorificado.

Podemos destacar que en cada caso el Señor introduce la cruz. Era la única vía de paso de este mundo natural al mundo de gloria, y a la vida eterna14. Al joven le muestra la cruz; a los discípulos que le siguen les exhibe también la cruz; a Juan y a Santiago, quienes procuraban un buen lugar en el reino, Él les muestra la copa que tenían que beber al seguirle. La vida eterna, aunque fue ahora recibida, estaba tanto posicional como gozosamente conforme al propósito de Dios, al otro lado de la cruz.

Obsérvese también que el Señor estaba tan perfectamente por sobre del pecado en que yacía la naturaleza, que podía reconocer todo lo que era de Dios en la misma, y mostrar al mismo tiempo la imposibilidad de cualquier relación entre Dios y el hombre sobre el terreno de lo que éste era. Las ventajas no eran sino obstáculos. Aquello que era muerte para la carne, debía experimentarse. Debemos tener justicia divina y entrar en el espíritu –a partir de aquí, en efecto– en otro mundo, a fin de seguirle y estar con Él –para «ganar a Cristo». ¡Solemne lección!

En conclusión, Dios sólo es bueno, y –habiéndose introducido el pecado– sería imposible, si Él fuera manifestado, que el hombre pudiera estar en relaciones con Dios; pero con Él todo es posible. La cruz es el solo camino a Dios. Cristo lleva hasta ella, y nosotros debemos seguirle en este camino, que es el de la vida eterna. Un espíritu infantil entra en este camino por gracia; el espíritu de servicio y de renunciación camina por él. Cristo ya caminó, dando Su vida en rescate por muchos. Esta parte de la enseñanza del Señor termina aquí. La humillación en el servicio es el lugar al cual nos lleva Cristo; pues en éste Él caminó. Este capítulo merece toda la atención que el cristiano, por gracia, puede dedicarle. Habla del terreno en que el hombre puede permanecer, hasta qué punto Dios reconoce lo que es natural, y el sendero de los discípulos aquí abajo.

En el versículo 16 comienza otro asunto. El Señor entra en el camino de Sus relaciones finales con Israel, presentándose como Rey, Emanuel, antes que como el profeta que tenía que ser enviado. Como el Profeta, Su ministerio se había cumplido. Había sido enviado –como dijo a los discípulos– a predicar. Esto le había conducido a la cruz, como vimos. Debía por lo tanto anunciarlo, como resultado, a aquellos que le seguían. Ahora retoma Su relación con Israel, pero como Hijo de David. Acercándose allí, de donde habíase marchado y de donde fue rechazado, el poder de Dios se manifestó en Él. Por el camino de Jericó, la ciudad maldita, entra Aquel que trae bendición a expensas del don de Sí mismo. El pobre ciego15 –y ciega permanecía realmente la nación– reconoce a Jesús de Nazaret ser el Hijo de David. La gracia de Jesús responde en poder a la necesidad de Su pueblo, expresándose con fe y perseverando en ella, pese a los impedimentos encontrados en su camino por la multitud que no sentía esta necesidad, y que seguía a Jesús atraída por la manifestación de Su poder, sin ser vinculados a Él por la fe del corazón. Esta fe posee el sentimiento de la necesidad. Jesús se queda quieto y le llama, y ante todo el pueblo manifiesta el poder divino que respondía en medio de Israel a la fe que reconocía en Jesús de Nazaret al verdadero Hijo de David, al Mesías. La fe del pobre hombre le había curado, y siguió a Jesús en el camino sin disimulo ni temor. Porque la fe que a la sazón confesó que Jesús era el Cristo, era fe divina, aunque podía no conocer apenas de la cruz que Él acababa de anunciar a Sus discípulos como el resultado de Su fidelidad y servicio, y en la cual la fe debía seguir si era genuina.

 

CAPÍTULO 11

Seguidamente, Jesús se presenta a Jerusalén como Rey. Su recibimiento muestra la trascendencia que tuvo el testimonio que rindió en el corazón de los simples. Dios ordenó por lo tanto que tuviera lugar. Hay poca diferencia entre el relato aquí y en Mateo. Sólo el reino es más llanamente presentado como tal: «El reino de nuestro padre David».

¡Con qué dignidad, como Juez de todas las cosas, Jesús se familiariza ahora con todo lo que se realizaba en el templo, y sale sin decir palabra! El Señor visitó Su templo, de igual modo que había entrado en la ciudad montado sobre un asno, donde nunca se sentó el hombre. Israel es juzgado en la condenada higuera16. La gloria del Señor, de la casa de Jehová, es vindicada con autoridad –una autoridad que Él vindica y ejerce en Su propia Persona. Los escribas y los principales sacerdotes se echan atrás ante la reputación que Su Palabra le había dado entre el pueblo, y sale de la ciudad sin ser molestado, no obstante su malicia. Al día siguiente asegura a Sus discípulos, los cuales estaban atónitos al ver que la higuera estaba seca, que cualquier cosa que pidieran con fe, le sería dada; pero debían actuar en gracia si querían gozar de este privilegio. Él se dirige a sus conciencias, pero de tal manera como para demostrar su incompetencia para hacerle tal petición, exponiéndoles a la vez su insinceridad. No podían decidirse respecto al bautismo de Juan: ¿con qué derecho entonces podían ellos someterle a sus preguntas con respecto a Sus vindicaciones? No podían determinar cuándo estaba el caso ante ellos. Por otro lado, o bien sancionaban Su obra con su respuesta, o perdían su autoridad con el pueblo al negar el bautismo de Juan, el cual había dado testimonio de Cristo. Ya no se trataba de una cuestión de ganar a esos hombres, pero ¡qué vacío es el entendimiento del hombre en presencia de Dios y de Su sabiduría!

El cambio de dispensación ocupa un lugar más determinado en Mateo, así como el pecado que rechazó al Rey. En Marcos es más el servicio de Cristo como el Profeta. Más adelante, como hemos visto, Él se presenta como Rey. Y en ambos Evangelios, vemos que es Jehová quien llena el oficio que Él se ha dignado llevar a cabo.

Consecuentemente, hallamos en Mateo más acusaciones personales, como en la parábola de los dos hijos (cap. 21:28-32), y el detalle del cambio de dispensación en la parábola de la fiesta de bodas (cap. 22:1-14). Ninguna de las dos está en Marcos. En nuestro Evangelio, la inmutable dignidad de Su Persona, y el simple hecho de que el Profeta y el Rey fueron rechazados –rechazo que condujo al juicio de Israel– son presentados a nosotros por el Espíritu de Dios. De lo contrario, es el mismo testimonio general que hemos repasado en Mateo.

CAPÍTULO 12

El Señor después ofrece la sustancia de toda la ley como el principio de bendición entre la criatura y Dios, y aquello que constituía la piedra de toque para el corazón en el rechazo de Cristo. Digo para el corazón, porque la prueba estaba realmente allí, aunque fuera en el entendimiento. Aun cuando hubiese realmente principios ortodoxos –siendo Cristo rechazado–, el corazón que no estaba unido a Su Persona no podía seguirle en el camino al que condujo Su rechazo. El sistema de los consejos de Dios que dependían de este rechazo era una dificultad. Aquellos que estaban unidos a Su Persona le siguieron, y se hallaron en el camino, sin haberlo comprendido del todo por anticipado. Así el Señor ofrece el grado de la ley, de toda la ley como enseñanza esencialmente divina, y el punto en que los consejos de Dios son trasladados a la nueva escena, donde serán consumados aparte de la impiedad o malicia del hombre. Así que en estos pocos versículos (cap. 12:28-37) la ley y el Hijo de David son presentados, y este último tomando Su lugar como Hijo del Hombre –el Señor– a la diestra de Dios. Éste fue el secreto de todo lo que aconteció. La unión de Su Cuerpo, la asamblea, consigo mismo, era todo lo que quedaba detrás. Solamente en Marcos, el Profeta reconoce la condición moral, bajo la ley, que tiende hacia la entrada en el reino (vers. 34). Este escriba tenía el espíritu de entendimiento.

La figura de la condición que iba a introducir el juicio, el cual hallamos en Mateo 23, no se nos da aquí. No era Su asunto. (Ver ante, p. 166). Jesús, todavía como profeta, previene moralmente a Sus discípulos; pero el juicio de Israel, por rechazar al Hijo de David, no está aquí ante Sus ojos de la misma manera –no es el asunto del cual el Espíritu Santo esté hablando. El verdadero carácter de la devoción de los escribas es señalado, y los discípulos son prevenidos contra ellos. El Señor les hace ver también qué era aquello que, a los ojos de Dios, daba el verdadero valor a las ofrendas que eran llevadas al templo.

CAPÍTULO 13

El Señor comprende mucho más el servicio de los apóstoles en las circunstancias que les iban a rodear, que el desarrollo de las dispensaciones y los caminos de Dios con respecto al reino –un punto de vista presentado más en Mateo, que trata de este asunto.

Se observará que la pregunta de los discípulos parte de una única perspectiva sobre este asunto, el cual les preocupaba. Preguntan cuándo se consumaría el juicio sobre el templo y todas las demás cosas. Y desde los versículos 9-13, aunque se incluyan algunas circunstancias halladas en Mateo 24, el pasaje se refiere mucho más a lo que es dicho en Mateo 10. Habla del servicio que los discípulos cumplirían en medio de Israel, y en testimonio contra las persecuciones de las autoridades, siendo predicado el evangelio en todas las naciones antes de venir el fin. Ellos tenían, como predicadores, que llenar el lugar que Jesús ocupó entre el pueblo, sólo que el testimonio tenía que llegar más allá. Sería llevado a cabo frente a mucho sufrimiento y persecuciones muy severas.

Pero llegaría un momento cuando terminaría este servicio. La bien conocida señal de la abominación desoladora determinaría este final. Para entonces, deberían huir. Esos serían los días de angustia sin parangón, y de señales y maravillas, las cuales, si era posible, engañarían aun a los escogidos. Pero estaban prevenidos. Todo sería removido después de este tiempo, y el Hijo del Hombre vendría. El poder ocuparía el lugar del testimonio, y el Hijo del Hombre reuniría a Sus escogidos –de Israel– de todos los confines de la Tierra.

Me da la impresión de que en este Evangelio, el Señor lleva a un mismo punto el juicio entonces cercano sobre Jerusalén, y lo que aún había de acontecer, trasladando la mente a lo último, porque Él está aquí más ocupado de la conducta de Sus discípulos durante estos sucesos. Israel, el sistema entero al que Dios había venido, sería puesto aparte provisionalmente para introducir la asamblea y el reino en su carácter celestial, y después el milenio –la asamblea en su gloria y el reino establecido en poder–, cuando el sistema legal e Israel bajo el primer pacto fueran finalmente dejados de lado. En estos dos períodos, la posición general de los discípulos sería la misma. Pero los sucesos del último período serían definitivos e importantes, y el Señor habla especialmente de ellos. No obstante, lo que era más inminente y lo que, por el momento, ponía a Israel de lado y el testimonio, exigía que los discípulos fueran prevenidos a causa del peligro inmediato que corrían; y ellos reciben el aviso en consecuencia.

El esfuerzo de los judíos para restablecer su sistema en el final, pese a Dios, sólo conducirá a la apostasía declarada y al juicio definitivo. Éste será el tiempo de aflicción sin paralelo, de la cual habla el Señor. Pero desde el tiempo de la primera destrucción de Jerusalén por Tito, hasta la venida del Señor, los judíos son considerados expósitos bajo este juicio, sea cual fuere el grado en que se haya llevado a cabo.

Los discípulos son mandados a velar, pues no conocen la hora. Es la conducta de los discípulos, en este aspecto, la cual tiene especialmente el Señor ante sus ojos. Es este gran día, y la hora de su llegada, que los ángeles y el Hijo, como Profeta, no conocen. Jesús debía sentarse a la diestra de Dios hasta que Sus enemigos fueran hechos estrado de Sus pies, y la hora de Su advenimiento no es revelada. El Padre la ha guardado, dice Jesús, en Su propio poder. Véase hechos 3, donde Pedro propone a los judíos el regreso del Señor. Ellos rechazaron su testimonio; y ahora esperan el pleno cumplimiento de todo lo que ha sido dicho. Entretanto, los siervos son dejados para servir durante la ausencia del Maestro. Él ordenó al portero en particular que vigilara. Ellos no sabían la hora que el Maestro vendría. Esto se aplica a los discípulos en sus relaciones con Israel, pero es a la vez un principio general. El Señor se dirige a todos acerca de esto.

CAPÍTULO 14

Este capítulo reanuda el hilo de la historia, con las solemnes circunstancias concernientes al final de la vida del Señor.

Los escribas y fariseos consultaban juntos la manera en que podían prenderle con artimañas, y darle muerte. Temían la influencia del pueblo, el cual admiraba las obras, la bondad y la humildad de Jesús. Así, deseaban evitar detenerle durante la fiesta cuando la multitud se aglomerara hacia Jerusalén: pero Dios tenía otros propósitos. Jesús tenía que ser nuestro Cordero Pascual –¡bendito Señor!– y ofrecerse a Sí mismo como la víctima propiciatoria. Siendo ahora éstos los consejos de Dios y el amor de Cristo, Satanás no carecía de agentes que pudieran llevar a cabo lo que quisieran contra el Señor. Ofreciéndose Jesús por ello, el pueblo pronto estaría inducido a abandonar, incluidos los gentiles, a Aquel que tanto les había atraído; y la traición no se tardaría para arrojarle en manos de los sacerdotes. Aun así, los propios planes de Dios, que le reconocían y le manifestaban en Su gracia, debían tener el primer lugar; y la cena en Betania y la de Jerusalén habían de preceder, la una, la proposición, y la otra, la acción de Judas, pues como la malignidad del hombre era tal Dios siempre toma el lugar que Él escoge sin permitir nunca que el poder enemigo oculte Sus caminos de la fe, ni deja tampoco a Su pueblo sin el testimonio de Su amor.

La porción de la historia es muy extraordinaria. Dios presenta los pensamientos y temores de los líderes del pueblo a fin de que podamos conocerlos; pero todo queda absolutamente en Sus manos. La malicia del hombre, la traición y el poder de Satanás, cuando obran de la manera más enérgica –nunca habían sido tan activas–, sólo hacen que cumplir los propósitos de Dios para la gloria de Cristo. Antes de la traición de Judas, Él tiene el testimonio del afecto de María. Dios pone el sello de este afecto sobre Aquel que tenía que ser traicionado. Y, por otro lado, antes de ser abandonado y entregado, Él puede testificar de Su afecto por los Suyos en la institución de la cena del Señor, y en Su última cena con ellos. ¡Qué hermoso testimonio del interés que Dios tiene puesto en Sus hijos confortándolos en los momentos más oscuros de sus ansias!

Obsérvese también la manera como el amor de Cristo halla, en medio de las tinieblas que se acumulan en Su senda, la luz que se dirige para precisamente aquello que era oportuno para el momento. María no tenía conocimiento profético, pero el peligro inminente en que el Señor se hallaba debido al odio de los judíos, había de darse a conocer dondequiera que la muerte de Cristo y Su amor por nosotros hubiese de ser anunciado en todo el mundo. Ésta es la verdadera inteligencia –la verdadera guía en asuntos morales. La acción de ella es ocasión que produce tinieblas en Judas, una acción revestida de la luz de la inteligencia divina por el propio testimonio del Señor. Este amor por Cristo discierne aquello que es apto –aprende el bien y el mal de un justo modo, y oportunamente. Es bueno preocuparse de los pobres. Pero en ese momento toda la mente de Dios estaba centrada en el sacrificio de Cristo. Ellos siempre tendrían la oportunidad de aliviar a los pobres, porque estaban en su derecho. Compararlos con Jesús, en el momento de Su sacrificio, era sacarlos fuera de su lugar y olvidar todo lo que era apreciado a los ojos de Dios. Judas, a quien sólo le importaba el dinero, mereció esta posición de acuerdo a sus propios intereses. No vio la preciosidad de Cristo, sino los deseos de los escribas. Su sagacidad era del enemigo, igual que la de María era de Dios. Las cosas se sucedieron: Judas acuerda con ellos el plan de entregar a Jesús a cambio de dinero. El hecho mismo queda establecido de acuerdo a sus pensamientos y a los de ellos. No obstante, es muy extraordinario ver aquí la manera como –si puede decirse así– Dios mismo dirige la posición. Aunque es el momento en que la malicia humana está en su punto álgido, y cuando el poder de Satanás está ejerciéndose hasta su culminación, todo es cumplido exactamente en aquel momento, no obstante, mediante los instrumentos escogidos de Dios. Nada, ni siquiera lo más insignificante, escapa de Él. Nada es consumado sino aquello que Él quiere, y como quiere, y cuando quiere. ¡Qué consuelo para nosotros! Y, en las circunstancias que estamos considerando, ¡qué testimonio más sorprendente! El Espíritu Santo ha transmitido el deseo –fácil de ser entendido– de los principales sacerdotes y escribas para evitar la ocasión de la fiesta. ¡ Deseo inútil! Aquel sacrificio iba a ser consumado en ese momento, como efectivamente lo fue.

Se acercaba el día de la última fiesta de la Pascua que tendría lugar en la vida de Jesús –aquella en que Él mismo debía ser el Cordero y donde había de dejar como memorial a la fe nada más excepto Él y Su obra. Por tanto, mandó a Sus discípulos que preparasen todo lo necesario para celebrar la fiesta. Al anochecer se sienta con ellos para conversar, y testificar por última vez de Su amor por ellos como compañero suyo. Fue para decirles –pues debía sufrirlo todo– que uno le traicionaría. El corazón al menos de once de ellos le contestó, apesadumbrados por esta idea17. Así había de ser, por uno de aquellos que comía del mismo plato que Él, pero ¡ay de aquel hombre! Ni el pensamiento de tal iniquidad, ni el dolor de Su propio corazón pudieron contener el amor que manaba de Cristo. Era Él mismo, Su sacrificio, y no una liberación temporal, la que ellos deberían recordar en adelante. Todo quedaba ahora absorbido en Él, y en Él muriendo en la cruz. Más tarde, al ofrecerles la copa, pone el fundamento del nuevo pacto en Su sangre –en figura–, dándosela como participación de Su muerte –verdadero sorbo de vida. Cuando todos hubieron bebido de ella, les hace saber que es el sello del nuevo pacto –algo bien conocido para los judíos, según Jeremías– añadiendo que era vertida por muchos. Para ello, era necesaria la muerte, y los lazos de las asociaciones terrenales entre Jesús y Sus discípulos se disolvieron. No bebería más del fruto de la vid –la señal de esa relación– hasta que, de manera diferente, renovara Él estas asociaciones con ellos en el reino de Dios. Cuando el reino fuera establecido, nuevamente estaría Él con ellos y haría nuevos estos lazos de asociación –de otra forma y de un modo más excelente, efectivamente. Pero ahora todo iba a cambiar. Cantaron y salieron fuera, reparando en el lugar de costumbre como era el monte de los olivos.

La relación de Jesús con Sus discípulos aquí abajo debía deshacerse, pero no porque Él los abandonara. Él fortaleció, o cuando menos, manifestó los sentimientos de Su corazón y la consistencia de estos lazos –de parte de Él– en Su última cena con ellos. Pero ellos se ofenderían por la posición que tomaba, y le abandonarían. No obstante, la mano de Dios estaba en todo ello. Él heriría al Pastor. Una vez resucitado de los muertos, Jesús reiniciaría Sus relaciones con Sus discípulos –con los menesterosos del rebaño. Iría delante de ellos para tomar el lugar donde comenzaron estas relaciones, a Galilea, lejos del orgullo de la nación, y donde la luz apareció en medio de ellos conforme a la Palabra de Dios. 

La muerte estaba ante Él. Debía pasar por ella a fin de que cualquier relación entre Dios y el hombre pudiera ser establecida. El Pastor sería herido por el Señor de los ejércitos. Muerte era el juicio de Dios. ¿Podía el hombre sufrirla? Sólo había Uno que sí podía. Pedro, quien amaba a Cristo demasiado bien para abandonarle de corazón, penetra profundamente en la senda de la muerte sólo para retrotraerse a ella, dando así un insólito testimonio de su propia incapacidad de atravesar el abismo que se abría ante sus ojos en la Persona de su irreconocido Maestro.

Después de todo, para Pedro sólo era la exterioridad de la muerte. La debilidad que produjeron sus temores le incapacitaron para penetrar en el abismo que el pecado ha abierto bajo nuestros pies. En el momento que Jesús se lo anuncia, Pedro resuelve enfrentarse a todo lo que venía. Sincero en su afecto, no sabía lo que era el hombre, desnudo ante Dios, y en presencia del poder del enemigo que tiene como arma la muerte. Hubo ya temblado, pero la mirada de Jesús, la cual inspira afecto, no dice que la carne que nos impide que le glorifiquemos esté, en un sentido práctico, muerta. Además, él no conocía nada de esta verdad. Es la muerte de Cristo la que ha sacado a relucir nuestra condición, mientras ministra su único remedio –muerte, y vida en resurrección. Como el arca en el Jordán, sólo Él penetró  en todo ello, para que Su pueblo redimido pudiera pasar calzado. Antes no habían cruzado esta vía.

Jesús se acerca al final de Su prueba –una prueba que sólo manifestó Su gloria y Su perfección, y al mismo tiempo glorificó a Dios Su Padre. Fue una prueba que no le escatimó de nada que hubiera tenido poder para detenerle, si es que algo lo hubiera hecho, y que siguió incluso hasta la muerte, sobrellevando la ira de Dios en la misma. Una carga que trasciende nuestros pensamientos.

Están cercanos el conflicto y el sufrimiento, y Jesús se enfrentó a ellos no con la ligereza de Pedro, el cual se hundió en ellos porque ignoraba su naturaleza, sino con pleno conocimiento, encomendándose a la presencia del Padre ante quien todo era medido, y donde la voluntad de Aquel que puso esta tarea sobre Él es claramente manifestada en Su comunión con Él. Así que Jesús la cumple, como si Dios mismo la estuviera contemplando, de acuerdo a la trascendencia y a la intención de Sus pensamientos y de Su naturaleza, en perfecta obediencia a Su voluntad.

Jesús se adelanta solo a orar. Moralmente, atraviesa solo todo el ámbito de Sus sufrimientos, asimilando toda su amargura, en comunión con Su Padre. Teniéndolos ante Sus ojos, los presenta al corazón del Padre, a fin de que, si fuera posible, esa copa pasara de Él. Si no, sería al menos de la mano de Su Padre que Él la recibiría. Ésta era la piedad a razón de la cual fue oído, y Sus oraciones subieron a lo alto. Él esta allí como Hombre –contento de tener a Sus discípulos velando con Él, y de rodearse de soledad para derramar Su corazón en el seno de Su Padre en la dependiente condición de un hombre que ora. ¡Qué escenas!

Pedro, que quería morir por su Maestro, no es capaz siquiera de velar con Él. Humildemente, el Señor le reprueba su inconsistencia, reconociendo no obstante que en su espíritu había buena voluntad, pero que la carne no tenía valor y estaba en conflicto con el enemigo y en continua guerra espiritual.

El relato de Marcos, que pasa tan rápido de una circunstancia a la otra, manifestando toda la condición moral de los hombres con quienes Jesús estaba asociado, lo hace de tal manera que sitúa estos sucesos en relación con los otros, siendo tan emotiva como la sucesión de los detalles hallados en los otros Evangelios. Un carácter moral está reflejado en cada paso que damos en esta historia, dándole en general un interés que nada podía sobrepasar –excepto aquello que es sobre todas las cosas, sobre todo pensamiento– sino aquel Uno, la Persona de Aquel que está aquí delante de nosotros. Él veló al menos con Su Padre, porque después de todo, dependiente como lo era por gracia, ¿qué podía el hombre hacer por Él? Completamente Hombre, tenía que reclinarse sobre Uno sólo, y así fue el Hombre perfecto. Yendo nuevamente a orar, regresa para hallarlos durmiendo otra vez, y presenta una vez más el caso a Su Padre; luego despierta a Sus discípulos, pues había llegado la hora en que ellos no podían hacer nada más por Él. Judas acude con su beso. Jesús se somete. Pedro, el cual durmió durante la oración más ferviente de su Maestro, se despierta para luchar cuando su Maestro se estaba entregando dócilmente como un cordero al matadero. Pedro pega a uno de los ayudantes cortándole la oreja. Jesús razona con aquellos que habían acudido a prenderle, recordándoles que, cuando Él estaba constantemente expuesto, humanamente hablando, a su poder, no pusieron las manos sobre Él; pero que había un motivo muy diferente para que aquello sucediese así ahora –los consejos de Dios y la Palabra de Dios debían consumarse. Fue la fiel consumación del servicio encomendado a Él. Todos le abandonan y huyen, porque ¿quién, aparte de Él, podía seguir este camino hasta el final?

Un joven intentó ir más allá; pero tan pronto como los oficiales de justicia le detuvieron agarrándole por su vestido de lino, huyó y lo dejó en sus manos. Aparte del poder del Espíritu Santo, cuanto más lejos se aventura uno en el camino en que se hallan el poder del mundo y de la muerte, tanto mayor la vergüenza con la que uno escapa, si Dios ofrece la vía de salida. Huyó de ellos desnudo.

Los testigos fracasan, no en malicia, sino en la certidumbre del testimonio, aun cuando el uso  de la fuerza no podía hacer nada contra Él hasta el momento que Dios predeterminara. La confesión de Cristo, Su fidelidad al declarar la verdad en la congregación, es el medio de Su condenación. El hombre no puede hacer nada, aunque lo hizo todo en lo que concierne a su voluntad y culpa. El testimonio de Sus enemigos, el afecto de Sus discípulos, todos fracasan: esto es el hombre. Es Jesús quien da testimonio de la verdad; es Jesús el que vela con el Padre, Jesús quien se entrega a aquellos que nunca fueron capaces de prenderle hasta que la hora que Dios había asignado llegó. ¡Pobre Pedro! Fue más lejos que el joven en el huerto; y le vemos allí, con la carne en el lugar del testimonio, en el lugar donde este testimonio debía ser rendido ante el poder de su oponente y de sus instrumentos. ¡Ay, no podrá escapar! La Palabra de Cristo será veraz, si la de Pedro es falsa –Su corazón fiel y lleno de amor, si el de Pedro (ay, como todos los nuestros) es infiel y cobarde. Él confiesa la verdad, y Pedro la niega. No obstante, la gracia de nuestro bendito Señor no falla; y, tocado por ella, Pedro se cubre el rostro y llora.

La palabra del profeta tiene que ser nuevamente cumplida. Él será entregado en manos de los gentiles. Allí es acusado de ser un rey, la confesión de lo que inevitablemente provocaría Su  muerte. Pero fue la verdad.

La confesión que Jesús hizo antes ante los sacerdotes se refiere, como vimos en otros casos en este Evangelio, a Su relación con Israel. Su servicio era predicar en la congregación de Israel. Efectivamente se presentó ya como Rey, como Emanuel. Ahora confiesa que Él es para Israel la esperanza del pueblo, lo cual será así a partir de aquí. «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?», preguntó el sacerdote. Éste era el título, la gloriosa posición de Aquel quien era la esperanza de Israel según el Salmo 2. Pero añade aquello que Él iba a ser –es decir, el carácter que Él asumiría, siendo rechazado por este pueblo, aquello en lo cual se presentaría al pueblo rebelde–: según los Salmos 8, 110 y también Daniel 7, con sus resultados, es decir, el Hijo del Hombre a la diestra de Dios y viniendo en las nubes del cielo. El Salmo 8 sólo le presenta de una manera general. Es el Salmo 110 y Daniel 7 los que hablan del Mesías de este modo particular, conforme a lo que Cristo anuncia aquí acerca de Sí mismo. La blasfemia que el sumo sacerdote le imputó fue solamente el rechazo de Su Persona, pues aquello que Él dijo, estaba escrito en la Palabra.

 

CAPÍTULO 15

Ante Pilato, Él da testimonio de una buena confesión, un testimonio de la verdad donde la gloria de Dios lo requería, y donde este testimonio fue contrariado por el poder del adversario. A todo lo demás, Él no da respuesta. Les deja continuar; y el Evangelista no entra en más detalles. Rendir este testimonio era el último servicio y deber que tuvo que realizar. Ya fue dado. Los judíos escogen al sedicioso homicida Barrabás, y Pilato, escuchando la voz de la multitud, entrega a Jesús para que sea crucificado. El Señor se somete a los insultos de los soldados, quienes mezclan la soberbia y la insolencia de su clase con el endurecimiento del ejecutor, cuyas funciones llevaba a cabo. ¡Tristes muestras de nuestra naturaleza! El Cristo que vino para salvarlos estaba, por el momento, bajo su poder. Él utilizó Su propio poder, no para salvarse a Sí mismo, sino para liberar a otros del poder del enemigo. Finalmente, le conducen al Gólgota para crucificarle. Allí le ofrecen una mezcla soporífera, la cual rehúsa; y le crucifican con dos ladrones, uno a Su derecha y el otro a Su izquierda, cumpliendo así (pues era todo lo que ellos hicieron o podían hacer) todo cuanto estaba escrito acerca del Señor. Era la hora de los judíos y de los sacerdotes. Obtuvieron –¡ay de ellos!­– el deseo de su corazón. Hicieron manifiesta, sin saberlo, la gloria y perfección de Jesús. El templo no podía levantarse otra vez sin ser derribado antes; y como instrumentos, establecieron el hecho que Él entonces anunció. Además, Él salvó a otros y no a Sí mismo. Éstas son dos partes de la perfección de la muerte de Cristo con referencia al hombre.

Cualesquiera fuesen los pensamientos de Cristo y de Sus sufrimientos con respecto a los hombres –aquellos perrillos, aquellos toros de Basán–, la obra que Él tenía que cumplir contenía profundidades inabordables por la exterioridad de aquellas cosas. Tinieblas cubrieron la Tierra –divino y comprensivo testimonio de aquello que, con más profundo lamento, cubrió el alma de Jesús, abandonado por Dios debido al pecado, pero manifestando así sin parangón, más que en cualquier otra ocasión, Su absoluta perfección, al tiempo que las tinieblas marcaban, bajo signos externos, Su entera separación de las cosas exteriores, constituyendo toda la obra algo entre Él y Dios. Exclamando otra vez en voz alta, entrega el espíritu. Su servicio fue completo. ¿Qué más había de hacer Él en un mundo donde vivió sólo para cumplir la voluntad de Dios? Todo había terminado, y forzosamente partió. No hablo de necesidad física, pues Él aún conservaba Su fuerza; pero, moralmente rechazado por el mundo, no había ya más lugar en él para mostrarle Su misericordia. La voluntad de Dios fue totalmente consumada por Él. Bebió en Su alma la copa de la muerte y del juicio por el pecado. No hubo nada que le dejase, excepto el acto de morir; y Él expiró, obediente hasta el final, a fin de comenzar en otro mundo –si separado en Su alma del cuerpo, o bien en gloria– una vida en la que nunca podía introducirse el mal, y en la que el nuevo hombre será perfectamente dichoso en la presencia de Dios.

Su servicio fue completo. Su obediencia tuvo su final en la muerte –Su obediencia, y por tanto Su vida, vivida en medio de pecadores ¿Qué hubiera significado una vida en la cual no hubiese habido más por obedecer? Al morir ahora, Su obediencia fue perfeccionada. El camino al lugar santísimo está ahora abierto –el velo es rasgado de arriba abajo. El centurión gentil confiesa, en la muerte de Jesús, a la Persona del Hijo de Dios. Hasta entonces, el Mesías y el judaísmo fueron de la mano. En Su muerte, el judaísmo le rechaza, y Él es el Salvador del mundo. El velo no oculta más a Dios. En este sentido, fue todo cuanto el judaísmo pudo hacer. La manifestación de gracia perfecta está ahí para el gentil, el cual reconoció –porque Jesús entregó Su vida con un grito que demostraba la existencia de tanta fortaleza– que el Príncipe de vida, el Hijo de Dios, estaba allí. Pilato también queda asombrado de que ya estuviese muerto. Sólo lo cree cuando le certifica esta verdad el centurión. En cuanto a la fe –lejos de la gracia, e incluso de la justicia humana–, no se inmutó en absoluto acerca de este punto.

La muerte de Jesús no le separó de los corazones de aquellos débiles que le amaban –quienes tal vez no entraron en el conflicto, pero que a quienes la gracia había sacado de su encierro: aquellas devotas mujeres que le habían seguido y que frecuentemente habían mirado por las necesidades de Él, y José, quien, aunque tocada su conciencia, no le había seguido hasta ahora, animado finalmente por el testimonio de la gracia y la perfección de Jesús –no hallando la integridad del consejero una ocasión de temor en las circunstancias, sino una que le indujo a definirse–, están él y aquellas mujeres ocupados del mismo modo con el cuerpo de Jesús. Este tabernáculo del Hijo de Dios no es dejado sin aquellos servicios que le eran debidos por parte del hombre, a quien Él acababa de dejar. Además, la providencia de Dios, así como Su operación en sus corazones, habían preparado todo esto. El cuerpo de Jesús es puesto en la tumba, y todos esperan que el sábado termine para realizar su servicio con él. Las mujeres se habían familiarizado con el lugar.

 

CAPÍTULO 16

El último capítulo está dividido en dos partes –un hecho que ha originado incluso dudas acerca de la autenticidad de los versículos 9-20. La primera parte del capítulo, versículos 1-8, narra el fin de la historia en relación con el restablecimiento de aquello que ha estado siempre delante de nosotros en este Evangelio: las relaciones del Profeta de Israel, y del reino con el pueblo –cuando menos, con el remanente del pueblo escogido. Los discípulos, y Pedro, a quien reconoce el Señor a solas pese a la negación de su Maestro, tenía que ir y encontrarle en Galilea, como Él les había dicho. Allí la relación fue restablecida entre Jesús en resurrección y los menesterosos del rebaño, quienes le estaban esperando –ellos solos siendo reconocidos como el pueblo ante Dios. Las mujeres no dicen nada a nadie más. El testimonio del Cristo resucitado fue confiado sólo a Sus discípulos, a estos menospreciados galileos. El miedo fue el medio empleado por la providencia de Dios para impedir que las mujeres hablaran, como naturalmente hubieran hecho.

Versículos 9-20. Éste es otro testimonio. Los discípulos no aparecen aquí como un remanente elegido, sino en la incredulidad natural en el hombre. El mensaje es enviado a todo el mundo. María la Magdalena, anteriormente poseída por siete demonios, la esclava absoluta de ese temible poder, es utilizada para que comunicase el conocimiento de Su resurrección a los compañeros de Jesús. Más tarde, Jesús mismo se aparece a ellos y les da su comisión. Les dice que fueran a todo el mundo y predicasen el evangelio a toda criatura. No se trata ya específicamente del evangelio del reino. Quienquiera que por todo el mundo creyera y se uniera a Cristo por el bautismo, sería salvado. El que no creyera, sería condenado. Era una cuestión de salvación o condenación –el creyente, salvado, el que refutaba el mensaje condenado. Además, si alguien estaba convencido de la verdad, pero se negaba a unirse con los discípulos confesando al Señor, tanto peor sería su caso. A partir de ahí se dice: «el que crea y sea bautizado». Señales de poder acompañarían a los creyentes, y serían guardados del poder enemigo.

La primera señal sería su control sobre los malos espíritus; la segunda, la prueba de esa gracia que sobresalía de los estrechos límites de Israel, dirigiéndose a todo el mundo. Hablarían también diversas lenguas. Además de esto, con respecto al poder del enemigo, manifestado al causar perjuicio, la ponzoña de las serpientes y sus venenos no tendrían ningún efecto sobre ellos, y las enfermedades desaparecerían ante su autoridad. En una palabra, sería la expulsión del poder del enemigo sobre el hombre, y la proclamación de la gracia a todos los hombres.

Habiéndoles dado así la comisión, Jesús asciende al cielo y se sienta a la diestra de Dios –el lugar del cual este poder provendrá para bendecir, y del que volverá para poner a los menesterosos del rebaño en posesión del reino. Entretanto, los discípulos ocupan Su lugar, extendiendo su esfera de servicio hasta los confines de la Tierra. El Señor confirma la palabra de ellos por las señales que les seguirían.

Podrá pensarse, quizás, que me he referido poco a los sufrimientos de Cristo en lo que he escrito sobre Marcos. Nunca se agotará este tema, pues es tan vasto como la Persona y la obra de Cristo lo son. ¡Bendito sea Dios por ello! En Lucas veremos más detalles. Seguiré el orden de pensamiento que el Evangelio presente ante mí. Según me consta, con respecto a la crucifixión de Cristo, es la consumación de Su servicio lo que el evangelista tiene en mente. Su gran tema era el Profeta. Por lo tanto, deberá referir Su historia hasta el final. Poseemos, en un relato escueto, un cuadro completo de los sucesos que marcan el final de la vida del Señor –de aquello que Él tuvo que cumplir como el Siervo de Su Padre. He seguido este orden del Evangelio.

 

 

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Referencias

1  Esta rapidez caracteriza a Marcos, como lo confirma la palabra «inmediatamente» (eutheos). Volver a nota 1

2  Es el hecho en sí mismo lo que se da aquí, como en Mateo. El relato de Lucas dará la oportunidad de entrar más en detalle acerca del llamamiento de los discípulos. Desde los tiempos de Juan el Bautista, ellos habían permanecido más o menos asociados al Señor. Volver a nota 2

3  Debemos distinguir entre el perdón gubernativo y el perdón absoluto de los pecados. Tal como es el hombre, no podría haber existido este último sin el primero. Pero hasta que no hubo muerto y resucitado Cristo, esto no fue revelado. Volver a nota 3

4  Nadie puede dejar de ver cómo el antiguo sistema, basado en lo que el hombre debía ser para Dios, es puesto aparte por aquello que Dios es para el hombre. Pero habiendo sido el primero establecido por Dios, nada excepto las palabras y acciones de Jesús habrían justificado el que los judíos hubieran abandonado este sistema. Se trataba de una clara oposición y odio hacia la plena revelación de Aquel que había ordenado el otro. Compárese Juan 15:22, 24. Volver a nota 4

5  Es decir, al mar de Tiberias. Volver a nota 5

6  Éste es el secreto de toda la historia de Jesús, el Hijo de David. Estando todas las promesas en Él para los judíos, el siervo de cada necesidad también y de cada dificultad, aun siendo Dios y Dios manifestado en Él, no podía comprenderlo el hombre. La mente de la carne es enemistad contra Dios. Volver a nota 6

7  Puede remarcarse aquí que siete es el número primo más alto, que es indivisible; y doce, es el número más divisible que existe. Volver a nota 7

8  La saliva, en relación con la santidad de los rabinos, era muy apreciada por los judíos en este sentido. Pero aquí su eficacia está relacionada con la Persona de Aquel que la utilizó. Volver a nota 8

9  No tenemos aquí nada referente a la Iglesia, ni a las llaves del reino. Éstos dependen de lo que no es presentado aquí como parte de la confesión de Pedro (el Hijo del Dios viviente). Tenemos la gloria del reino viniendo en poder, en contraste con el Cristo rechazado, el profeta-siervo en Israel. Volver a nota 9

10  La entrada en la nube no forma parte de la revelación aquí. La hallamos en Lucas. La nube para Israel era el lugar donde moraba Dios. Una (Mat. 17) nube resplandeciente. Volver a nota 10

11  Algunos tienen problemas para reconciliar esto con: «No se lo impidáis; el que no está conmigo, contra mí está». Pero lo combinan cuando ven el punto principal: Cristo constituía un criterio divino del estado del hombre, y planteaba seriamente estos asuntos. El mundo estaba total y absolutamente en Su contra. Pero cuando había desacuerdo en las cosas, si un hombre no era por Él, era del mundo, y por lo tanto contra Él. Volver a nota 11

12  Obsérvese que no pregunta «qué tengo que hacer para ser salvo». Él asumía que por la ley debía obtener la vida. Volver a nota 12

13  Esto trascendía incluso la relación de los discípulos con los judíos, y en principio admitía a los gentiles. Volver a nota 13

14  Desde la transfiguración hasta que Sus derechos como Hijo de David son puestos en duda, es la cruz la que es presentada. Profeta y predicador hasta entonces, ese ministerio acabó con la transfiguración, en la que Su gloria futura brilló en este mundo sobre la cruz que tenía que concluir Su servicio aquí abajo. Pero antes de que Él llegara a la cruz, se presentó a Sí mismo como Rey. Mateo comienza con el Rey, pero en Marcos es esencialmente el Profeta. Volver a nota 14

15  He advertido que el ciego de Jericó es, en todos los tres primeros Evangelios, el puente donde la historia de las últimas relaciones de Cristo con los judíos y Sus sufrimientos finales comienzan, concluyendo así Su ministerio general y servicio. Volver a nota 15

16  Esto es el hombre bajo el antiguo pacto, la carne bajo la exigencia divina, y sin ningún fruto que creciera de él para siempre jamás. Volver a nota 16

17  Hay algo muy hermoso y emotivo en esta pregunta. Sus corazones fueron llevados por una emoción, y las palabras de Jesús contenían todo el peso de un testimonio divino en los mismos. No tenían pensamientos de traicionarle, excepto Judas; pero Su palabra era verdadera, sus almas la aceptaban, y desconfiaban de ellos en presencia de las palabras de Cristo. No fue una seguridad que se vanagloriara de que no le entregarían, sino una reverencia de corazón ante las solemnes y terribles palabras de Jesús. Judas evitó contestar a la pregunta, pero después, acabando para ser como los demás, la hace, quedando más en evidencia delante del Señor, para alivio asegurado del resto (Mat. 26:25). Volver a nota 17