— EL EVANGELIO SEGÚN JUAN —(Capítulos 1-11)

introducción

El Evangelio de Juan tiene un carácter peculiar, como podrá percibir todo cristiano. No presenta el nacimiento de Cristo en este mundo, visto como el Hijo de David, ni registra Su genealogía hasta Adán a fin de presentar Su título de Hijo del Hombre. No exhibe al Profeta quien, por Su testimonio, cumplió el servicio de Su Padre en este sentido. Ni es Su nacimiento, ni el comienzo de Su Evangelio, sino Su existencia antes de que el principio de cualquier cosa fuera un principio. «En el principio era el Verbo». En resumen, es la gloria de la Persona de Jesús, el Hijo de Dios, sobre toda dispensación –una gloria desarrollada de muchas maneras en gracia, pero la cual es siempre ella misma. Es aquello que Él es, haciéndonos partícipes de todas las bendiciones que emanan de esta gloria cuando Él es manifestado para comunicárnoslas.

 

capítulo 1

El primer capítulo corrobora aquello que Él era antes de todas las cosas, y los diferentes caracteres en los que Él bendice al hombre, al encarnarse. Él es, y es la expresión, de toda la mente que subsiste en Dios: el Logos. En el principio, Él era. Si retrocede la mente humana tanto como le sea posible, todo lo imaginablemente lejos que aquello que haya tenido jamás un principio, Él es. Ésta es la idea más perfecta que podemos formarnos históricamente, si es que puedo utilizar esta expresión, de la existencia de Dios o de la eternidad. «En el principio era el Verbo». ¿No había nada más que Él? ¡Imposible! ¿De qué hubiera sido Él el Verbo? «El Verbo era con Dios». Es decir, una existencia personal es la que se le atribuye. Para que no se piense que Él era algo que la eternidad implica, pero que el Espíritu Santo viene a revelar, se nos dice que Él «era Dios». En Su existencia eterna, en Su naturaleza divina, en Su Persona única, podría haberse hablado de Él como una emanación en el tiempo como si Su personalidad fuera temporal, aunque eterna en Su naturaleza: el Espíritu añade por lo tanto «En el principio Él era con Dios». Es la revelación del Logos eterno antes de toda la creación. Este Evangelio, por tanto, comienza realmente antes del Génesis. El libro del Génesis nos ofrece la historia del mundo en el tiempo; Juan nos ofrece aquella del Verbo, el cual existía en la eternidad antes de que el mundo fuese; quien –cuando el hombre puede hablar del principio– era; y, consecuentemente, no empezó a existir. El lenguaje del Evangelio es lo más sencillo posible, y como la espada en Edén, se mueve en cada dirección oponiéndose a todo razonamiento humano para defender la divinidad y personalidad del Hijo de Dios.

Por Él fueron también creadas todas las cosas. Hay cosas que tuvieron un principio; todas ellas tuvieron su origen de Él: «Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin Él no hay nada que fuera hecho». Precisa, positiva y absoluta distinción entre todo lo que fue hecho y Jesús. Si hay algo que no haya sido creado, es el Verbo, pues todo lo que se creó fue hecho por este Verbo.

Pero hay algo más, además del acto supremo de crear todas las cosas –un acto que caracteriza al Verbo. Hay aquello que era en Él. Toda la creación fue hecha por Él, pero no existe en Él. En Él había la vida. En ella estaba Él en relación con una parte especial de la creación –una parte la cual fue el objeto de los pensamientos e intenciones de Dios. Esta vida era la «luz de los hombres», y se reveló a sí misma como testimonio a la naturaleza divina en relación inmediata con ellos, así como no lo hizo respecto con ningún otro en absoluto1. Pero, de hecho, la luz brilló en medio de aquello que era en su misma naturaleza2 contrario a ella, y peor que cualquier imaginación natural, pues donde viene la luz, desaparecen las tinieblas: Pero aquí la luz vino, y las tinieblas no se percibieron de ella –continuaron siendo tinieblas, nunca la comprendieron ni la recibieron. Éstas son las relaciones de la Palabra con la creación y el hombre, vistos abstractamente en Su naturaleza. El Espíritu prosigue con este asunto dándonos detalles, históricamente, de esta última parte.

Podemos destacar aquí –y el punto de su importancia– la manera en que el Espíritu pasa de la naturaleza divina y eterna del Verbo, quien era antes de todas las cosas, a la manifestación, en este mundo, del Verbo hecho carne en la Persona de Jesús. Todos los caminos de Dios, las dispensaciones, Su gobierno del mundo, son omitidos por el silencio. Al contemplar a Jesús sobre la Tierra, inmediatamente nos vemos en relación con Él existiendo antes de que el mundo fuera. Solamente Él es presentado por Juan, y aquello que se halla en el mundo es aceptado como creación. Juan vino para dar testimonio de la Luz. La Luz verdadera era aquella que, viniendo al mundo, brilló para todos los hombres, y no sólo para los judíos. Él vino al mundo, y éste, tenebroso y ciego, no le conoció. Él vino a los Suyos, y los Suyos –los judíos– no le conocieron. Pero sí hubo quienes le recibieron, de los cuales son dichas estas dos cosas: han recibido potestad para ser llamados los hijos3 de Dios, para tomar su lugar como tales; y en segundo lugar, son, de hecho, nacidos de Dios. La descendencia natural y la voluntad humana, no tuvieron ninguna recomendación aquí.

Así, hemos visto al Verbo, en Su naturaleza, abstractamente (vers. 1-3); y como vida, la manifestación de la luz divina en el hombre, con las consecuencias de esa manifestación (vers. 4, 5); y cómo fue Él recibido donde así resultó ser (vers. 10-13). Esta parte general acerca de Su naturaleza, acaba aquí. El Espíritu continúa la historia de la esencia del Señor, manifestado como Hombre sobre la Tierra. Así que, más o menos, es como si comenzáramos de nuevo aquí (vers. 14) con Jesús sobre la Tierra –lo que el Verbo devino, no lo que era. Como luz en el mundo, quedó sin contestar el derecho que Él tenía sobre el Hombre. No conociéndole, o rechazándole donde Él estaba dispensacionalmente en estas relaciones, fue la única diferencia. La gracia en poder vivificante se presenta entonces para llevar a los hombres a recibirle. El mundo no conoció a su Creador venido a él como luz, y los Suyos rechazaron a su Señor. Aquellos que eran nacidos no de la voluntad humana sino de Dios, le recibieron. Así, no tenemos lo que el Verbo era (en), sino lo que devino (egeneto).

El Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros en la plenitud de la gracia y de la verdad. Éste es el gran hecho, la fuente de toda la bendición para nosotros4. Aquello que es la total expresión de Dios, se adaptó, tomando la misma naturaleza del hombre, a todo lo que había en éste, para satisfacer cada necesidad humana y toda la capacidad de la nueva naturaleza en el hombre para gozar de la expresión de todo a lo que Dios se aviene con él. Es más que la luz, la cual es pura y muestra todas las cosas; es la expresión de lo que Dios es, y Dios en gracia, como fuente de bendición. Démonos cuenta de que Dios no podía ser para con los ángeles aquello que era para con los hombres: gracia, paciencia, misericordia, amor mostrados a los pecadores. Y todo esto es Él, así como la bienaventuranza de Dios, para el nuevo hombre. La gloria en la que fue visto Cristo –por aquellos que tenían ojos para ver– así manifestada, era aquella de un Hijo unigénito con Su Padre, el solo objeto de concentración para Su deleite como Padre.

Éstas son las dos partes de esta gran verdad. El Verbo, el cual era con Dios y era Dios, fue hecho carne, y Aquel que fue contemplado sobre la Tierra tenía la gloria de un Hijo unigénito con el Padre.

Como resultado, hay dos cosas: la gracia –cual ninguna mayor, el mismo amor que es revelado hacia los pecadores– y la verdad, siendo ambas no declaradas, sino venidas, en Jesucristo. La verdadera relación de todas las cosas con Dios son mostradas, y su alejamiento de esta relación. Ésta es la base de la verdad. Todo toma su verdadero lugar, su verdadero carácter, en cada aspecto. Y el centro a lo que todo hace referencia es Dios. Lo que Dios es, la perfección del hombre, su pecado, el mundo, su príncipe, todo queda revelado por la presencia de Cristo. La gracia y la verdad son, pues, venidas. Lo segundo es que el Hijo unigénito en el seno del Padre revela a Dios, y lo hace consecuentemente siendo conocido por Él mismo en esa posición. Esto está mayormente relacionado con el carácter y la revelación de la gracia en Juan: en primer lugar, la plenitud, con la cual estamos en comunicación, y de la cual hemos recibido todo; después, la relación.

Pero hay todavía otras enseñanzas importantes en estos versículos. La Persona de Jesús, el Verbo hecho carne habitando entre nosotros, era lleno de gracia y de verdad. De esta plenitud hemos recibido todo: no verdad sobre verdad –la verdad es simple, y sitúa todas las cosas exactamente en su lugar, moralmente y en su esencia–; hemos recibido aquello que necesitábamos –gracia sobre gracia, el abundante favor de Dios, bendiciones divinas (el fruto de Su amor) acumulados uno sobre otro. La verdad brilla –todo es perfectamente manifestado; la gracia es dada.

La relación de esta manifestación de la gracia de Dios en el Verbo hecho carne –en quien se refleja también la perfecta verdad– junto con otros testimonios de Dios, nos es enseñada luego a nosotros. Juan dio testimonio de Él; el servicio de Moisés tenía un carácter completamente distinto. Juan le precedió en su servicio sobre la Tierra, pero Jesús debe ser preferido antes que él, pues humilde como era, Dios sobre todos y bendito para siempre, Él era antes de Juan aunque viniera tras él. Moisés dio la ley, perfecta en su lugar –la cual demandaba del hombre, por parte de Dios, aquello que el hombre debía ser. Luego Dios quedó oculto, y envió una ley que mostraba la manera en que debía comportarse el hombre. Pero ahora Dios se ha revelado por Cristo, y la verdad –como todo lo demás– y la gracia son venidas. La ley no era ni la verdad, plena y completa5 en cada aspecto, como en Jesús, ni la gracia. No era una transcripción dada por Dios, sino una norma perfecta para el hombre. La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo, no por Moisés. Nada puede ser más importante en esencia que esta afirmación. La ley demandaba del hombre cómo debía comportarse delante de Dios, y si éste lo cumplía, contaba para su justicia. La verdad en Cristo mostraba lo que el hombre era –no lo que debía ser–, y lo que Dios era, e inseparable de la gracia, no demanda ya de él, sino que le trae al hombre aquello que necesita. «Si conocieras el don de Dios», dice el Salvador a la mujer samaritana. Del mismo modo, al término del viaje por el desierto, Balaam tuvo que decir: «Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel: ¡Lo que ha hecho Dios!» El verbo vino está en el singular después de gracia y verdad. Cristo es ambas cosas a la vez; de hecho, si la gracia no estuviera ahí, Él no sería la verdad en cuanto a Dios. Exigir del hombre lo que se esperaba de él, era un requerimiento justo. Pero ofrecer la gracia y la gloria, dar a Su Hijo, era otra cosa en todos los sentidos, sólo para autorizar la ley como perfecta en su lugar.

Tenemos así el carácter y la posición del Verbo hecho carne –aquello que Jesús fue aquí abajo, el Verbo hecho carne; Su gloria vista por la fe, la del unigénito del Padre. Él era lleno de gracia y de verdad. Él reveló a Dios como le conocía, como el Hijo unigénito en el seno del Padre. No fue sólo el carácter de Su gloria aquí abajo, sino lo que Él era –lo que había sido, lo que Él siempre es– en el seno del Padre en la Deidad; y fue de este modo que Él le declaró. Él era antes de Juan el Bautista, aunque viniera después de él. Traía, en Su propia Persona, aquello que en su naturaleza era totalmente diferente de la ley dada por Moisés.

De esta manera es manifestado el Señor sobre la Tierra. Continúan Sus relaciones con los hombres, las posiciones que Él ocupó, los caracteres que asumió, conforme a los propósitos de Dios, y el testimonio de Su palabra entre los hombres. En primer lugar, Juan el Bautista le concede un lugar a Él. Se observará que Juan da testimonio en cada una de las partes6 en las que se divide este capítulo –el versículo 67, en el resultado de la revelación abstracta de la naturaleza del Verbo. Como luz, el versículo 15, con respecto a Su manifestación en la carne. El versículo 19, la gloria de Su Persona, aunque viniendo después de Juan; el verso 29, con referencia a Su obra y el resultado, y el versículo 36, el testimonio momentáneo, a fin de que Él fuera seguido como si hubiera venido a buscar al remanente judío.

Después de la abstracta revelación de la naturaleza del Verbo, y aquella de Su manifestación en la carne, se ofrece en realidad el testimonio dado en el mundo. Los versículos 19-28 conforman una clase de introducción, en la que, a razón de la pesquisa de los escribas y fariseos, Juan refiere de sí mismo, aprovechando la ocasión de hablar de la diferencia entre sí mismo y el Señor. De modo que, sean cuales fueren los caracteres que toma Cristo en relación con Su obra, la gloria de Su persona es siempre vista en primer lugar. El testigo está ocupado naturalmente, digamos, con esto, antes de dar su testimonio formal del oficio que él realizaba. Juan no es ni Elías ni aquel profeta –aquel del cual habló Moisés–, ni el Cristo. Él es la voz mencionada por Isaías, la cual tenía que preparar el camino del Señor delante de Él. No es precisamente antes del Mesías, aunque así fuera Él; ni siquiera es Elías antes del día de Jehová, sino la voz en el desierto delante del Señor (Jehová) mismo. Jehová venía. Es consecuentemente esto de lo que él habla. Juan bautizaba verdaderamente para arrepentimiento, pero había ya Uno desconocido entre ellos, quien, viniendo después de él, era no obstante su superior, del cual no era digno de desatar la correa de Sus zapatos.

Acto seguido, tenemos el testimonio directo de Juan cuando ve a Jesús acudiendo a él. Él le señala, no como el Mesías, sino conforme al resultado completo de Su obra gozada por nosotros en la salvación eterna que Él llevó a cabo, y de la obra gloriosa mediante la cual esta salvación fue cumplida. Él es el Cordero de Dios, el único que Dios podía proveer, y el cual era para Dios, conforme a Su mente, y quien quita el pecado –no los pecados– del mundo. Es decir, Él restaura, no a todos los impíos, sino las bases de las relaciones del mundo con Dios. Desde la caída, es realmente el pecado –sean cuales fueren Sus tratos8– el cual Dios tuvo que tener presente para sus relaciones con el mundo. El resultado de la obra de Cristo será tal que éste no será ya más el caso. Su obra será la base eterna de estas relaciones en los nuevos cielos y la nueva tierra, habiendo sido el pecado puesto de lado totalmente como tal. Conocemos esto por fe antes de la manifestación pública en el mundo.

Aunque fue un Cordero para el sacrificio, Él es estimado antes que Juan el Bautista, pues Él era antes de él. El Cordero a ser sacrificado era Jehová mismo.

En la administración de los caminos de Dios, este testimonio tenía que ser dado en Israel, aunque su asunto fuera el Cordero cuyo sacrificio llegara en proporciones al pecado del mundo, y el Señor, Jehová. Juan no le había conocido personalmente, pero Él fue el único objeto de su misión.

Esto no era todo. Él se hizo Hombre, y como Hombre recibió la plenitud del Espíritu Santo, el cual descendió sobre Él y habitó en Él. Y el Hombre así señalado, sellado de parte del Padre, había de bautizar con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, fue Él designado por el descenso del Espíritu bajo otro carácter, del cual da testimonio Juan. Subsistiendo así, visto y sellado de tal modo sobre la Tierra, Él era el Hijo de Dios. Juan le reconoce y le anuncia como tal.

Luego viene lo que podríamos llamar el ejercicio y efecto directos de su ministerio en este momento. Pero es siempre el Cordero de quien está hablando, pues ése era el objeto, el designio de Dios, y es esto lo que tenemos en este Evangelio aunque Israel sea reconocido en su lugar. Tanto es así que la nación mantenía este lugar de parte de Dios.

En consecuencia, los discípulos de Juan9 siguen a Cristo hasta Su morada. El efecto del testimonio de Juan es el de juntar el remanente con Jesús, el centro de toda su reunión. Jesús no lo rehúsa, y ellos le acompañan. No obstante, este remanente –por muy lejos que alcanzara el testimonio de Juan– no va más allá de reconocer a Jesús como el Mesías. Éste fue el caso históricamente10. Pero Jesús los conocía intensamente, y desvela el carácter de Simón tan pronto como éste acude a Él, y le otorga su nombre apropiado. Éste fue un acto de autoridad que le proclamaba la cabeza y el centro de todo el sistema. Dios puede otorgar nombres; Él conoce todo. Dio este derecho a Adán, el cual lo ejercitó conforme a Dios con respecto a todo lo que le fue sometido, así como en el caso de su esposa. Grandes reyes, quienes vindican este poder, han hecho lo mismo. Eva intentó obtenerlo, pero erró. Y a pesar de que Dios puede dar un corazón juicioso, el cual, bajo Su influencia, hable bien en este sentido. Cristo hace lo mismo aquí, con autoridad y toda ciencia, en el momento en que el caso se presenta.

Versículo 4311. Tenemos a continuación el inmediato testimonio de Cristo mismo y el de Sus seguidores. En primer lugar, al reparar en la escena de Su peregrinación terrenal, conforme a los profetas, Él llama a otros para que le sigan. Natanael, el cual comienza rechazando al que venía de Nazaret, presenta ante nosotros, no lo dudo, el remanente de los últimos tiempos –el testimonio, primero, al que pertenece el evangelio de la gracia, versículos 29-34. Le vemos en primer lugar rechazando a los menospreciados del pueblo, y debajo de la higuera, que representa la nación de Israel; como la higuera que no daría más su fruto representa a Israel bajo el antiguo pacto. Pero Natanael es la figura de un remanente, visto y conocido por el Señor, en relación con Israel. El Señor, quien así se manifestó a su corazón y conciencia, es confesado como el Hijo de Dios y el Rey de Israel. Ésta es formalmente la fe del remanente preservado de Israel en los últimos tiempos según el Salmo 2. Pero aquellos que recibieron así a Jesús cuando estuvo sobre la Tierra, debían ver aún mayores cosas que aquellas que los convencieron. Asimismo, de ahí en adelante12 deberían ver a los ángeles de Dios ascender y descender sobre el Hijo del Hombre. Aquel que por Su nacimiento ocupó Su lugar entre los hijos de los hombres, sería, por este título, el objeto del servicio de las más excelentes de las criaturas de Dios. La expresión es reincidente. Los ángeles de Dios mismo estarían al servicio del Hijo del Hombre, de manera que el remanente de Israel le reconociera abiertamente el Hijo de Dios y el Rey de Israel. El Señor se declara a Sí mismo también el Hijo del Hombre –en humillación, pero el objeto del servicio de los ángeles de Dios. Así, tenemos a la Persona y los títulos de Jesús, desde Su eterna y divina existencia como el Verbo, hasta Su milenial lugar como Rey de Israel e Hijo del Hombre13; aquello que Él realmente era como nacido en este mundo, pero que será cumplido cuando vuelva en Su gloria.

Antes de seguir adelante, repasemos algunos puntos en este capítulo. El Señor es revelado como el Verbo –como Dios y con Dios– como luz, como vida. En segundo lugar, como el Verbo hecho carne, teniendo la gloria del unigénito con Su Padre –como tal, está lleno de la gracia y la verdad venidas por medio de Él. De su plenitud hemos recibido todos, y Él –el Cordero de Dios– ha declarado al Padre (compárese el cap. 14). Aquel sobre quien podía descender el Espíritu Santo, y quien bautizaba con el Espíritu –el Hijo de Dios14. En tercer lugar, la obra que Él hace, el Cordero de Dios que quita el pecado, e Hijo de Dios y Rey de Israel. Esto concluye la revelación de Su Persona y Obra. Luego, los versículos 35-42 muestran el ministerio de Juan, pero también donde Jesús, como Él sólo podía, deviene el centro de reunión. El versículo 43, el ministerio de Cristo, en el que Él llama a Juan a seguirle, y que junto con el 38 y 39 ofrecen su doble carácter como la única referencia atractiva en el mundo. Con esto, Su completa humillación, reconocida por un testimonio divino que llega al remanente como consta en el Salmo 2, pero tomando Su título de Hijo del Hombre según el Salmo 8 –el Hijo del Hombre: podemos decir, todos Sus títulos personales. Su relación con la asamblea no es mostrada aquí, ni Su función de Sacerdote, sino aquello propio de Su Persona y la relación del hombre con Dios en este mundo. Así, además de la naturaleza divina, es todo lo que Él era y será en este mundo: Su lugar celestial y sus consecuencias a la fe, explicadas en otra parte y apenas aludidas cuando es necesario, en este Evangelio.

Observemos que, al predicar a Cristo, en un sentido hasta cierto grado completo, el corazón del oyente puede creer sinceramente y vincularse a Él, aunque le confiera a Él un carácter que la condición del alma no puede aún vislumbrar, desconocedora de la plenitud en la que Él se ha revelado. De hecho, donde el corazón es sincero, el testimonio, por muy excelso de carácter, halla el corazón donde éste se encuentra. Juan dice «¡He aquí el Cordero del mundo!» «Hemos hallado al Mesías», dicen los discípulos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan.

Démonos cuenta también de que la expresión de lo que había en el corazón de Juan tuvo un efecto mayor que el más formal y doctrinal de los testimonios. Él contempló a Jesús, y exclamó: «¡He aquí el Cordero de Dios»! Los discípulos le oyeron, y siguieron a Jesús. Fue, sin duda, su propio testimonio venido de Dios de que Jesús estaba allí. Pero no fue una explicación doctrinal como aquella de los versos precedentes.

 

capítulo 2

Los dos testimonios acerca de Cristo que habían de ser dados en este mundo, considerándole a Él como centro, ya fueron dados: el de Juan y el de Jesús, tomando Su lugar en Galilea con el remanente –los dos días de los tratos de Dios con Israel aquí abajo15. El tercer día es el que hallamos en el próximo capítulo. Tiene lugar una boda en Galilea, y Jesús está presente. El agua de la purificación es transformada en el vino del gozo para la fiesta nupcial. Más tarde, en Jerusalén Él purifica con autoridad el templo de Dios, ejecutando juicio sobre todos aquellos que lo profanaron. En principio, éstas son las dos cosas que caracterizan a Su posición milenial. Estas cosas tuvieron lugar históricamente, sin duda, pero del modo como son presentadas aquí tienen evidentemente un significado más amplio. Además, ¿por qué el tercer día? ¿Después de qué? Habían tenido lugar dos días de testimonio –el de Juan y el de Jesús; y ahora, son llevados a cabo la bendición y el juicio. En Galilea, el remanente tenía su lugar; y es la escena de bendición, según Isaías 9 –Jerusalén era el lugar del juicio. En la fiesta, Él no se dispondría a aceptar a Su madre, vínculo de Su relación natural con Israel, quien, contemplándole a Él como nacido bajo la ley, era tal, y se separa de ella para llevar a término la bendición. Es por lo tanto, en Galilea, que de momento se da este testimonio. Será cuando regrese que el buen vino será para Israel –verdadera bendición y gozo al final. No obstante, Él se queda todavía con Su madre, quien, en cuanto a Su obra, no fue reconocida por Él. Y éste era también el caso con respecto a Su relación con Israel.

En adelante, al juzgar a los judíos y purificar judicialmente el templo, se presenta Él mismo como el Hijo de Dios. Es la casa de Su Padre. La prueba de ello que Él da, es Su resurrección, cuando los judíos le hubieran rechazado y crucificado. Además, Él no era solamente el Hijo: era Dios quien estaba allí, no en el templo. La casa que construyó Herodes, estaba vacía. El cuerpo de Jesús era ahora el verdadero templo. Sellado por Su resurrección, las Escrituras y la Palabra de Jesús eran de autoridad divina para los discípulos cuando éstas hablaban de Él conforme a la intención del Espíritu de Dios.

Esta subdivisión del libro termina aquí. Concluye la revelación terrenal de Cristo incluyendo Su muerte; pero aun así, es el pecado del mundo. El capítulo 2 nos ofrece el milenio; el capítulo 3 es la obra en nosotros y por nosotros, la que califica para el reino sobre la Tierra o el cielo; y la obra por nosotros, que pone fin a la relación del Mesías con los judíos, da paso a las cosas celestiales por medio del levantamiento del Hijo del Hombre –amor divino y vida eterna.

Los milagros que Él efectuó convencieron a muchos a través de su comprensión natural. No es menos cierto que lo hicieron sinceramente, pero representó una justa conclusión humana. Otra verdad es ahora revelada. El hombre, en su estado natural16, era realmente incapaz de recibir las cosas de Dios. No que el testimonio fuera insuficiente para convencerle, ni de que nunca hubiera de ser convencido. En ese momento, muchos lo fueron, pero Jesús no se mantuvo ocupado con ellos. Él sabía lo que era el hombre. Si éste era convencido, su voluntad y su naturaleza no quedaban alteradas. Si venía el tiempo de la prueba, se mostraba tal como era, enajenado de Dios, y también Su enemigo. ¡Triste pero veraz testimonio! La vida, la muerte de Jesús lo demuestran. Él lo sabía cuando empezó Su obra. Esto no enfriaba Su amor, pues la fortaleza de ese amor se hallaba en Sí mismo.

 

capítulo 3

Había un hombre, fariseo, que no estaba satisfecho con esta ineficaz convicción. Su conciencia fue tocada. El ver a Jesús y escuchar Su testimonio, produjo el sentido de la necesidad en su corazón. No es el conocimiento de la gracia, sino un cambio total respecto a la condición humana. No sabía nada de la verdad, pero se dio cuenta de que estaba en Jesús, y la deseaba para él. Muestra al instante un instinto de que el mundo estaría en su contra, y se acerca de noche. El corazón teme al mundo tan pronto como tiene que vérselas con Dios, pues el mundo se opone a Él. La amistad del mundo es enemistad contra Dios. Este sentido de la necesidad marcaba la diferencia en el caso de Nicodemo. Él había sido convencido como los demás. Por consiguiente, dice «Sabemos que has venido de Dios como maestro». Y el origen de esta convicción eran los milagros. Jesús le detiene ahí, a razón de la verdadera necesidad sentida en el corazón de Nicodemo. La obra de la bendición no iba a realizarse enseñando al viejo hombre. El hombre necesitaba una renovación en el origen mismo de su naturaleza, sin la cual no podía ver el reino17. Las cosas de Dios son discernidas espiritualmente; y el hombre es carnal, no tiene al Espíritu. El Señor no habla sino del reino –el cual, además, no era la ley–, pues Nicodemo debería haber conocido algo acerca del mismo. Él no comienza a enseñar a los judíos como un profeta bajo la ley. Presenta el reino tal como es, pero para verlo un hombre, conforme a Su testimonio, debía antes nacer de nuevo. El reino venido en el Hijo del carpintero no podía ser visto sin una naturaleza completamente nueva, pues la vieja no alcanzaba a tocar la cuerda sensible de su entendimiento, o de la esperanza del judío, aunque se hubieran dado suficientes testimonios en palabra y hechos. A fin de entrar y tener parte en él, se necesita un desarrollo más amplio en cuanto a la manera de entrar. Nicodemo no ve más allá de la carne.

El Señor se lo explica. Se requerían dos cosas: nacer del agua y del Espíritu. El agua purifica; y, espiritualmente en sus afectos, corazón, conciencia, pensamientos y acciones, el hombre vive, y es en práctica purificado moralmente, mediante la aplicación por el poder del Espíritu de la Palabra de Dios, la cual juzga todas las cosas y obra en nosotros nuevos y penetrantes pensamientos, así como afectos. Esto es el agua, siendo además la muerte de la carne. El agua verdadera que purificaba de un modo cristiano provenía del costado de un Cristo muerto. Él vino por agua y sangre, en el poder del lavamiento y de la expiación. Él santifica la asamblea purificándola con el lavamiento del agua por la Palabra: «Ya sois limpios por la palabra que os he hablado». Es por consiguiente la poderosa Palabra de Dios, la cual, puesto que el hombre debe nacer de nuevo en el principio y origen de su ser moral, juzga, como algo muerto, todo lo de la carne18. Pero existe de hecho la comunicación de una vida nueva, aquello que es nacido del Espíritu es espíritu, no carne, y parte su naturaleza del Espíritu. No es el Espíritu –eso sería una encarnación; pero esta vida nueva es espíritu. Participa de la naturaleza de su origen. Sin esto, no podemos entrar en el reino. Pero no es todo. Era necesario para el judío, el cual ya era nominalmente un hijo del reino, porque aquí estamos tratando con lo esencial y verdadero, también con un acto soberano de Dios, que es consecuentemente llevado a cabo dondequiera que el Espíritu actúa en este poder. «Así es cada uno que es nacido de espíritu». Esto abre, en principio, la puerta a los gentiles.

No obstante, Nicodemo, como maestro de Israel, debería haberlo comprendido. Los profetas declararon que Israel había de sufrir este cambio a fin de disfrutar la consumación de las promesas (véase Eze. 36), las cuales Dios les había dado con respecto a su bendición en la tierra santa. Pero Jesús habló de estas cosas de manera directa, y en relación con la naturaleza y la gloria de Dios mismo. Un maestro de Israel debería haber entendido aquello que contenía la segura palabra profética. El Hijo de Dios declaró aquello que conocía, y lo que había visto con Su Padre. La naturaleza contaminada del hombre no podía tener relación con Aquel que se reveló en el cielo cuando vino Jesús. La gloria –desde la plenitud de la cual venía, y la cual formaba por tanto el asunto de Su testimonio, habiendo sido vista–, no podía tener nada que estuviera contaminado. Para poseerla, debían nacer de nuevo. Él dio testimonio entonces, habiendo venido de arriba, y conocedor de aquello que se adecuaba a Dios Su Padre. El hombre no recibió Su testimonio. Podía convencerse exteriormente por los milagros, pero recibir aquello propio de la presencia de Dios era otra cosa. Y si Nicodemo no sabía recibir la verdad vinculándola con la parte terrenal del reino, de lo cual los profetas incluso hablaron, ¿qué harían él y los otros judíos si Jesús hablaba de cosas celestiales? Sin embargo, nadie podía aprender acerca de ellas por otros medios cualesquiera. Nadie había subido allí y vuelto a bajar para traer palabra. Solamente Jesús, en virtud de lo que Él era, podía revelarlas –el Hijo del Hombre sobre la Tierra, existiendo al mismo tiempo en el cielo, la manifestación a los hombres de aquello que era celestial, de Dios mismo en el hombre –Dios estando en el cielo y en todas partes– como el Hijo del Hombre estaba ante los ojos de Nicodemo y de los de todos. Pero Él iba a ser crucificado, y levantado así del mundo al que había venido como la manifestación del amor de Dios en todos Sus caminos, y de Dios mismo. Y así como sólo de esta manera podía abrirse la puerta para que los hombres pecadores entrasen en el cielo, así se formaba para el hombre un vínculo que le transportaría allí.

Esto entresacó otra verdad fundamental. Si el cielo era puesto en duda, se necesitaba algo más que nacer de nuevo. Existía el pecado, y debía ser quitado para aquellos que iban a poseer la vida eterna. Y si Jesús, descendiendo del cielo, vino para comunicar esta vida eterna a los demás, debía, al acometer esta obra, quitar el pecado –ser hecho así pecado– a fin de limpiar el deshonor cometido hacia Dios y de mantener la verdad de Su carácter –sin la cual no hay nada seguro ni bueno. El Hijo del Hombre debía ser levantado como la serpiente en el desierto, para que la maldición, bajo la cual se hallaba el pueblo, fuera removida. Rechazado Su testimonio divino, el hombre, tal cual era aquí abajo, se mostró incapaz de recibir la bendición de lo alto. Había de ser redimido, y su pecado expiado y limpiado, enfrentado a la realidad de su condición, conforme al carácter de Dios, el cual no puede negarse a Sí mismo. Jesús en gracia se dispuso a hacer esto. Era necesario que el Hijo del Hombre fuera levantado, rechazado de la Tierra por el hombre, consumando la expiación ante el Dios de justicia. En una palabra, Cristo viene con el conocimiento de aquello que es el cielo y la gloria divina. A fin de compartirlos el hombre, el Hijo del Hombre debía morir –tomar el lugar de la expiación– fuera de la tierra19. Démonos cuenta aquí del profundo y glorioso carácter de aquello que Jesús trajo consigo, de la revelación que hizo.

La cruz, y la separación absoluta entre el hombre sobre la Tierra y Dios –éste es el lugar de encuentro de la fe y Dios, pues se presenta al instante la verdad de la condición del hombre y el amor que la reviste. Así, al acercarse al lugar santo desde el campamento, lo primero que se encontraron al marchar por la puerta hacia el altar era el atrio. Se presentaba ante la vista de aquellos que salían del mundo de fuera y entraban. Cristo, elevado de la tierra, acerca a Él a todos los hombres. Pero si –debido al estado de alienación del hombre y su culpa– se precisaba que el Hijo del Hombre fuera levantado de la tierra, a fin de que quienquiera que creyese en Él tuviera vida eterna, había otro aspecto importante de este mismo hecho glorioso. Dios amó tanto al mundo que dio a Su Hijo unigénito para que aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga la vida eterna. En la cruz vemos la necesidad moral de la muerte del Hijo del Hombre, el don inefable del Hijo de Dios. Estas dos verdades se unen en el común objeto del don de la vida eterna para todos los creyentes. Y si era para todos los creyentes, era una cuestión con el hombre, con Dios y con el cielo, saliendo de las promesas hechas a los judíos y traspasando los límites de los tratos de Dios con ese pueblo. Dios envió a Su Hijo al mundo, no para condenarlo, sino para salvarlo. Pero la salvación es por la fe, y aquel que cree en la venida del Hijo, quien sometía todas las cosas a prueba, no es condenado –su estado queda decidido por esto. El que no cree es condenado, pues no ha creído en el unigénito Hijo de Dios, manifestando con esta decisión su condición.

Ésta es la cosa que Dios deja en sus manos. La luz vino al mundo, y ellos amaron más las tinieblas porque sus obras eran malas. ¿Podía existir un asunto más equitativo de condenación? No se trataba de si hallaban o no el perdón, sino de su preferencia por las tinieblas en lugar de la luz, continuando así en el pecado.

El resto del capítulo presenta el contraste entre las posiciones de Juan y de Cristo. Son presentadas ambas a los ojos. El uno es el amigo fiel del Esposo, viviendo solamente para Él; el otro es el Esposo, de quien son todas las cosas. El primero, en sí mismo un hombre terrenal, grande como era el don que recibió del cielo; y el segundo, del cielo Él mismo, y sobre todas las cosas. La esposa era de Él. El amigo del Esposo, escuchando Su voz, fue lleno de gozo. Nada más hermoso que esta expresión del corazón de Juan el Bautista, inspirada por la presencia del Señor, y lo bastante cerca de Él para alegrarse y regocijarse en que Jesús era todo. Así es siempre.

Con respecto al testimonio, Juan dio testimonio en relación a las cosas terrenales. Para este fin había sido enviado. Aquel que vino del cielo, era sobre todo, y daba testimonio de las cosas celestiales, de aquello que había visto y oído. Nadie recibió Su testimonio; el hombre no era del cielo. Sin la gracia, uno cree conforme a sus propios pensamientos. Pero al hablar como un Hombre sobre la Tierra, Jesús habló de las palabras de Dios, y aquel que recibía Su testimonio daba crédito de que Dios era veraz. Pues el Espíritu no es dado por medida. Como testigo, el testimonio de Jesús era el testimonio de Dios mismo; Sus palabras, las palabras de Dios. ¡Preciosa verdad! Asimismo, Él era el Hijo20, y el Padre le amaba, ofreciéndole todas las cosas en Su mano. Éste es otro título glorioso de Cristo, otro aspecto de Su gloria. Pero las consecuencias de esto, para el hombre, eran eternas. No era la todopoderosa ayuda para los peregrinos, ni la fidelidad a las promesas, para que Su pueblo confiara en Él a pesar de todo. Se trataba del vivificador Hijo del Padre, el dador de vida. Todo estaba contenido en ello. «El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; el que no cree no verá la vida.» Permanece culpable. La ira de Dios está sobre él.

Todo esto es una especie de introducción. El ministerio del Señor, propiamente llamado, viene a continuación. Juan (versículo 24) no había sido arrojado en prisión todavía. No fue hasta después de este suceso que el Señor comenzó Su testimonio público. El capítulo que vinimos considerando explica lo que fue Su ministerio, el carácter en el que vino, Su posición, la gloria de Su Persona, el carácter del testimonio que dio, la posición del hombre en relación con las cosas de que habló, comenzando con los judíos, y siguiendo, por el nuevo nacimiento, hasta la cruz y el amor de Dios hasta Sus derechos del venido al mundo, y a la suprema dignidad de Su propia Persona, a Su testimonio propiamente divino, a Su relación con el Padre, el objeto de cuyo amor era Él, y quien le entregó todas las cosas en Su mano. Él era el testigo fiel, y el de las cosas celestiales (ver capítulo 3:13), pero era también el Hijo mismo venido del Padre. Todo le que quedaba por parte del hombre era poner la fe en Él. El Señor sale del judaísmo, al tiempo que presenta el testimonio de los profetas, y trae del cielo el testimonio directo de Dios y de la gloria, mostrando la única base sobre la cual podemos tener parte en él. El judío o el gentil debían nacer de nuevo; y las cosas celestiales podían ser sólo comprendidas por la cruz, la grandiosa prueba del amor de Dios al mundo. Juan le concede a Él el lugar, presentado –no en testimonio público a Israel, sino a los discípulos– la verdadera gloria de Su Persona y de Su obra21 en este mundo. La idea del Esposo y la esposa es, creo, general. Juan dice realmente que él no es el Cristo, y que la esposa terrenal pertenece a Jesús; pero Jesús nunca la ha desposado, y Juan habla de Sus derechos, los cuales son llevados a cabo en una tierra mejor para nosotros que en este mundo, y en otro clima. Es, repito, la idea general. Nos hemos acercado ahora al terreno nuevo de una nueva naturaleza, la cruz, y el mundo y el amor de Dios se han acercado a ella.

 

capítulo 4

Ahora Jesús, siendo rechazado por los celos de los judíos, comienza Su ministerio fuera de este pueblo, al tiempo que éste reconoce su verdadera posición en los tratos de Dios. Se marcha a Galilea, pero Su calzada le condujo cerca de Samaria, donde habitaba una raza mezclada de extranjeros e israelitas –una raza que abandonó la idolatría de los extranjeros, pero que, siguiendo la ley de Moisés y llamándose a sí mismos jacobitas, establecieron un ritual propio de adoración en Gerizim. Jesús no entra en el pueblo. Agotado, se sienta fuera de sus puertas al borde de un pozo –pues tenía que seguir Su camino. Esta necesidad se presentó como ocasión para que Su gracia divina, la cual era la plenitud de Su Persona, actuara inundando los estrechos márgenes del judaísmo.

Hay algunos detalles preliminares a destacar antes de entrar en el asunto de este capítulo. Jesús no bautizó Él mismo, pues conocía toda la magnitud de los consejos de Dios en gracia, el verdadero objeto de Su venida. Él no podía vincular a las almas a un Cristo vivo por medio del bautismo. Los discípulos tenían razón al hacerlo así. Así lo habían hecho para recibir a Cristo. Era la fe por parte de ellos.

Cuando fue rechazado por los judíos, el Señor no contiende con ellos. Los deja, y, al llegar a Sicar, se halló en las asociaciones más interesantes con respecto a la historia de Israel, pero en Samaria: triste testimonio de la ruina de Israel. El pozo de Jacob estaba en manos de un pueblo llamado a sí mismo Israel, pero la mayor parte de los cuales no lo eran y que adoraban lo que no sabían, aunque pretendían ser del linaje de Israel. Los verdaderos judíos habían rechazado al Mesías con sus celos. Él –un hombre rechazado por el pueblo– se había ido de entre medio de ellos. Le vemos compartiendo los sufrimientos de la humanidad, y, cansado de Su viaje, halla solamente el flanco de un pozo junto al que descansar al mediodía. Se conforma con ello, y no procura sino hacer la voluntad de Su Dios: es la que le llevó hasta allí. Los discípulos se habían marchado, y Dios llevó hasta aquel lugar, a una hora inesperada, a una mujer. No era el momento habitual en el que las mujeres acudían a sacar agua; pero, en base de la disposición de Dios, una pobre mujer pecadora y el Juez de vivos y muertos se encontraron.

El Señor, rendido y sediento, no tenía medios con que apagar Su sed. Como hombre dependía de esta pobre mujer para que le diera un poco de agua. Viendo que era judío, la mujer se sorprendió, y ahora se despliega la divina escena en la que el corazón del Salvador, rechazado por los hombres y oprimido y abatido por la incredulidad de Su pueblo, se abre para emanar de él la plenitud de la gracia que halla ocasión en las necesidades, y no en las justicias de los hombres. Ahora bien, esta gracia no se limitó a los derechos de Israel, ni se vendió a su celo nacional. Era una cuestión del don de Dios, de Dios mismo quien estaba allí en gracia, y de Dios descendido tan abajo, que, nacido entre Su pueblo, Él dependía, en cuanto a Su posición humana, de una samaritana para que le diese una gota de agua para disipar Su sed. «Si conocieras el don de Dios, y [no, quién soy yo, sino] quién es aquel que te pide de beber...», es decir, si hubieras conocido que Dios da gratuitamente, y la gloria de Su Persona que estaba allí, y lo humilde que se había mostrado, Su amor habríase revelado a tu corazón y lo habría llenado de perfecta confianza, incluso por lo que respecta a las insuficiencias que una gracia como ésta habría hecho sentir en tu corazón. «Tú le hubieras preguntado», dijo el divino Salvador, «y Él te habría dado» el agua de vida que mana para vida eterna. Tal es el fruto celestial de la misión de Cristo, allí donde Él sea recibido22. Su corazón lo hace descubierto –le revela a Él–, lo derrama en el corazón de una que era su objeto, consolándose a sí mismo por la incredulidad de los judíos –rechazando el fin de la promesa– al presentar el verdadero consuelo de la gracia a la miseria que la necesitaba. Éste es el verdadero alivio del amor, el cual se aflige cuando no es capaz de actuar. Las compuertas de la gracia son elevadas por la miseria que esta gracia baña. Él hace manifiesto aquello que Dios es en gracia; y el Dios de gracia estaba allí. ¡Ay!, el corazón humano, seco y egoísta, preocupado de sus propias miserias –los frutos del pecado– no puede comprenderlo del todo. La mujer ve algo extraordinario en Jesús; es curiosa para saber qué significa –se ve tocada por Sus maneras, de modo que en ella se encuentra algo de fe en Sus palabras. Pero sus deseos quedan limitados por el alivio que produjeron los trabajos de su azarosa vida, en la cual un corazón ardiente no obtuvo respuesta a la miseria que ganó por su participación en el pecado.

Unas cuantas palabras sobre el carácter de esta mujer. Creo que el Señor mostraría que hay una necesidad, que los campos estaban listos para la siega; y que si la miserable autojusticia de los judíos le rechazaba a Él, la corriente de la gracia hallaría su cauce en otra parte, habiendo preparado Dios corazones para aclamarla con gozo y acciones de gracias, por responder a su miseria y necesidad –no a los justos. El conducto de la gracia fue dragado por la necesidad y la miseria que la gracia misma hizo sentir.

La vida de esta mujer era lastimosa; y ella estaba avergonzada: cuando menos, su posición la incomunicó separándola de la multitud, olvidadiza en el tumulto de la vida social. Y no hay pesar interior más sentido que el de un corazón solitario. Pero Cristo y la gracia hacen más que suplirlo. Su soledad hace más que cesar. Él esta más solo que ella. Ella vino sola al pozo, no estaba con las otras mujeres. Sola, se encontró con el Señor, a través de la maravillosa guía que la condujo allí. Hasta los discípulos debían ir a disponer una habitación para ella. Ellos no conocían nada de esta gracia. Bautizaban de hecho en el nombre del Mesías, en quien creyeron. Estaba bien. Pero Dios se hallaba presente en gracia –Aquel que juzgaría a vivos y muertos– y con Él una pecadora en sus pecados. ¡Qué encuentro! ¡Y Dios, quien habíase doblegado tan bajo para depender de ella para un poco de agua que apagase su sed!

Ella poseía una naturaleza fogosa. Había ido en pos de la felicidad, y no halló sino miseria. Vivió en el pecado, y estaba hastiada de la vida. Estaba, realmente, en las profundidades más abismales de la miseria. El ardor de su naturaleza no halló en el pecado ningún obstáculo. Ella siguió, ¡ay!, hasta el límite. La voluntad, ocupada en el mal, se alimenta de deseos engañosos, y se agota sin dar fruto. No obstante, su alma sí sentía una necesidad. Pensaba en Jerusalén, en Gerizim, esperaba al Mesías, el cual les iba a explicar todo. Pero ¿cambió esto su vida? En absoluto. Su vida era sorprendente. Cuando el Señor habla de cosas espirituales, en un lenguaje adaptado para avivar el corazón, dirigiendo la atención de ella a las cosas celestiales en una manera que nadie podría haber confundido, ella no puede comprenderlo. El hombre natural no puede entender las cosas del Espíritu: son discernidas espiritualmente.

La novedad del discurso del Señor enervó su atención, pero sin llevar sus pensamientos más lejos del pozo de agua, símbolo de sus labores diarias. Aunque ella vio que Jesús tomaba el lugar de uno mayor que Jacob. ¿Qué había de hacerse? Dios obró –en gracia, y en esta pobre mujer. Cualquiera que fuera la ocasión respecto a ella, fue Él quien trajo a esta mujer allí. Pero era incapaz de comprender las cosas espirituales aun siendo expresadas del modo más sencillo. Pues el Señor hablaba del agua que mana en el alma para vida eterna. Pero como el corazón humano está siempre agitándose en sus circunstancias y desvelos, la religiosa necesidad de ella estaba limitada prácticamente por las tradiciones por las que su vida, considerando sus pensamientos religiosos y costumbres, estaba formada, dejando un vacío que nada podía llenar. ¿Qué podía hacerse entonces? ¿De qué manera puede actuar esta gracia, cuando el corazón no comprende la gracia espiritual que trae el Señor? Ésta es la segunda parte aquí de la prodigiosa enseñanza. El Señor trabaja su conciencia. Una palabra dada por Aquel que escudriña el corazón, escruta su conciencia: ella está en la presencia de un Hombre que le cuenta lo que hizo siempre. Pues, siendo despertada su conciencia por la Palabra, hallándose descubierta al ojo de Dios, su vida entera estuvo delante de ella.

¿Y quién es Aquel que escudriña el corazón de esta manera? Ella siente que Su palabra es la Palabra de Dios. «Eres profeta». La inteligencia en las cosas divinas viene a través de la conciencia, no por el intelecto. El alma y Dios se hallan juntos, no importa el instrumento que se haya usado. Ella tiene todo por aprender, no hay duda; pero se halla en presencia de Aquel que instruye en todo. ¡Qué paso! ¡Qué cambio! ¡Qué posición nueva! Esta alma, quien no veía más lejos de su pozo y de sus afanes más que sus pecados, está allí sola con el Juez de los vivos y muertos –con Dios mismo. ¿Y de qué modo? No lo sabe. Solamente sentía que se trataba de Aquel en el poder de Su propia palabra. Pero al menos Él no la menospreció, como otros hicieron. Pese a estar sola, estaba con Él. Le había hablado a ella de la vida –del don de Dios; le explicó que sólo tenía que pedir y recibir. No comprendió nada de Su significado; pero no era la condenación, sino la gracia –que se inclinó a ella, y la cual conocía su pecado sin que éste la repeliera, la que le pidió agua, la que se elevaba sobre todo prejuicio judío con respecto a ella, así como por encima del desprecio de los justos en su humanidad. Una gracia que no ocultó el pecado de ella, y la cual le hizo sentir que Dios lo conocía también. No obstante, Aquel que lo conocía estaba allí sin ánimo de alarmarla. Sus pecados estaban delante de Dios, pero no en juicio.

¡Maravilloso encuentro de un alma con Dios, el que la gracia de Dios consigue por Cristo! No fue que ella razonara sobre todas estas cosas; sino que estuvo bajo el efecto de sus verdades sin justificarse en ellas. La Palabra de Dios tocó su conciencia, y estaba en presencia de Aquel que lo había realizado, el manso y humilde, contento de recibir un poco de agua de sus manos. Su mancha no le mancilló a Él. Ella podía, de hecho, confiar en Él sin saber el porqué. Es así que Dios actúa. La gracia inspira confianza –trae de regreso a Dios el alma en paz, antes de alcanzar ningún conocimiento de inteligencia, o de que pueda explicárselo. De esta manera, llena de confianza comienza –fue la consecuencia natural– con las preguntas que llenaban su propio corazón, presentándole así la oportunidad al Señor de explicar plenamente los caminos de Dios en gracia. Dios así lo ordenó, pues el asunto se hallaba lejos de los sentimientos a los que la gracia más tarde la condujo. El Señor contesta conforme a su condición: la salvación era de los judíos. Ellos eran el pueblo de Dios. La verdad se hallaba con ellos, y no con los samaritanos que adoraban lo que no sabían. Pero Dios puso todo eso aparte. No se trataba ahora de Gerizim ni de Jerusalén, en donde habían de adorar al Padre manifestado en el Hijo. Dios es Espíritu, y debía ser adorado en espíritu y en verdad. Asimismo, el Padre buscaba a tales adoradores. Es decir, que la adoración de sus corazones debería responder a la naturaleza de Dios, a la gracia del Padre que los había buscado23. Así, los verdaderos adoradores deberían adorar al Padre en espíritu y en verdad. Jerusalén y Samaria salen completamente de la escena –no tienen un lugar ante tal revelación del Padre en gracia. Dios dejó de ocultarse, y fue revelado perfectamente en la luz. La gracia perfecta del Padre obró, a fin de hacerle conocido, por medio de la gracia que trajo almas a Él.

Ahora bien, la mujer no fue llevada a Él todavía. Pero como hemos visto en el caso de los discípulos y de Juan el Bautista, una gloriosa revelación de Cristo es la que actúa en el alma donde ésta está, y lleva a la Persona de Jesús a la relación con la necesidad ya sentida. «La mujer le dijo, sé que el Mesías vendrá y nos contará todas las cosas.» Pequeña como era su inteligencia, e incapaz de comprender lo que Jesús le había contado, Su amor satisface a la mujer donde podía recibir vida y bendición; y Él le contesta: «Yo, el que habla contigo, yo soy». La obra fue hecha; el Señor fue recibido. Una pobre pecadora samaritana recibe al Mesías de Israel, a quien los sacerdotes y los fariseos rechazaron de entre el pueblo. El efecto moral en la mujer es evidente. Olvida el cubo de agua, sus pesares y circunstancias. Es absorbida por este nuevo objeto, y sin pensarlo, deviene una predicadora al proclamar al Señor con todo su corazón y con perfecta simplicidad. Él le había dicho todo lo que hizo en su vida. Ella no piensa en aquel momento de qué se trataba. Jesús se lo había dicho, y el pensamiento de Él quita la amargura del pecado. El sentimiento de Su bondad hace desaparecer el engaño del corazón que intenta esconder su pecado. En una palabra, su corazón es completamente lleno de Cristo mismo. Muchos creyeron en Él a través de la afirmación de ella –«me ha dicho todo cuanto hice». Muchos más, cuando le escucharon. Su palabra llevaba consigo una convicción más fuerte, como más cercana y directa a Su Persona.

Entretanto, los discípulos acuden, y –naturalmente– quedan perplejos de que hablara con la mujer. Su Maestro, el Mesías –como ellos lo entendían. Pero la gracia de Dios manifestada en la carne estaba todavía alejada de sus pensamientos. La obra de esta gracia era la carne de Jesús, en la mansedumbre de la obediencia enviada por Dios. Él se mantuvo ocupado en ella, y, en la perfecta humildad de la obediencia, fue Su gozo y Su comida hacer la voluntad de Su Padre y consumar Su obra. Y el caso de esta pobre mujer tenía un sentido que llenaba Su corazón con profundo gozo, herido como fue en este mundo, porque Él era amor. Si los judíos le rechazaban, los campos en los cuales la gracia todavía buscaba sus frutos para el granero eterno estaban blancos, listos para la siega. Aquel, por lo tanto, que trabajase no perdería su salario, ni el gozo de poseer tal fruto para vida eterna. Sin embargo, aun los apóstoles eran sólo segadores donde otros sembraron. La pobre mujer era una prueba de esto. Cristo, presente y revelado, proveyó la necesidad que había despertado el testimonio del profeta. Así –al tiempo que exhibiendo una gracia que revelaba el amor del Padre, de Dios el Salvador, y saliendo, consecuentemente, del retablo del sistema judío–, reconoció plenamente el fiel servicio de Sus obreros en anteriores tiempos, los profetas que, por el Espíritu de Cristo desde el comienzo del mundo, hablaron del Redentor, de los sufrimientos de Cristo y de las glorias que seguirían tras ellos. Los sembradores y segadores debían alegrarse conjuntamente en el fruto de sus trabajos.

¡Qué vista tenemos aquí del propósito de la gracia, y de su poderosa y viva plenitud en la Persona de Cristo, del don gratuito de Dios, y de la incapacidad del espíritu humano para comprenderla, preocupado y cegado por las cosas del presente, imposibilitado de ver tras de la vida natural aunque sufre las consecuencias de su pecado! Al mismo tiempo, vemos que es en la humillación, la profunda abyección del Mesías, de Jesús, que Dios mismo es manifestado en esta gracia. Es esto lo que derriba las barreras y da vía libre al torrente de la gracia desde lo alto. Vemos también que la conciencia es la puerta de entrada para la comprensión de las cosas de Dios. Somos ciertamente llevados a la relación con Dios cuando Él escudriña el corazón. Éste es siempre el caso. Estamos entonces en la verdad. Además, Dios se manifiesta a Sí mismo, y la gracia y el amor del Padre. Busca a adoradores, y ello conforme a esta doble revelación de Sí mismo, por muy grande que sea Su paciencia con aquellos que no ven más lejos del primer paso de las promesas de Dios. Si Jesús es recibido, se produce un cambio profundo. La obra de la conversión es efectuada; hay fe. A la vez, ¡qué divina escena de nuestro Jesús –humillado, ciertamente, pero siempre en la manifestación en esta humillación de Dios en amor, el Hijo del Padre, Aquel que conoce al Padre y consuma Su obra! ¡Qué gloriosa e infinita escena se abre ante el alma, que es admitida para verle y conocerle!

La trascendencia toda de la gracia se abre a nosotros aquí en Su obra y en su divina magnitud, en lo que respecta a su aplicación al individuo, y a la inteligencia personal que podemos poseer con respecto a ella. No es precisamente el perdón, ni la redención, ni la asamblea. Es la gracia que fluye en la Persona de Cristo; y la conversión del pecador, a fin de que pueda gozarla él mismo y sea capaz de conocer a Dios y de adorar al Padre de gracia. ¡Cuán indiscutible es que nos hemos desprendido de los principios de los estrechos límites del judaísmo!

No obstante en Su testimonio personal, el Señor, siempre fiel, dejando toda la gloria para Su Padre mediante la renuncia de Sí mismo y la obediencia a Él, repara en la esfera de labor que Dios le asignó. Deja a los judíos, pues ningún profeta es recibido en su propia tierra, y entra en Galilea, entre los menospreciados de Su pueblo, los menesterosos del rebaño, donde la obediencia, la gracia y los consejos de Dios por igual le emplazaron. En este sentido, no abandonó a Su pueblo, inicuos como eran. Allí realizó un milagro que expresa el efecto de Su gracia en relación con el remanente creyente de Israel, débil como podía ser su fe. Regresa de nuevo al lugar donde convirtió el agua de la purificación en el vino del gozo («que alegra a Dios y al hombre»). Por este milagro, Él había, en figura, manifestado el poder que iba a liberar al pueblo, y por el cual, al ser recibido, establecería la plenitud del gozo en Israel, creando con ese poder el buen vino de las bodas con su Dios. Israel lo rechazó todo. El Mesías no fue recibido. Se retira de entre los menesterosos del rebaño en Galilea, después de mostrar a Samaria –al pasar– la gracia del Padre, la cual sobrepasaba todas las promesas hacia, y todos los tratos con, el judío. Y en la Persona y humillación de Cristo llevó almas convertidas a adorar al Padre –fuera del sistema judío, verdadero o falso– en espíritu y en verdad; todavía no, quizás, en Su poder para levantar a los muertos, sino para curar y salvar la vida de aquello que estaba presto a morir. Cumplió el deseo de aquella fe, y devolvió la vida de uno que estuvo al borde de la muerte. Fue esto, de hecho, lo que Él hacía en Israel mientras se hallaba aquí abajo. Estas dos verdades fueron presentadas –aquello que iba Él a hacer conforme a los propósitos de Dios el Padre, como rechazado; y aquello que Él hacía en aquel entonces por Israel, conforme a la fe que Él halló entre ellos.

En los capítulos siguientes hallaremos los derechos y la gloria presentados, vinculados a Su Persona. El rechazo de Su Palabra y de Su obra; la segura salvación del remanente, y de todas Sus ovejas dondequiera que estuviesen. Más adelante –reconocido por Dios como manifestado sobre la Tierra, el Hijo de Dios, de David, y del Hombre–, aquello que Él hará cuando se marche, y el don del Espíritu Santo, son explicados, así como la posición en la que Él situó a los discípulos ante el Padre y con respecto a Sí mismo. Y entonces –después de la historia de Getsemaní, la donación de Su propia vida, Su muerte dando Su vida por nosotros–, todo el resultado en los caminos de Dios, hasta Su regreso, se relatan brevemente en el capítulo que concluye el libro.

Podemos ir más rápidamente a través de los capítulos hasta el décimo, no porque sean poco importantes –ni mucho menos– sino porque los grandes principios que contienen pueden ser considerados, cada uno en su lugar, sin necesidad de mucho detalle.

 

capítulo 5

Este capítulo hace la diferencia entre el poder vivificante de Cristo, el poder y derecho de dar vida a los muertos, y la impotencia de las ordenanzas legales. Éstas demandaban de la persona fortaleza si quería beneficiarse de ellas. Cristo trajo consigo el poder que tenía que curar, y ciertamente traer a vida. Además, todo juicio es dado a Él, para que aquellos que recibieron la vida no vengan a juicio. El final del capítulo presenta los testimonios que fueron dados acerca de Él, y por lo tanto la culpa de aquellos que no acudirían a Él para tener vida. El uno es gracia soberana, el otro responsabilidad porque la vida se hallaba allí. Para tener vida, se necesitaba Su divino poder. Pero al rechazarle, al rehusar venir a Él para poder tener vida, lo hicieron a pesar de las pruebas más positivas.

Entremos un poco en los detalles. El pobre hombre que tenía una enfermedad hacía treinta y ocho años, estaba totalmente incapacitado, por la naturaleza de su enfermedad, para valerse por medios que requerían de Él fuerza para utilizarlos. Éste es el carácter del pecado, por una parte, y de la ley por otra. Algunos vestigios de bendición existían aún entre los judíos. Los ángeles, ministros de esa dispensación, todavía obraban entre el pueblo. Jehová no se dejó sin testimonio. Pero se precisaba fuerza para beneficiarse de este ejemplo de su ministerio. Aquello que la ley no podía hacer, siendo débil a través de la carne, Dios lo ha hecho a través de Jesús. El hombre impotente tenía deseos, pero no fuerza; había voluntad en él, pero ningún poder para llevarla a cabo. La pregunta del Señor expone esto. Una simple palabra de Cristo lo hace todo. «Levántate, toma tu lecho y anda.» Es comunicada fortaleza. El hombre se alza, y se va llevando su lecho24.

Era sábado –circunstancia importante aquí, que ocupaba un lugar prominente en esta interesante escena. El sábado fue dado como señal del pacto entre los judíos y el Señor25. Pero quedó demostrado que la ley no daba el descanso de Dios al hombre. El poder de una nueva vida es lo que se necesitaba; la gracia era necesaria para que el hombre estuviera en relaciones con Dios. La curación de este pobre hombre fue una operación de esta misma gracia, de este mismo poder, pero efectuado en medio de Israel. El estanque de Betesda representaba el poder en el hombre; el acto de Jesús empleó el poder, en gracia, en nombre de uno del pueblo del Señor que estaba angustiado. Por lo tanto, tratando con Su pueblo en gobierno, Él le dice al hombre: «No peques más, para que nada peor venga a ti». Era Jehová actuando por Su gracia y bendición entre Su pueblo; pero lo era en cosas temporales, los símbolos de Su favor y misericordia, y en relación con Su pueblo en Israel. También era poder divino y gracia. Ahora, el hombre explicó a los judíos que fue Jesús. Se soliviantan contra Él con la pretensión de haber violado el sábado. La respuesta del Señor es punzante, llena de enseñanza –toda una revelación. Declara la relación, abiertamente manifestada ahora por Su venida, que existía entre Sí mismo (el Hijo) y Su Padre. Muestra con ella –¡qué profundidades de la gracia!– que ni el Padre ni Él podían hallar Su sábado26 en medio de la miseria y de los tristes frutos del pecado. Jehová en Israel podía imponer el sábado como obligación de ley, y convertirlo en señal de la preciosa verdad de que Su pueblo entraría en el reposo de Dios. Pero, de hecho, cuando Dios fue plenamente conocido, no había reposo en las cosas existentes, ni era esto todo –Él obró en gracia, Su amor no podía descansar en la miseria. Él instituyó un reposo relacionado con la creación cuando todo era muy bueno. El pecado, la corrupción y la miseria habían entrado en él. Dios, el santo y el justo, no halló ya un sábado en él, y el hombre no entró del todo en el reposo de Dios (compárese Heb. 4). De dos cosas, una –y ésta es la que Él hizo conforme a Sus propósitos eternos– Él debía comenzar a obrar en gracia, conforme a la redención que requería el estado del hombre –una redención en la que se despliega toda Su gloria. En una palabra, debía comenzar a obrar nuevamente en amor. Así, el Señor dice «Mi padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo». Dios no puede satisfacerse donde existe el pecado. Él no puede reposar con el pecado ante Su vista. Él no tiene sábado, pero todavía trabaja en gracia. ¡Qué respuesta tan divina a sus mezquinas críticas!

Otra verdad se manifestó de lo que el Señor dijo. Él se puso en igualdad con Su Padre. Pero los judíos, celosos de sus ceremoniales –de aquello que los distinguía de las otras naciones– no vieron nada de la gloria de Cristo, e intentaron matarle tratándole de blasfemo. Esto propicia la ocasión a Jesús para descubrir toda la verdad sobre este punto. Él no era alguien independiente poseyendo iguales derechos, otro Dios que actuara por Su propia cuenta, lo cual además era imposible. No pueden haber dos seres supremos y omnipotentes. El Hijo está en completa unión con el Padre, no hace nada sin el Padre, pero hace cualquier cosa que ve hacer al Padre. No hay nada que el Padre haga que no lo haga en comunión con el Hijo; y aún serían vistas mayores pruebas de esto para dejarlos maravillados. Esta última frase de las palabras del Señor, así como la esencia de este Evangelio, muestran que, mientras se revela absolutamente que Él y el Padre son uno, Él lo revela y habla de ello desde una posición en la cual era visto de los hombres. Aquello de que habla está en Dios; la posición en la que habla de ello es una que tomó, y, en cierto sentido, inferior. Vemos en todas partes que Él es igual a, y uno con, el Padre. Vemos que Él recibe todo del Padre, haciendo todo según la mente del Padre –lo cual se muestra sobresalientemente en el capítulo 17. Es el Hijo, pero el Hijo manifestado en la carne, actuando en la misión que el Padre le envió a cumplir.

Hay dos cosas de las que se habla en este capítulo (vers. 21, 22), las cuales demuestran la gloria del Hijo. Él da vida y juzga. No es el curar lo que se suscita aquí –una obra que, en el fondo, se origina de la misma fuente y tiene su ocasión en el mismo mal, sino la donación de vida de un modo evidentemente divino. Como el Padre levanta a los muertos y los vivifica, así el Hijo da vida a quien Él quiere. Aquí tenemos la primera prueba de Sus derechos divinos. Él da vida, y la da a quien quiere. Pero, siendo encarnado, puede ser deshonrado personalmente, rechazado y menospreciado por los hombres. Consecuentemente, todo juicio le es encomendado, y el Padre no juzga a nadie para que todos, hasta aquellos que rechazaron al Hijo, le honren como honran al Padre al cual reconocen como Dios. Si rehúsan cuando Él actúa en gracia, estarán obligados a honrarle cuando actúe en juicio. En la vida, tenemos comunión por el Espíritu Santo con el Padre y el Hijo –y el vivificar o dar vida es la obra tanto del Padre como del Hijo. Pero en el juicio, los incrédulos tendrán que vérselas con el Hijo del Hombre, al cual rechazaron. Las dos cosas son bastante diferentes. Aquel a quien Cristo vivifique, no tendrá que honrarle pasando por el juicio. Jesús no llamará a juicio a nadie que Él haya salvado dándole vida.

¿Cómo podemos saber, entonces, a cuál de estas dos clases pertenecemos nosotros? El Señor –¡loado sea Su nombre!– contesta que aquel que oye Su palabra y cree en Aquel que le envió –que cree en el Padre por escuchar a Cristo–, tiene vida eterna –tal es el poder vivificador de Su Palabra–, y no vendrá a juicio. Ha pasado de muerte a vida. ¡Sencillo y maravilloso testimonio!27 El juicio glorificará al Señor en el caso de aquellos que le han rechazado aquí. La posesión de vida eterna, para que no vengan a juicio, es la porción de aquellos que creen.

El Señor entonces señala dos períodos distintos, en los que el poder que el Padre le encomendó como descendido sobre la Tierra tiene que ejercerse. Se acercaba la hora –ya se había acercado– en que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios, y aquellos que la oyeran vivirían. Esto es la comunicación de vida espiritual por Jesús, el Hijo de Dios –y ello por medio de la Palabra que él debería oír– al hombre, el cual está muerto por el pecado. Pues el Padre ha dado al Hijo, a Jesús, así manifestado sobre la Tierra, el tener vida en Sí mismo (compárese 1 Juan 1: 1, 2). También le ha dado autoridad para ejecutar juicio, porque Él es el Hijo del Hombre. Porque el reino y el juicio, conforme a los consejos de Dios, pertenecen a Él como Hijo del Hombre en ese carácter en el que fue menospreciado y rechazado cuando vino en gracia.

Este pasaje nos muestra también que, aunque Él era el Hijo eterno, uno con el Padre, es siempre contemplado como manifestado aquí en la carne, y, por lo tanto, recibiendo todo del Padre. Es así como le hemos visto en el pozo de Samaria –el Dios que daba, pero Aquel que pidió de beber a la pobre mujer.

Jesús, entonces, vivificaba a las almas. Y todavía lo hace. No tenían que asombrarse por ello. Una obra más asombrosa a los ojos de los hombres estaba por cumplirse. Todos aquellos que estaban en las tumbas, saldrían de ellas. Éste es el segundo período del que Él habla. En el primero, Él da vida a las almas; en el segundo, resucita los cuerpos de la muerte. El primero ha durado todo el ministerio de Jesús, y 1800 años desde Su muerte28; el segundo no ha sucedido todavía, pero durante su continuación dos cosas tendrán lugar. Habrá una resurrección de aquellos que hicieron lo bueno –una resurrección para vida, con la que el Señor completará Su obra de vivificar–, y una resurrección de aquellos que hicieron lo malo, una resurrección para su juicio. Este juicio será en conformidad con la mente de Dios, y no conforme a ninguna separada y personal voluntad de Cristo. Hasta entonces, es el poder soberano, y por lo que respecta a la vida, la gracia soberana. Él da vida a quien quiere. Lo que se deriva es la responsabilidad del hombre con referencia a la obtención de vida eterna. Estaba allí en Jesús, y no querían venir a Él para poseerla.

El Señor sigue señalándoles cuatro testimonios rendidos a Su gloria y a Su Persona, los cuales les dejaban sin excusa: Juan, Sus propias obras, Su Padre y las Escrituras. No obstante, mientras que pretendían recibir estas últimas, como hallando en ellas vida eterna, no querían venir a Él para tener esta vida. ¡Pobres judíos! El Hijo vino en nombre del Padre y no le querían recibir. Vendría otro en su propio nombre, y a éste sí recibirían. Esto es lo que mejor se adapta al corazón del hombre. Buscaban entre ellos el propio honor, ¿cómo podían creer así? Recordemos esto. Dios no se adapta al orgullo humano –no modela la verdad para ser abstraída. Jesús conocía a los judíos. No significa que los acusaría delante del Padre: Moisés, en quien ellos confiaban, lo haría, pues si hubieran creído a Moisés habrían creído a Cristo. Pero si no conferían ningún crédito a los escritos de Moisés, ¿cómo creerían las palabras de un Salvador rechazado?

Como resultado, el Hijo de Dios da vida, y ejecuta juicio. En el juicio que Él ejecuta, el testimonio que ha sido rendido a Su Persona dejará al hombre sin excusa sobre la base de su propia responsabilidad. En el capítulo 5 Jesús es el Hijo de Dios, quien, junto al Padre, da vida, y como Hijo del Hombre juzga. En el siguiente capítulo, Él es el objeto de la fe, como descendido del cielo y en la muerte. Insinúa precisamente Su ascensión al cielo como Hijo del Hombre.

 

capítulo 6

En este capítulo vemos al Señor descendido del cielo, humillado y llevado a la muerte, no ahora como Hijo de Dios, uno con el Padre, la fuente de vida, sino como Aquel que, aunque era Jehová y al mismo tiempo el Profeta y el Rey, tomaría el lugar de Víctima y el de Sacerdote en el cielo. En Su encarnación, el de pan de vida; y en Su muerte, el verdadero alimento de los creyentes. Ascendido nuevamente al cielo, el vivo objeto de la fe de ellos. Pero Él observa solamente este último aspecto: la doctrina del capítulo es aquella que viene primero. No es el poder divino que vivifica, sino el Hijo del Hombre venido en la carne, el objeto de la fe, y de este modo el medio de vida. Y, aunque quede claro por el llamamiento de la gracia, no es por ello el lado divino dar vida a quien Él quiere, sino la fe en nosotros al sujetarnos a Él. En ambas, Él actúa independientemente de los límites del judaísmo. Él da vida a quien quiere, y viene a dar vida al mundo.

Fue en ocasión de la Pascua, un tipo que el Señor cumpliría por la muerte de que hablaba. Todos estos capítulos presentan al Señor y la verdad que le revela, en contraste con el judaísmo, el cual Él dejó de lado. El capítulo 5 habla de la impotencia de la ley y sus ordenanzas. Aquí, son las bendiciones prometidas por el Señor a los judíos sobre la Tierra (Salmo 132:15); y los caracteres de Profeta y Rey cumplidos por el Mesías sobre la Tierra en relación con los judíos son los que contrastan con la nueva posición y doctrina de Jesús. Aquello de que hablo ahora aquí, matiza cada asunto distinto en este Evangelio.

Ante todo, Jesús bendice al pueblo conforme a la promesa de lo que Jehová haría, dada a ellos en el Salmo 132, pues Él era Jehová. Sobre esta promesa, el pueblo reconoce en Él «aquel Profeta», y desean hacerle su Rey a la fuerza. Pero Él lo declina –no podía tomar este título de esta manera carnal. Jesús los deja, y sube solo a un monte. Esto era, en figura, Su posición como Sacerdote en lo alto. Éstos son los rasgos del Mesías con respecto a Israel, pero el último se aplica de manera plena y especial a los santos también ahora, caminando sobre la Tierra, los cuales continúan en este sentido en la posición del remanente. Los discípulos entran en una barca, y, sin Él, son zarandeados por las olas. Se acercan tinieblas –lo que le sucederá al remanente aquí–, y Jesús se halla lejos. No obstante, Él se une a ellos, y le reciben con alegría. Inmediatamente, la barca llega al lugar al que se dirigían. Una figura sorprendente del remanente en su distancia sobre la Tierra durante la ausencia de Cristo, y cada deseo suyo plena e inmediatamente satisfecho –total bendición y descanso– cuando Él se una con ellos29.

Esta parte del capítulo, habiéndonos mostrado al Señor como el Profeta aquí abajo, y rehusado ser reconocido como Rey, también aquello que tendrá lugar cuando Él regrese al remanente sobre la Tierra –el marco histórico de lo que Él fue y será–, el resto del capítulo nos ofrece aquello que Él es mientras tanto a la fe, Su verdadero carácter, el propósito de Dios al enviarle, fuera de Israel, y relacionado con la soberana gracia. La gente le busca. La obra verdadera, la cual Dios reconoce, es la de creer en Aquel que ha enviado. Esto es aquella carne que permanece para vida eterna, dada por el Hijo del Hombre –es en este carácter que hallamos a Jesús aquí, como en el capítulo 5 era el Hijo de Dios–, pues Él es Aquel a quien Dios el Padre ha sellado. Jesús tomó Su lugar de Hijo del Hombre en humillación aquí abajo. Fue para ser bautizado por Juan el Bautista; y allí, en este carácter, el Padre le selló, descendiendo sobre Él el Espíritu Santo.

La multitud le pidió una prueba como el maná. Él mismo era la prueba –el verdadero maná. Moisés no ofreció el verdadero pan de vida celestial. Sus padres murieron en el mismo desierto en donde comieron el maná. Ahora el Padre les daba el verdadero pan del cielo. Aquí no es el Hijo de Dios quien da, y quien es el soberano Dador de vida para aquel que Él quiere. Es el objeto presentado a la fe, del cual debe sacarse el alimento. La vida se halla en Él. Aquel que le come, vivirá por Él, y jamás tendrá hambre. Pero la multitud no creía en Él. De hecho, la masa de Israel, como tal, no eran el problema. Aquellos que el Padre le dio deberían acudir a Él. Aquí era Él el sujeto pasivo, por decirlo así, de la fe. No es la cuestión de a quién dará Él vida, sino la de recibir a aquellos que el Padre le traía. Por lo tanto, sea quien fuera el que venía a Él, no le echaría de su presencia: el enemigo, el burlador, el gentil, no vendrían si el Padre no los enviaba. El Mesías estaba allí para hacer la voluntad de Su Padre, y quienquiera que fuera traído por el Padre, Él le recibiría para vida eterna (compárese cap. 5:21). La voluntad del Padre tenía estos dos caracteres. De todos quienes el Padre le diera, Él no perdería ninguno. ¡Preciosa seguridad! El Señor salva ciertamente hasta el final a aquellos a quienes el Padre le ha dado; y entonces todo aquel que viera al Hijo y creyera en Él, tendría la vida eterna. Éste es el evangelio para cada alma, como el otro lo es para la seguridad infalible de la salvación de cada creyente.

Pero esto no es todo. El asunto de la esperanza no era en este momento la consumación sobre la Tierra de las promesas hechas a los judíos, sino el ser resucitados de entre los muertos, teniendo parte en la vida eterna –en resurrección el último día, de la época de la ley, en la que ellos vivían. Él no coronó la dispensación de la ley, pues tenía que introducir una nueva dispensación, y con ella la resurrección. Los judíos30 murmuran acerca de que Él dijo haber descendido del cielo. Jesús les contesta por el testimonio de que su dificultad era fácil de comprender. Nadie vendría a Él excepto si el Padre le traía. Era la gracia la que produjo este efecto; si eran ellos o no judíos, no quería decir nada. Era una cuestión de la vida eterna, de ser resucitados de entre los muertos por Él, no la de cumplir las promesas como Mesías, sino la de introducir la vida de un mundo mucho más diferente para ser gozado por la fe –habiendo conducido al alma la gracia del Padre para ser hallada en Jesús. Asimismo, los profetas dijeron que todos ellos serían enseñados por Dios. Cada uno, por tanto, que aprendía del Padre, venía a Él. Nadie, sin lugar a dudas, había visto al Padre excepto Aquel que era Dios –Jesús. Él había visto al Padre. Aquel que creía en Él estaba ya en posesión de la vida eterna, pues Él era el pan descendido del cielo, del cual un hombre podía comer para no morir.

Esto no fue solamente por la encarnación, sino por la muerte de Aquel que descendió del cielo. Él iba a dar esta vida; Su sangre sería tomada del cuerpo que Él asumió. Ellos comerían Su carne y beberían Su sangre. La muerte iba a ser la vida del creyente. Y de hecho, es en un Salvador muerto que vemos el pecado quitado, el cual Él llevó por nosotros, y la muerte por nosotros es muerte a la naturaleza de pecado en que radicaba nuestro mal y nuestra separación de Dios. Allí Él puso fin al pecado –Aquel que no lo conoció. La muerte, introducida por el pecado, quita el pecado vinculado a la vida, el cual halla su final allí. No es que Cristo tuviera ningún pecado en Su Persona, sino que Él lo tomó, fue hecho pecado en la cruz por nosotros. Y aquel que está muerto es justificado del pecado. Por tanto, yo me alimento de la muerte de Cristo. La muerte es mía; ha devenido vida. Ésta me separa del pecado, de la muerte, y Él dio Su carne para la vida del mundo; y yo soy liberado de ellos. Me alimento de la gracia infinita que hay en Él, el cual ha cumplido todo esto. La expiación es completa, y yo vivo, muerto felizmente para todo lo que me separaba de Dios. Es la muerte cumplida en Él, de la cual me alimento, primero, para mí, y entrando además en ella por la fe. Él necesitaba vivir como Hombre a fin de poder morir, y Él dio Su vida. Así, Su muerte es eficaz; Su amor, infinito; la expiación, total, absoluta, perfecta. Aquello que había entre Dios y yo, no existe ya, pues Cristo murió y todo pasó con Su vida aquí sobre la Tierra –la vida tal como Él la poseía antes de expirar en la cruz. La muerte no podía retenerle. Para realizar esta obra, necesitaba poseer un poder de vida divina, el cual la muerte no pudiera tocar. Pero ésta no es la verdad enseñada expresamente en el capítulo que tenemos ante nosotros, aunque esté implícita en él.

Al hablar a la multitud, el Señor, al tiempo que los reprendía por su incredulidad, se presenta venido en la carne como el objeto de su fe en ese momento (vers. 32-35). Para los judíos, al serles descubierta esta doctrina, les repite que Él es el pan de vida descendido del cielo, del que si algún hombre comía, viviría para siempre. Pero les hace entender además que no podían detenerse ahí –ellos tenían que recibir Su muerte. Él no dice aquí «El que me come», sino que era el comer Su carne o beber Su sangre lo que permitía penetrar en el pensamiento –en la realidad– de Su muerte. Recibir a un Mesías muerto, no vivo, muerto para los hombres y muerto ante Dios. Él no existía ahora como un Cristo muerto, pero tenemos que reconocer y alimentarnos de Su muerte, identificarnos con ella ante Dios, participando de ella por la fe, o no tenemos vida en nosotros31.

Así fue para el mundo. Así debían vivir, no por su propia vida, sino por Cristo, alimentándose de Él. Aquí Él vuelve a Su propia Persona, siendo establecida la fe en Su muerte. Asimismo, ellos debían permanecer en Él (vers. 56) ante Dios conforme a toda la aceptación de Él ante Dios, a toda la eficacia de Su obra al morir32. Y Cristo debía permanecer en ellos conforme al poder y a la gracia de esa vida por la que Él obtuvo la victoria sobre la muerte, y en la que, obteniéndola, ahora vive. Como el Padre de vida le había enviado, y vivía, no por medio de una vida independiente que no tuviera al Padre como objeto de su origen, sino por causa del Padre, así que aquel que le comía viviría a causa de Él33.

Acto seguido, en respuesta a las murmuraciones de aquellos sobre esta verdad fundamental, el Señor apela a Su ascensión. Él descendió del cielo –ésta era Su doctrina–, y ascendería allí otra vez. La carne material no aprovechaba para nada. Era el Espíritu el que daba vida, al hacer comprender en el alma la poderosa verdad de aquello que Cristo era, y de Su muerte. Pero Él regresa sobre aquello que ya les había contado antes: para venir a Aquel así revelado en verdad, debían ser conducidos por el Padre. Existe tal cosa como la fe que a veces es quizás ignorante, aunque por la gracia es real. Así era la de los discípulos. Sabían que Él, y sólo Él, tenía palabras de vida eterna. No se trataba de que fuera sólo el Mesías, lo cual ellos creían firmemente, sino que Sus palabras hubieran penetrado en sus corazones con el poder de la vida divina que aquéllas revelaron, y por medio de la gracia transmitida. Así, le reconocieron como el Hijo de Dios, no sólo de manera oficial, sino conforme al poder de la vida divina. Él era el Hijo del Dios vivo. No obstante, había uno entre ellos que era del diablo.

Jesús, por lo tanto, descendido a la tierra, llevado a la muerte, ascendiendo de nuevo al cielo, es la doctrina de este capítulo. Como descendido y llevado a la muerte, Él es la comida de la fe durante Su ausencia desde lo alto. Pues es en Su muerte que debemos alimentarnos, a fin de permanecer espiritualmente en Él, y Él en nosotros.

 

capítulo 7

Sus hermanos según la carne, todavía sumidos en la incredulidad, hubieran querido que Él se mostrase al mundo si hacía estas grandes cosas. Pero el tiempo para ello aún no había llegado. En el cumplimiento del tipo de la fiesta de los tabernáculos, Él lo hará. La Pascua tenía su antitipo en la cruz, Pentecostés en el descenso del Espíritu Santo. La fiesta de los tabernáculos, hasta ahora, no ha tenido cumplimiento. Era celebrada después de la siega y la vendimia; e Israel conmemorado ceremoniosamente en la tierra, y su peregrinaje antes de entrar en el reposo que Dios les dio en Canaán. Así el cumplimiento de este tipo será cuando, tras la ejecución del juicio –ya sea al separar a los impíos de los justos, o simplemente al mostrarse en venganza34, Israel, restaurado en su tierra, estará en posesión de todas sus prometidas bendiciones. En aquel momento Jesús se manifestará al mundo, pero en el momento del que estamos hablando Su hora no había llegado aún. Entretanto, habiéndose ido (vers. 33, 34), Él da el Espíritu Santo a los creyentes (vers. 38, 39).

Observemos aquí que no es introducido ningún Pentecostés. Pasamos de la Pascua en el capítulo 6 a los tabernáculos en el 7, en el lugar del cual los creyentes recibirían el Espíritu Santo. Como he señalado, este Evangelio trata de una Persona divina sobre la Tierra, no del Hombre en el cielo. Se habla de la venida del Espíritu Santo como siendo sustituida por el último u octavo día de la fiesta de los tabernáculos. Pentecostés representa a Jesús en lo alto.

Él presenta al Espíritu Santo de tal modo que le convierte en la esperanza de la fe en el momento en que Él habla, si Dios creó un sentido de necesidad en el alma. Si alguien tenía sed, podía acudir a Jesús y beber. No sólo se apagaría la sed de éstos, sino que del interior de su alma manarían arroyos de agua viva. Así que al venir a Él por la fe para satisfacer la necesidad de su alma, no sólo sería el Espíritu Santo un pozo de agua viva en ellos, manando para vida eterna, sino que también esta agua fluiría de ellos en abundancia para refrescar a todos los sedientos. Israel bebió agua en el desierto antes de que pudieran observar la fiesta de los tabernáculos. Pero solamente bebieron. No había ningún pozo en ellos. El agua manó de la roca. Bajo la gracia, cada creyente es sin duda una fuente en sí mismo, pero toda la corriente fluye de él. Esto, sin embargo, sucedería solamente cuando Jesús fuera glorificado, y en aquellos que eran ya creyentes previamente a su recibimiento. De lo que se habla aquí no es de una obra que vivifica. Es de un don para aquellos que creen. Además, en la fiesta de los tabernáculos Jesús se mostrará al mundo; pero éste no es el asunto del que es testigo especial el Espíritu Santo así recibido. Éste es ofrecido en relación con la gloria de Jesús, mientras queda oculto del mundo. Fue también en el octavo día de la fiesta, la señal de una porción que trascendía al reposo sabático de este mundo, y la cual inauguró un nuevo período –una escena nueva de gloria.

Prácticamente, aunque sea presentado el Espíritu Santo aquí como poder que actúa en bendición fuera de uno, en quien habita, Su presencia en el creyente es el fruto de una sed personal de necesidad sentida en el alma –necesidad por la cual el creyente ha buscado una respuesta en Cristo. Aquel que tiene sed, la tiene por sí mismo. El Espíritu en nosotros, revelándonos a Cristo, deviene un río cuando habita en nosotros después de creer, y así para los demás.

El espíritu de los judíos quedó claramente en evidencia. Intentaron matar al Señor, y Él les dice que Su relación con ellos sobre la Tierra pronto terminaría (vers. 33). No hacía falta que se apresuraran para deshacerse de Él, pues rápidamente le buscarían y no le hallarían. Él marchaba al Padre.

Vemos claramente la diferencia aquí entre la multitud y los judíos –dos grupos distintos siempre entre ellos en este Evangelio. La multitud no comprendía por qué hablaba Él del deseo que tenían de matarle. Aquellos de Judea quedaron perplejos de Su franqueza, sabiendo que en Jerusalén se estaba conspirando contra Su vida. Su momento no había llegado todavía. Enviaron oficiales para prenderle, los cuales vuelven sorprendidos por Su discurso, sin haberle puesto las manos encima. Los fariseos se enfurecieron, expresando su desprecio por el pueblo. Nicodemo se aventuró a decir una palabra de justicia de acuerdo a la ley, y se gana este menosprecio. Pero cada cual se marchó a sus hogares. Jesús, quien no tenía hogar hasta que regresase al cielo, de donde vino, va al Monte de los Olivos, el lugar testigo de Su agonía, Su ascensión y Su regreso –un lugar que frecuentaba habitualmente estando en Jerusalén, en el tiempo de Su ministerio sobre la Tierra.

 

capítulo 8

El contraste de este capítulo con el judaísmo, y con sus mejores esperanzas en el futuro que Dios ha preparado para Su pueblo, es demasiado evidente como para detenernos a considerarlo. Este Evangelio revela en todas sus páginas a Jesús fuera de todo lo que pertenecía a este sistema terrenal. En el capítulo 6, es la muerte en la cruz. Aquí es la gloria en el cielo, siendo rechazados los judíos, y el Espíritu Santo dado al creyente. En el capítulo 5, Él da vida como Hijo de Dios; en el sexto, Él es el mismo Hijo, pero no dando vida y juzgando como Hijo del Hombre, sino descendido del cielo, el Hijo en humillación, el verdadero pan del cielo que el Padre dio. Pero en aquel Manso, ellos debían contemplar al Hijo para vivir. Luego, así venido, y habiendo tomado la forma de un siervo, hallado de esta manera como un Hombre, Él se humilla y sufre en la cruz como Hijo del Hombre. En el capítulo 7, cuando Él es glorificado, envía al Espíritu Santo. El capítulo 5 revela Sus títulos de gloria personal; los capítulos 6 y 7 Su obra y el ofrecimiento del Espíritu a los creyentes, como consecuencia de Su actual gloria en el cielo35, la cual es respondida sobre la Tierra por la presencia del Espíritu Santo. En los capítulos 8 y 936 hallaremos Su testimonio y Sus obras rechazados, y la cuestión decisiva entre Él y los judíos. Se observará también que los capítulos 5 y 6 tratan de la vida. En el quinto, ésta es dada divina y soberanamente por Aquel que la posee; en el capítulo 6, el alma, recibiendo y ocupándose de Jesús por la fe, halla la vida y se alimenta de Él por la gracia del Padre: dos cosas distintas en naturaleza –Dios da; el hombre, por gracia, se alimenta de ello. Por otra parte, el capítulo 7 es Cristo yendo a Aquel que le envió, y entretanto el Espíritu Santo, el cual despliega la gloria a la cual Él ha ido, está en nosotros y por nosotros en su carácter celestial. En el capítulo quinto, Cristo es el Hijo de Dios, quien vivifica en abstracto poder divino y voluntad, aquello que Él es, no el lugar en que Él se halla, sino que solamente juzga, siendo el Hijo del Hombre. En el capítulo 6, el mismo Hijo, pero descendido del cielo, el objeto de la fe en Su humillación, luego el Hijo del Hombre, que muere y regresa de nuevo. En el séptimo, no revelado aún al mundo. El Espíritu Santo es ofrecido en su lugar cuando Él es glorificado arriba, el Hijo del Hombre en el cielo –al menos contemplando Su marcha allí.

En este capítulo 8, como dijimos, la palabra de Jesús es rechazada; y, en el noveno, Sus obras. Pero hay mucho más que esto. Las glorias personales del capítulo 1 son reproducidas y desarrolladas en todos estos capítulos por separado –omitiendo de momento todos los pasajes desde el versículo 36 al 51 del capítulo 1. Hemos hallado otra vez los versículos 14-34 en los capítulos 5, 6 y 7. El Espíritu Santo vuelve ahora al asunto de los primeros versículos en el capítulo. Cristo es el Verbo; Él es la vida, y la vida que es la luz de los hombres. Los tres capítulos que acabo de señalar hablan de aquello que Él es en gracia para los hombres, al tiempo que declaran Su derecho a juzgar. El Espíritu aquí (en el capítulo 8) nos pone delante aquello que Él es en Sí mismo, y aquello que Él es a los hombres –sometiéndolos así a prueba, de modo que al rechazarle se rechazan ellos mismos, manifestándose reprobados.

Consideremos ahora nuestro capítulo. El contraste con el judaísmo es evidente. Traen a una mujer cuya culpa es innegable. Los judíos, en su malignidad, la emplazan delante del Señor con la esperanza de poder confundirle. Si Él la condenaba, no era un Salvador –la ley también sabía condenarla. Si la dejaba ir, menospreciaba y subestimaba la ley. Esto era inteligente, pero ¿de qué sirve la inteligencia en la presencia de Dios, quien juzga los corazones? El Señor permite que se comprometan ellos mismos al no responderles de momento. Probablemente pensaron que cayó en la trampa. Finalmente les dice «el que esté de entre vosotros sin pecado, que tire la primera piedra». Descubiertos por su conciencia, desprovista de honor y de fe, se marchan de la escena de su confusión, separándose entre sí y cada cual ocupado de sí mismo, y del carácter, no de la conciencia, marchándose de Aquel que los había desenmascarado, y aquel, que teniendo la mejor reputación para salvar, se marchó primero. ¡Qué dolorosa escena! ¡Qué palabra más potente! Jesús y la mujer son dejados juntos la una con el otro. ¿Quién puede permanecer sin culpa en Su presencia? Con respecto a la mujer, cuya culpa era conocida, Él no traspasa la posición judía, excepto para guardar los derechos de Su propia Persona en gracia.

Esto no es lo mismo que en Lucas 7, el perdón plenario y la salvación. Los demás no podían condenarla –y Él no lo haría. Dejó que se fuera y que no pecara más. No es la gracia de la salvación la cual el Señor exhibe aquí. Él no juzga, no había venido para ello; pero la eficacia del perdón no es el sujeto de estos capítulos –es la gloria aquí de Su Persona, en contraste con todo lo que es de la ley. Él es la luz, y por el poder de Su Palabra, Él entró como luz en la conciencia de aquellos que habían traído a la mujer.

Porque la Palabra era luz; pero eso no era todo. Viniendo al mundo, Él era (cap. 1:4-10) la luz. Ahora bien, era la luz que era la luz de los hombres. No era una ley que hacía demandas y condenaba; o esa vida prometida sobre la obediencia de sus preceptos. Era la vida misma que estaba allí en Su Persona, y aquella luz era la luz de los hombres, convenciéndolos, y, quizá, juzgándolos; pero era como luz. Así, Jesús dice aquí –en contraste con la ley, introducida por aquellos que no podían permanecer ante la luz –«Yo soy la luz del mundo» –no meramente de los judíos. Pues en este Evangelio tenemos lo que Cristo es esencialmente en Su Persona, ya sea como Dios, el Hijo venido del Padre, o el Hijo del Hombre –no lo que Dios era en los tratos especiales con los judíos. De ahí, él era el objeto de la fe en Su Persona, no en los tratos dispensacionales. Quienes fueran que le seguían, tendrían la luz de la vida. Pero era en Él, en Su Persona, que era hallada. Y Él podía dar testimonio de Sí mismo, porque, aunque Él era un Hombre allí, en este mundo, sabía de dónde venía y a dónde iba. Era el Hijo, quien vino del Padre y volvía nuevamente a Él. Lo sabía y era consciente de ello. Su testimonio, por lo tanto, no era el de una persona interesada, de la cual se dudara para creer en ella o no. Había, como prueba de que este Hombre era Aquel quien Él se representaba ser, el testimonio del Hijo –Su propio– y el testimonio del Padre. Si le hubieran conocido, habrían conocido al Padre.

En ese momento –a pesar de un testimonio como éste– nadie puso las manos sobre Él. Su hora no había venido. Sólo era cuestión de esperar, pues la oposición de ellos hacia Dios era cierta, y conocida por Él. Esta barrera fue manifestada claramente (vers. 19-24); consecuentemente, si ellos no creían, morirían en sus pecados. No obstante, Él les cuenta que conocerían quién era Él cuando hubiera sido rechazado y levantado en la cruz, habiendo tomado una posición muy diferente como el Salvador, rechazado por el pueblo y desconocido por el mundo, cuando ya no fuera presentado a ellos como tal, sabrían que Él era verdaderamente el Mesías, y que Él era el Hijo que les hablaba de parte del Padre. Mientras hablaba estas palabras, muchos creyeron en Él. Les declaró el resultado de la fe, lo cual dio ocasión de que la verdadera posición de los judíos fuera manifestada con terrible precisión. Les declaró que la verdad les haría libres, y que si el Hijo –quien es la verdad– les hacía libres, lo serían realmente. La verdad libera desde el punto de vista moral ante Dios. El Hijo, en virtud de los derechos que eran innegablemente Suyos, y por herencia en la casa, los albergaría en ella conforme a esos derechos, y ello en el poder de la vida divina descendida del cielo –el Hijo de Dios con poder como lo declaró la resurrección. En esto constaba la verdadera liberación.

Resentidos por la idea de la esclavitud, la cual su orgullo no podía soportar, se declaran ser libres y no haber sido nunca esclavos de nadie. Como contestación, el Señor muestra que aquellos que cometen pecado son los siervos –esclavos– del pecado. Ahora bien, al estar bajo la ley, y siendo judíos, ellos eran siervos en la casa: y serían despedidos de ella. Pero el Hijo tenía derechos inalienables. Él era de la casa y moraría en ella para siempre. Bajo el pecado, y bajo la ley, eran la misma cosa para un hijo de Adán; él era siervo. El apóstol muestra esto en Romanos 6 (comp. caps. 7 y 8) y en Gálatas 4 y 5. Además, ellos ni eran real ni moralmente los hijos de Abraham ante Dios, aunque lo fueran según la carne, pues intentaron matar a Jesús. Ellos no eran los hijos de Dios, de lo contrario habrían amado a Jesús, quien venía de Dios. Eran los hijos del diablo que hacían sus obras.

Comprender el significado de la Palabra es la manera de entender la fuerza de las palabras. Uno no aprende la definición de las palabras y después las cosas; uno aprende las cosas, y después el significado de las palabras se hace evidente.

Comienzan a resistirse al testimonio, conscientes de que Él se hacía más grande que todos aquellos de quienes habían aprendido. Arremeten contra Él a causa de Sus palabras; y por su oposición el Señor se ve obligado a explicarse más claramente; hasta que, habiendo declarado que Abraham se regocijaba de ver Su día, aplicando esto los judíos a Su edad como hombre, anuncia positivamente que Él es Dios mismo –Aquel a quien ellos pretendían conocer como el que se había revelado en la zarza.

¡Maravillosa revelación! Un Hombre menospreciado y rechazado de los hombres, contradicho, maltratado, era no obstante Dios mismo quien estaba allí. ¡Qué hecho! ¡Qué cambio tan radical! ¡Qué revelación para aquellos que le reconocían, o que le conocían! ¡Qué condición la suya al rechazarle, y ello porque sus corazones se oponían a todo lo que Él era, pues nunca dejó de manifestarse a Sí mismo! ¡Qué pensamiento, que Dios mismo haya estado aquí! ¡La misma bondad! ¡Cómo desaparece todo ante Él! –la ley, el hombre, sus razonamientos. Todo depende necesariamente de este gran hecho. Y –¡bendito sea Su nombre!– este Dios es un Salvador. Tenemos una deuda con los sufrimientos de Cristo para conocer todo ello. Y démonos cuenta de que al poner a un lado las dispensaciones formales de Dios, si son verdaderas, es debido a la revelación de Sí mismo, lo cual introduce una bendición infinitamente mayor.

Pero aquí Él se presenta a Sí mismo como el Testigo, el Verbo, el Verbo hecho carne, el Hijo de Dios, pero aún el Verbo, Dios mismo. En el relato al principio del capítulo, Él es un testimonio a la conciencia, el Verbo que escudriña y convence. En el versículo 18, Él da testimonio con el Padre. En el 26, Él declara en el mundo aquello que Él ha recibido del Padre, y como enseñado por Dios hablaba. Además, el Padre estaba con Él. En los versículos 32 y 33, la verdad es conocida por Su palabra, y la verdad los hacía libres. En el vers. 47, Él habló las palabras de Dios. En el versículo 58, era Dios mismo, el Jehová que los padres conocían, quien habló.

La oposición surgió por ser la palabra de verdad (vers. 45). Los que se oponían eran del adversario. Éste era homicida desde el principio, y ellos querían ir en pos de él. Pero la verdad era la fuente de la vida, tanto como para caracterizar lo que el adversario era: que no permanecía en la verdad, no hay verdad en él. Él es el padre y la fuente de toda mentira, de modo que, si hablaba falsedad, era una que pertenecía al que la hablaba. El pecado era servidumbre, y ellos se hallaban bajo ésta por la ley. La Verdad, el Hijo mismo, liberaba. Pero, más que esto, los judíos eran enemigos, hijos del enemigo, y ellos harían sus obras sin creer las palabras de Cristo, porque Él era la verdad. No hay ningún milagro aquí; es el poder del Verbo, y el Verbo de vida es Dios mismo: rechazado por los hombres, Él está, como si dijéramos, obligado a hablar la verdad, a revelarse, oculto al instante y manifestado, como Él lo era en la carne –oculto en cuanto a Su gloria, manifestado en cuando a todo lo que Él es en Su Persona y en Su gracia.

 

capítulo 9

Llegamos ahora al testimonio de Sus obras, hechas aquí como un Hombre en mansedumbre. No es el Hijo de Dios dando vida a quien quiere como el Padre, sino por la operación de Su gracia aquí abajo, el ojo abierto para ver en el Hombre humilde el Hijo de Dios. En el capítulo precedente, se trata de aquello que Él es para con los hombres; en este capítulo, se trata de aquello que Él hacía en el hombre, para que éste pudiera verle. Así, le hallaremos presentándose en Su carácter humano, y –el Verbo siendo recibido– reconocido ser el Hijo de Dios. Separado de esta manera el remanente, las ovejas son devueltas al buen Pastor. Él es la luz del mundo mientras se halle en él, pero donde es recibido por la gracia en Su humillación, Él comunica el poder para ver la luz, y para ver todas las cosas por este poder.

Cuando es el Verbo –la manifestación en testimonio de lo que Cristo es–, el hombre es manifestado tal como es, un hijo –en su naturaleza– del diablo, el cual es homicida y mentiroso desde el principio, enemigo inveterado de Aquel que puede decir «Yo soy»37. Pero cuando el Señor obra, produce algo en el hombre que antes no tenía. Le otorga vista, vinculándole así a Aquel que le capacitó para ver. El Señor no es aquí comprendido o manifestado aparentemente de un modo exaltado, porque Él desciende hasta las necesidades y circunstancias del hombre, a fin de que pueda ser conocido más de cerca por Aquél. Pero como resultado, Él trae el alma al conocimiento de Su gloriosa Persona. En lugar de ser el Verbo y el testimonio –el Verbo de Dios– para mostrar como luz lo que el hombre es, Él es el Hijo, uno con el Padre38 dando la vida eterna a Sus ovejas y guardándolas en esta gracia para siempre. Porque en cuanto a la bendición que mana de allí, y toda la doctrina de Su verdadera posición con respecto a las ovejas en bendición, el capítulo 10 es correlativo con el 9, siendo el décimo la continuación del discurso comenzado al final del capítulo 9.

El capítulo 9 se abre con el caso de un hombre que hace una pregunta a los discípulos, en relación con el gobierno de Dios en Israel. ¿Fue el pecado de sus padres el que trajo esta visitación sobre su hijo, conforme a los principios que Dios les dio en Éxodo? ¿O era su propio pecado, conocido por Dios aunque no manifestado a los hombres, lo que le había procurado este juicio? El Señor contesta que la condición del hombre no dependía del gobierno de Dios con respecto al pecado suyo ni el de sus padres. Su caso no era sino la miseria que propició la poderosa operación de Dios en gracia. Es el contraste que hemos estado viendo todo el tiempo; pero aquí es a fin de poder presentar las obras de Dios.

Dios obra. No es sólo aquello que Él es, ni siquiera un objeto de fe. La presencia de Jesús sobre la Tierra la convertían de día. Era por tanto el momento de hacer las obras de Aquel que le envió. Pero el que obra aquí, lo hace por medios que nos enseñan la unión existente entre un objeto de fe y el poder de Dios, el cual obra. Forma arcilla con Su saliva y la tierra, y la pone sobre los ojos del hombre que nació ciego. Como figura, esto señalaba a la humanidad de Cristo en su humillación terrenal y mansedumbre, presentada a los ojos de los hombres, pero con divina eficacia de vida en Él. ¿Quizás vieron ellos algo más? Si ello era posible, sus ojos eran los que estaban más cerrados. El objeto aún estaba allí; tocó los ojos de ellos, y ellos no podían verlo. El ciego entonces se lavó en el estanque llamado «Enviado», y pudo ver claramente. El poder del Espíritu y del Verbo, dando a conocer a Cristo como Aquel enviado por el Padre, le da la vista. Es la historia de la enseñanza divina en el corazón del hombre. Cristo, como Hombre, nos toca. Somos absolutamente ciegos, sin ver nada. El Espíritu de Dios actúa, estando Cristo allí ante nuestros ojos; luego vemos con claridad.

El pueblo queda maravillado y no sabe qué pensar. Los fariseos se oponen. De nuevo el sábado es el asunto de debate. Ellos hallan –la historia de siempre– buenas razones para condenar a Aquel que devolvió la vista, en su fingido celo por la gloria de Dios. Era una prueba positiva de que el hombre nació ciego, que ahora veía, que Jesús lo había hecho. Los padres testifican de la única cosa que por su parte merecía importancia. Respecto a quién fue el que le había devuelto la vista, otros sabían más que ellos; pero se hacen evidentes sus temores sobre que era un asunto indiscutible el ser expulsado, no sólo Jesús, sino todos los que le confesaran. Así, los líderes judíos llevaron la cuestión a un punto decisivo. No sólo rechazaron a Cristo, sino que expulsaron de los privilegios de Israel, en cuanto a su adoración ordinaria, a aquellos que le confesaban. Su hostilidad hacía distinguir al remanente manifiesto y los ponía aparte; y esto, empleando la confesión de Cristo como piedra de toque. Esto fue decidir su propia suerte, y juzgar su propia condición.

Las pruebas aquí no sirvieron para nada. Los judíos, los padres, los fariseos, las tenían ante sus ojos. La fe se obtuvo a través de ser el sujeto personal de esta poderosa operación de Dios, quien abrió los ojos de los hombres a la gloria del Señor Jesús. No que el hombre lo comprendiera todo. Él percibió que estaba tratando con alguien enviado de Dios. Para él, Jesús era un profeta. Pero así el poder que Él manifestó al dar la vista a este hombre, le capacita para confiar en que la palabra del Señor es divina. Habiendo llegado hasta aquí, el resto es sencillo; el pobre hombre es llevado más lejos, y se halla en el terreno que le libera de todos sus anteriores prejuicios, y valora la Persona de Jesús, lo cual se sobrepone a toda otra consideración. El Señor desarrolla esto en el próximo capítulo.

En verdad, los judíos habían tomado ya la decisión. No querían tener que tratar con Jesús. Habían acordado todos echar a aquellos que creyeran en Él. En consecuencia, habiendo comenzado a razonar con ellos el pobre hombre sobre la prueba existente en su propia persona de la misión del Salvador, le expulsaron. Así echado, el Señor –rechazado antes que él– le encuentra y se le revela con Su nombre personal de gloria. «¿Crees en el Hijo de Dios?» El hombre le remite a la Palabra de Jesús, la cual para él era la verdad divina, Él se le anuncia como siendo el Hijo de Dios, y el hombre le adoró.

Así, el efecto de Su poder era para cegar a aquellos que veían, quienes estaban llenos de su propia sabiduría, cuya luz era tinieblas, y para dar vista a aquellos que nacieron ciegos.

 

capítulo 10

En este capítulo Él se diferencia de todos aquellos que fingían, o habían fingido, ser los pastores de Israel. Se desarrollan tres puntos: Él entra por la puerta, Él es la puerta, y es además el Pastor de las ovejas –el buen Pastor.

Él entra por la puerta. Somete a todos las condiciones establecidas por Él para construir la casa. Cristo responde a todo lo escrito acerca del Mesías, y emprende la senda de la voluntad de Dios al presentarse al pueblo. No es la energía ni el poder humanos que encienden y atraen las pasiones de los hombres, sino el Hombre obediente que se subyugó a la voluntad de Jehová, mantenida por el humilde lugar de un siervo y vivida por cada palabra que salía de la boca de Dios, sometiéndose mansamente en el lugar en el cual el juicio de Jehová fue a parar, y en que había visto a Israel. Todas las citas del Señor en Su conflicto con Satanás, son de Deuteronomio. Consecuentemente, Aquel que vela las ovejas, Jehová, actuando en Israel por Su Espíritu y providencia, ordenando todas las cosas, da acceso a las ovejas a pesar de los fariseos y sacerdotes, y de tantos otros. Los escogidos de Israel oyen Su voz. Ahora bien, Israel estaba bajo condenación; por lo tanto, Él saca fuera las ovejas, pero yendo delante de ellas. Abandona el antiguo redil, no falto de reproches, por descontado, pero precediendo a Sus ovejas en obediencia conforme al poder de Dios –una certeza para cada uno que creía en Él, quien era la verdadera calzada, garantía indiscutible para seguirle, pasara lo que pasara, enfrentándose a cada peligro y mostrándoles el camino.

Las ovejas le siguen, pues ellas conocen Su voz. Hay otras muchas voces, pero las ovejas no las conocen. Su seguridad consiste no en que no conozcan todas las voces, sino en que todas éstas no está la voz que es vida para ellas: la voz de Jesús. Todas las demás son voces de extraños.

Él es la puerta para las ovejas. Es su autoridad para salir, y su medio para entrar. Entrando, ellas son salvas. Entran y salen. No es ya el yugo de las ordenanzas, el cual, al guardarlas de los de fuera, las mete en prisión. Las ovejas de Cristo son libres: su seguridad está en el cuidado personal del Pastor; y en esta libertad se alimentan de los buenos y verdes pastos abastecidos por Su amor. En una palabra, ya no es el judaísmo, sino la salvación y la libertad, así como la comida. El ladrón viene para obtener provecho de las ovejas, matándolas. Cristo vino para que tuvieran vida, y vida en abundancia. Conforme al poder de esta vida en Jesús, el Hijo de Dios pronto poseería esta vida –cuyo poder estaba en Su Persona– en la resurrección después de la muerte.

El verdadero Pastor de Israel –cuando menos del remanente de Israel–, es la puerta para autorizar su salida del redil judío y admitirlas en los privilegios de Dios dándoles vida de acuerdo a la abundancia que Él era capaz de otorgar. Él también se hallaba en especial relación con las ovejas así puestas aparte, el buen Pastor que de esta manera dio Su vida por ellas. Otros hubieran pensado en sí mismos, pero Él lo hizo en Sus ovejas. Las conocía, y ellas le conocían a Él, igual que el Padre le conocía y Él conocía al Padre. ¡Precioso principio! Ellas podrían haber asimilado un conocimiento terrenal y un interés de parte del Mesías sobre la Tierra, con respecto a Sus ovejas. Pero el Hijo, aunque entregó Su vida y estaba en el cielo, conoce a los Suyos, igual que el Padre le conocía cuando estaba sobre la Tierra.

De esta manera, Él puso Su vida por las ovejas; y Él tenía otras ovejas que no eran de este redil, interviniendo Su muerte para la salvación de esas pobres gentiles. Él las iba a llamar. Sin duda, Él había dado Su vida por los judíos también –por todas las ovejas en general, como tales (vers. 11). Pero Él no habla diferente de los gentiles hasta que habla de Su muerte. Él las traería también, y habría un rebaño39 y un Pastor.

Esta doctrina enseña el rechazo de Israel, y el llamamiento a salir de los escogidos de entre ese pueblo presentando la muerte de Jesús como el efecto de Su amor por los Suyos, y nos cuenta el conocimiento divino de Sus ovejas cuando Él se ausentará de ellas, así como del llamamiento de las gentiles. La importancia de una enseñanza así en ese momento es obvia. Su importancia, gracias a Dios, no se ha perdido en el lapso de los tiempos, y no está limitada al hecho de un cambio de dispensación. Nos introduce dentro de las realidades sustanciales de la gracia relacionadas con la Persona de Cristo. La muerte de Cristo fue algo más que amor para Sus ovejas. Tenía un valor intrínseco a los ojos del Padre. «Así me ama mi Padre, porque pongo mi vida para volverla a tomar». Él no menciona aquí a Sus ovejas –es el hecho mismo el cual satisface al Padre. Nosotros amamos porque Dios nos amó primero, pero Jesús, el Hijo divino, puede proveer razones para el amor del Padre. Al poner Su vida, Él le glorificó. La muerte fue aceptada como el justo castigo por el pecado, siendo a la vez acabados ésta y aquel que tenía su imperio40, y la vida eterna fue introducida como el fruto de la redención –vida de Dios. Aquí también los derechos de la Persona de Cristo son presentados. Nadie toma Su vida, sino que Él la entrega de Sí mismo. Él tenía este poder –poseído por nadie más, cierto solamente de Aquel que tenía derecho divino– para ponerla, y el poder para tomarla de nuevo. Sin embargo, incluso en esto, Él no se desvió de la senda de obediencia. Recibió este mandamiento de Su Padre. ¿Quién hubiera sido capaz de realizarlo sino Aquel que podía decir: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré»?41

Ellos debaten lo que había estado diciendo. Había algunos quienes sólo vieron en Él a un hombre, aparte de Sí mismo, y le insultaron. Otros, movidos por el poder de los milagros que efectuó, sintieron que Sus palabras tenían un diferente tono del de la locura. Hasta cierto punto, sus conciencias fueron tocadas. Los judíos le rodean y le preguntan cuánto tiempo más los tendría en suspense. Jesús responde que Él ya les explicó, y que Sus obras dieron testimonio de Él. Apela a los dos testimonios que ya vimos en el capítulo anterior, esto es, Su Palabra y Sus obras. Pero añade que ellos no eran de Sus ovejas. Aprovecha entonces la ocasión, sin reparar en los prejuicios de ellos, para añadir algunas verdades preciosas respecto a Sus ovejas. Ellas oyen Su voz, Él las conoce, ellas le siguen. Él les da vida eterna, nunca perecerán. Por otro lado, no se perderá esta vida desde dentro, y por el otro nadie las arrebatará de la mano del Salvador –la fuerza del exterior no vencerá el poder de Aquel que las guarda. Pero hay otra verdad infinitamente preciosa que el Señor en Su amor nos revela. El Padre nos dio a Jesús, y Éste es mayor que todos los que intentarán arrebatarlas de Su mano. Y Jesús y el Padre son uno. Preciosa enseñanza, en la cual la gloria de la Persona del Hijo de Dios es identificada con la seguridad de Sus ovejas, con la altura y profundidad del amor de que ellas son objeto. Aquí no es un testimonio que, completamente divino, presenta lo que es el hombre.  Es la obra y el eficaz amor del Hijo, y al mismo tiempo el del Padre. No es el «Yo soy», sino «Yo y el Padre uno somos». Si el Hijo ha consumado la obra, y tiene cuidado de las ovejas, fue el Padre quien se las dio. El Cristo puede realizar una obra divina y proveer un motivo para el amor del Padre, pero fue el Padre quien se la dio a hacer a Él. El amor de ambos para las ovejas es uno, igual que los que muestran este amor son uno.

El capítulo 8, por lo tanto, es la manifestación de Dios en testimonio, y como la luz; los capítulos 9 y 10, la gracia eficaz que lleva a las ovejas bajo el cuidado del Hijo, y del amor del Padre. Juan habla de Dios cuando habla de una naturaleza santa, y de la responsabilidad del hombre –del Padre y del Hijo, cuando habla de la gracia relacionada con el pueblo de Dios.

El lobo podrá venir y arrebatar42 a las ovejas si los pastores son asalariados; pero no podrá quitárselas de las manos del Salvador.

Al final del capítulo, habiendo cogido piedras los judíos para lanzárselas al Salvador, porque se hizo igual a Dios, el Señor no hace ningún intento para demostrarles la verdad de aquello que Él es, sino que les muestra que, de acuerdo a sus propios principios y el testimonio de las Escrituras, ellos estaban equivocados en este caso. Él los remite nuevamente a Sus propias palabras y obras, como probando que Él estaba en el Padre y el Padre en Él. Nuevamente cogen piedras, y Jesús se va de ellos definitivamente. Todo había terminado con Israel.

capítulo 11

Llegamos ahora al testimonio que el Padre rinde de Jesús en respuesta a Su rechazo. En este capítulo, el poder de la resurrección y de la vida en Su propia Persona son presentados a la fe43. No se trata aquí simplemente de que Él sea rechazado, sino que se contempla al hombre como muerto, e Israel también. Se trata del hombre en la persona de Lázaro. Esta familia fue bendecida; recibió al Señor en su seno. Lázaro cayó enfermo, y todos los sentimientos humanos del Señor serían agitados naturalmente. Marta y María lo sintieron, y le envían palabra acerca de aquel a quien Él amaba, que estaba enfermo. Pero Jesús se quedó donde estaba. Hubiera podido decir una palabra, como en el caso del centurión y de la niña enferma al comienzo de este Evangelio. Pero no lo hizo. Había manifestado Su poder y Su bondad curando al hombre como se le halló sobre la Tierra, librándole del enemigo, y en medio de Israel. Pero éste no fue Su objeto entonces –nada más lejos– ni la limitación de aquello que Él vino a hacer. Era una cuestión de otorgar la vida, de resucitar aquello que ante Dios estaba muerto. Éste era el verdadero estado de Israel; el estado del hombre. Por consiguiente, permite que la condición humana bajo el peso del pecado continúe hasta manifestarse en toda su intensidad de resultados aquí abajo, y deja que el enemigo ejerza su poder hasta el final. Sólo resta esperar el juicio de Dios. Es asignado a los hombres morir una vez, y después el juicio. El Señor, por consiguiente, no sana en este caso. Permite que el mal siga hasta el final: la muerte. Éste era el verdadero lugar del hombre. Una vez dormido Lázaro, Él va para despertarle. Los discípulos temen a los judíos, y con razón. Pero el Señor, habiendo aguardado la voluntad de Su Padre, no teme llevarla a cabo. Era para Él el día.

De hecho, cualquiera que fuese Su amor por la nación, debía dejarla morir –en realidad, ya estaba muerta– y esperar el tiempo oportuno indicado por Dios para avivarla. Si Él debía morir para cumplir esto, se encomendó a Su Padre.

Tracemos las líneas de esta doctrina. La muerte se introdujo, y tenía que tener su efecto. El hombre está realmente muerto ante Dios, pero Dios introduce la gracia. Dos cosas se presentan en nuestra historia. Él podía haber curado. Ni la fe ni la esperanza de Marta, María, ni la de los judíos, se alargaron más. Solamente Marta reconoció que, como el Mesías, favorecido por Dios, Él obtendría de Dios cualquier cosa que le pidiera. Pero no había impedido la muerte de Lázaro. Lo había hecho tantas veces, incluso para los extranjeros, para quienes lo desearon. En segundo lugar, Marta sabía que su hermano resucitaría en el último día; y aunque era cierto, esta verdad de poco servía. ¿Quién daría la respuesta al hombre, muerto éste en sus pecados? Resucitar y comparecer ante Dios no era una respuesta a la muerte introducida por el pecado. Ambas cosas eran ciertas. Cristo había liberado a menudo al hombre mortal de sus sufrimientos en la carne, y habrá una resurrección en el último día. Pero estas cosas carecían de valor en presencia de la muerte. Cristo estaba, no obstante, allí; y Él es –gracias a Dios– la resurrección y la vida. Estando muerto el hombre, la resurrección viene primero. Jesús es la resurrección y la vida en el poder actual de una vida divina. Y la vida, venida por la resurrección, libera de todo aquello que implica la muerte, dejándola atrás44 –pecado, muerte, todo lo concerniente a la vida que perdió el hombre. Cristo, habiendo muerto por nuestros pecados, llevó su castigo –llevó los pecados. Él murió. Todo el poder del enemigo, su efecto sobre el hombre mortal, todo el juicio de Dios, lo llevó Él y se liberó de todo en el poder de una nueva vida en resurrección, la cual nos es comunicada; de manera que estamos vivos en espíritu de entre los muertos, como Él está vivo de entre los muertos. El pecado –como hecho pecado, y llevando nuestros pecados en Su propio cuerpo en el madero–, la muerte, el poder de Satanás, el juicio de Dios, son tratados todos y dejados atrás, y el hombre está en un estado completamente nuevo, incorruptible. Será cierto de nosotros, tanto si morimos –pues no todos moriremos– en lo que respecta al cuerpo, como si somos transformados en caso de no morir. Pero en la comunicación de la vida de Aquel resucitado de entre los muertos, Dios nos vivificó con Él, habiéndonos perdonado todas nuestras ofensas.

Jesús manifestó aquí Su poder divino a este efecto. El Hijo de Dios fue glorificado en ello, pues sabemos que aún no había muerto Él por el pecado; pero fue este mismo poder en Él el que se manifestó45. El creyente, incluso estando muerto, resucitará de nuevo; y los vivos que creen en Él no morirán. Cristo ha vencido la muerte; el poder para ello estaba en Su Persona, y el Padre dio testimonio de Él acerca de esto. ¿Habrá algunos de los Suyos que estarán vivos cuando el Señor ejerza este poder? Pues nunca morirán –la muerte no existe más en Su presencia. ¿Habrá quienes habrán muerto antes de que Él lo ejerza? Ellos vivirán –la muerte no puede subsistir ante Él. Todo el resultado del pecado sobre el hombre es destruido completamente por la resurrección, contemplada como el poder de vida en Cristo. Esto se refiere, por descontado, a los santos, a quienes es comunicada la vida. El mismo poder divino es, claro está, ejercido en cuanto a los impíos; pero no es la comunicación de vida de Cristo, ni el resucitar con Él, como es evidente46.

Cristo ejerció este poder en obediencia y en dependencia de Su Padre, porque Él era Hombre, caminando ante Dios para hacer Su voluntad; pero Él es la resurrección y la vida. Ha introducido el poder de la vida divina en medio mismo de la muerte; y la muerte es aniquilada por él, pues en la vida deja de existir. La muerte era el fin de la vida natural para el hombre pecador. La resurrección es el final de la muerte, la cual no tiene así nada más en nosotros. Es para ventaja nuestra que, habiendo hecho todo lo que se podía, ya está terminado. Vivimos en la vida47 que le dio un final. Salimos de todo lo que podía relacionarse con una vida que ya no existe. ¡Qué liberación! Cristo es el poder. Él devino este poder para nosotros en su plena manifestación y ejercicio en Su resurrección.

Marta, mientras que le amaba y creía en Él, no comprende esto; y manda a llamar a María, pensando que su hermana entendería mejor al Señor. Al momento hablaremos un poco de estas dos mujeres. María, quien esperaba que el Señor la llamara a Él, modestamente aunque con pesar le dejó la iniciativa a Él, creyendo así que el Señor la había llamado, fue directamente a Él. Los judíos, Marta y María habían visto todos milagros y curaciones que paralizaron el poder de la muerte. Todos ellos se refieren a estos sucesos. Pero aquí, la vida había cesado. ¿Qué podría ser de ayuda ahora? Si Él hubiera estado allí, Su poder y Su amor habrían servido para algo. María cae a Sus pies llorando. Sobre el punto del poder de la resurrección, no comprendía más que Marta, pero el corazón se funde por el sentido de la muerte en la presencia de Aquel que tenía vida. Es una expresión de necesidad y dolor, más que la queja que ella exclama. Los judíos también lloraron: el poder de la muerte estaba en sus corazones. Jesús penetra compasivo en estos sentimientos. Estaba turbado en espíritu. Solloza ante Dios, llora con el hombre, pero Sus lágrimas devienen un lamento que, aunque inarticulado, era el peso de la muerte sentido compasivamente y presentado a Dios por esta exclamación de amor, la cual contenía toda la verdad; y ello en amor para con aquellos que sufrieron el mal que expresaba este lamento.

Él llevó la muerte ante Dios en Su espíritu como la miseria del hombre –el yugo del que no podía liberarse solo; y Él fue oído. La necesidad hace actuar este poder. No fue Su parte la de explicar a Marta lo que Él era. Él siente y actúa sobre la necesidad de la que María dio expresión, siendo abierto su corazón por la gracia que estaba en Él.

El hombre puede mostrarse compasivo: es la expresión de su impotencia. Jesús penetra en la aflicción del hombre mortal, se coloca bajo la carga de la muerte que pesa sobre el hombre –y ello con más exactitud que lo hubiera podido hacer el hombre–, pero la quita con su causa. Hace más que quitarla; introduce el poder que es capaz de quitarla. Ésta es la gloria de Dios. Cuando Cristo está presente, si nosotros morimos, no lo hacemos por la muerte, sino por la vida: morimos para poder vivir en la vida de Dios, en lugar de en la del hombre. ¿Y para qué motivo? Para que el Hijo de Dios pueda ser glorificado. La muerte entró por el pecado; y el hombre está bajo el poder de la muerte. Pero esto sólo ha hecho que facilitarnos nuestra posesión de la vida conforme al segundo Adán, el Hijo de Dios, y no conforme al primero, el hombre pecador. Esto es gracia. Dios es glorificado en esta obra de gracia, y es el Hijo de Dios cuya gloria brilla intensamente en esta obra divina.

Observemos que esto no es la gracia ofrecida en testimonio, sino el ejercicio del poder de la vida. La corrupción misma no es ningún obstáculo para Dios. ¿Para qué vino Dios? Para traer palabras de vida eterna al hombre pecador. María se apropió estas palabras. Marta servía –apesadumbrada de corazón por demasiadas cosas. Ella creía, amaba a Jesús, le recibió en su casa: el Señor la amaba a ella. María le escuchaba: esto es para lo que Él vino; y Él justificó a María en ello. La buena parte que había escogido no sería tomada de ella.

Cuando llega el Señor, Marta toma la iniciativa de salirle al encuentro. Se retira cuando Jesús le habla del poder presente de la vida. Nos sentimos incómodos cuando, aunque cristianos, somos incapaces de comprender el significado de las palabras del Señor, o de lo que Su pueblo nos dice a nosotros. Marta creyó que ésta era la parte de María, más bien que la suya. Se va y llama a su hermana, diciendo que el Maestro –Aquel que enseñaba (fijémonos en el nombre que le da a Él) había venido–, y la mandó llamar. Fue su propia conciencia que para ella era la voz de Cristo. María se incorpora al instante y acude a Él. No comprendía más que Marta, y su corazón derrama su bendición a los pies de Jesús, donde había escuchado Sus palabras y aprendido Su amor y gracia. Jesús le pregunta por el camino a la tumba. Para Marta, siempre ocupada con quehaceres, su hermano ya hedía.

Después –Marta sirviendo, y Lázaro estando presente–, María unge al Señor en el sentido instintivo de lo que estaba sucediendo; pues ellos estaban consultando para darle muerte. El corazón de María, enseñado por el amor hacia el Señor, sintió el odio de los judíos; y su afecto, disimulado por una profunda gratitud, invierte en Él la cosa más costosa que tenía. Aquellos presentes la increparon; Jesús de nuevo toma su parte. Podía no ser lógico, pero ella había comprendido su posición. ¡Qué lección! ¡Qué familia más bendecida era ésta de Betania, en la que el corazón de Jesús halló –hasta donde podía alcanzarse en esta tierra– un alivio que Su amor aceptó! ¡Con qué amor estamos vinculados! ¡Ay, y con qué odio! Pues vemos en este Evangelio la terrible oposición entre el hombre y Dios.

Hay una cuestión interesante para observar aquí, antes de seguir adelante. El Espíritu Santo ha registrado un incidente en que la pasajera pero culpable incredulidad de Tomás fue cubierta por la gracia de Jesús. Era necesario relatarlo, pero el Espíritu Santo se ha tomado el cuidado de mostrarnos que Tomás amaba al Señor, y estaba preparado, de corazón, para morir con Él. Tenemos otros ejemplos de la misma clase. Pablo dice: «Llamad a Marcos, y traedlo aquí conmigo». Pobre Marcos, esto era necesario con razón de lo que sucedía en Perge. Bernabé tuvo también el mismo lugar en el recuerdo afectuoso del apóstol. Somos débiles: Dios no nos lo esconde, sino que arroja el testimonio de Su gracia sobre los más endebles de Sus siervos.

Continuemos. Caifás, el principal de los judíos, sumo sacerdote ese año, propone la muerte de Jesús porque había dado la vida a Lázaro. Y desde aquel día, conspiraron contra Él. Jesús los dejó hacer. Él vino para dar Su vida en rescate por muchos. Prosigue hasta cumplir la obra que Su amor emprendió, conforme a la voluntad de Su Padre, cualquiera que fuesen las artimañas y la malicia de los hombres. La obra de la vida y de la muerte, de Satanás y de Dios, estaban enfrentándose. Pero los consejos de Dios se estaban cumpliendo en gracia, cualesquiera fuesen los medios. Jesús se entrega a la obra por la que estos medios habían de realizarse. Habiendo mostrado el poder de la resurrección y de la vida en Sí mismo, Él se halla de nuevo sosegado en el lugar al que Su servicio le condujo, pero no lo hace de la misma manera como antes en el templo. Él fue hasta allí, ciertamente, pero la cuestión entre Dios y el hombre fue ya moralmente zanjada.

 

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Referencias

1  La forma de la expresión en griego es muy fuerte, identificando completamente la vida con la luz de los hombres, como proposiciones coextensivas. Volver a nota 1

2  No es aquí mi intención revelar la manera en que el Verbo se enfrenta con los errores de la mente humana, pero, de hecho, como revela la verdad de parte de Dios, también tiene extraordinarias respuestas para todos los pensamientos erróneos del hombre. Con respecto a la Persona del Señor, los primeros versículos del capítulo dan testimonio de ello. Aquí el error, el cual hizo del principio de las tinieblas un segundo dios en conflicto semejante con el buen Creador, es refutado por el simple testimonio de que la vida era la luz, y las tinieblas una condición moral, sin poder y negativa, en medio de la cual esta vida se manifestó en luz. Si tenemos la verdad misma, no tenemos necesidad de encontrarnos con el error. Conocida la voz del Buen Pastor, estamos seguros que ninguna otra es la de Él. Pero, de hecho, la posesión de la verdad, tal como es revelada en la Escrituras, es una respuesta a todos los errores en los que el hombre ha caído, innumerables como sean. Volver a nota 2

3  Los hijos, en los escritos de Pablo, es el lugar que los cristianos tienen en relación con Dios, en el cual Cristo los ha llevado por la redención, es decir, Su propio lugar de parentesco con Dios conforme a Sus consejos. Hijos es que son de la familia del Padre –ambos se hallan en Romanos 8:14-16, y la fuerza de ambos puede verse allí. Clamamos «Padre» como los niños, pero por el Espíritu tomamos el lugar de hijos adultos con Cristo delante de Dios. Hasta el final del versículo 13, tenemos de forma abstracta lo que Cristo era intrínsecamente y desde la eternidad, y lo que el hombre era: tinieblas. Este primero hasta el final del versículo 5. Después los tratos de Dios, el lugar de Juan y su servicio; luego vino la luz al mundo que había creado, y no la conoció, a los Suyos, los judíos, y no la quisieron. Pero había aquellos que, nacidos de Dios, tenían potestad de tomar el lugar de hijos, una raza nueva. Volver a nota 3

4  Es realmente la fuente de toda bendición; pero la condición del hombre era tal que sin Su muerte nadie hubiera tenido ninguna parte en la bendición. A menos que el grano de trigo cayera en la tierra y muriera, quedaba solo; pero si moría, producía mucho fruto. Volver a nota 4

5  En realidad, esta ley decía lo que el hombre debía ser, no lo que éste o cualquier otra cosa fuesen ya, y esto es propiamente la verdad. Volver a nota 5

6  El capítulo queda dividido de la siguiente manera: 1-18 (esta parte está subdividida en 1-5, 6-13, 14-18), 19-28, 29-34 (subdividido en 29-31, 32-34), 35 hasta el final. Estos últimos versículos quedan fragmentados en 35-42, y desde el 42 hasta el final. Es decir, lo que primero es Cristo de manera abstracta e intrínseca –el testimonio de Juan acerca de Él como la luz; pero cuando viene, lo que Él es personalmente en el mundo– Juan, solo precursor de Jehová, es testigo de la excelencia de Cristo. La obra de Cristo –Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, bautizando con el Espíritu Santo, y es Hijo de Dios; Juan reúne para Él, y Él reúne para consigo mismo. Esto continúa hasta que el remanente justo de Israel le reconoce como Hijo de Dios, Rey de Israel. Más tarde, pasa a ocupar el carácter más extenso de Hijo del hombre.

Todos los caracteres personales de Cristo, por decirlo así, son hallados aquí y Su obra, pero no Sus caracteres relativos, no Cristo, no el Sacerdote, no la Cabeza de la asamblea como Su cuerpo, sino el Verbo, el Hijo de Dios, el Cordero de Dios, el Rey de Israel, y el Hijo del hombre, según el Salmo 8, a quien servían los ángeles; Dios además, la vida, y la luz de los hombres. Volver a nota 6

7  La afirmación estrictamente abstracta termina en el versículo 5, y continúa por sí misma. El recibimiento de Cristo venido al mundo como la luz presenta a Juan en escena. No estamos ya en lo estrictamente abstracto, (aunque no se desarrolle el objeto –lo que el Verbo devino–) es histórico en cuanto al recibimiento de la luz, mostrando así lo que el hombre era y aquello que es por gracia cuando nace de Dios, en referencia al objeto. Volver a nota 7

8  Como el diluvio, la ley, la gracia. Hubo un paraíso de inocencia, luego un mundo de pecado, más tarde un reino de justicia, y finalmente un mundo –nuevos cielos y nueva tierra– en donde morará la justicia. Pero hay la justicia eterna, fundamentada sobre esa obra del Cordero de Dios, la cual nunca perderá su valor. Es un estado inmutable de cosas. La Iglesia o asamblea es algo que está por encima y de lado de todo esto, aunque esté revelada en ello. Volver a nota 8

9  Adviértase que no es su testimonio público, sino la expresión sin rumbo de su corazón, la que ellos oyen. Volver a nota 9

10  Un principio del más profundo interés para nosotros, como el efecto de la gracia. Al recibir a Jesús, recibimos todo lo que Él es, pese a que en ese momento podamos percibir solamente en Él aquella parte que es la menos exaltada de Su gloria. Volver a nota 10

11  Estos versículos 38 y 43 se asemejan a los dos caracteres bajo los que tenemos que ver a Cristo. Él recibe a los discípulos y éstos moran con Él, y Él les ordena que le sigan. Nosotros no tenemos un mundo donde poder morar, ni un centro que distribuya en torno a él a aquellos justamente dispuestos por la gracia. Ningún profeta ni ningún siervo de Dios podría. Cristo es el único centro de reunión en el mundo. Después, el seguimiento de Él implica que no estamos en el reposo de Dios. En Edén no era necesario el llamamiento a un seguimiento. En el cielo no habrá ninguno. Será gozo perfecto y descanso donde estemos. En Cristo tenemos un objeto divino, mostrándonos una senda diáfana a través de un mundo en el que no podemos descansar con Dios, porque el pecado está ahí. Volver a nota 11

12  No «a partir de entonces». Muchas fuentes omiten esta palabra. Volver a nota 12

13  Excepto aquello que concierne a la asamblea y a Israel. Aquí, Él no es Sumo Sacerdote, ni Cabeza del Cuerpo, no es revelado como el Cristo. Juan no nos ofrece lo que mostraría al hombre en el cielo, sino a Dios en el hombre sobre la Tierra –no lo que es celestial y ascendido al cielo, sino lo que es aquí divino. Israel es siempre contemplado como rechazado. Los discípulos le reconocen como el Cristo, pero Él no lo es proclamado. Volver a nota 13

14  Aquí Él es visto como el Hijo de Dios en este mundo. En el versículo 14, Él es en la gloria del unigénito Hijo con Su Padre; y en el verso 18, Él es lo mismo en el seno de Su Padre. Volver a nota 14

15  Obsérvese aquí que Jesús acepta el lugar de ese centro en cuyo alrededor han de reunirse las almas –un principio muy importante. Ninguno más podía sostener este lugar. Era un lugar divino. El mundo estaba todo errado sin Dios, y un nuevo círculo de reunión fuera de él había de ser formado alrededor de Jesús. En segundo lugar, Él provee la senda en la que tiene que caminar el hombre –«Sígueme». Adán no precisaba ninguna senda en el Paraíso. Cristo ofrece una de orden divino en un mundo donde no podía surgir ninguna, pues toda su condición era el fruto del pecado. En último término, Él revela al hombre en Su Persona como la Cabeza gloriosa sobre todo, a quien sirven las criaturas más sublimes. Volver a nota 15

16  Obsérvese que el estado del hombre es aquí manifestado plenamente y en detalle. Suponiendo que fuese exteriormente justo conforme a la ley, y que creyera en Jesús conforme a honestas convicciones naturales, el hombre se vestía con ello para alejar de él su verdadera realidad. Él no se conoce a sí mismo completamente. Lo que él es, queda intacto. Es pecador. Pero esto nos conduce a otra observación. Existen dos grandes principios desde el mismo Paraíso –la responsabilidad y la vida. El hombre nunca podrá disociarlos hasta que aprenda que está perdido, y que en él no hay ningún bien. Luego conocerá gozoso que hay una fuente de perdón y de vida fuera de él. Esto es lo que se nos muestra aquí. Debe haber una vida nueva; Jesús no instruye una naturaleza que es sólo pecado. Estos dos principios son recurrentes en toda la Escritura de manera extraordinaria: en primer lugar, como se ha dicho, en el Paraíso, la responsabilidad y la vida en poder. El hombre tomó de un árbol, fallando en su responsabilidad, y echó a perder la vida. La ley ofrecía la medida de la responsabilidad cuando se conocían el bien y el mal, y la vida prometida sobre la base de actuar conforme a lo que demandaba, satisfaciendo la responsabilidad. Cristo viene, suple la necesidad del fracaso del hombre responsable, y ello resulta en el don de la vida eterna. Así, y solamente de esta manera, queda zanjado el asunto y son reconciliados los dos principios. Volver a nota 16

17  Es decir, como entonces vino. Ellos vieron al Hijo del carpintero. En gloria, por supuesto, le verá todo ojo sobre la Tierra. Volver a nota 17

18  Obsérvese aquí que el bautismo, en lugar de ser la señal del don de la vida, es la señal de la muerte. Nosotros somos bautizados a Su muerte. Al salir del agua, comenzamos una vida nueva en resurrección –todo lo que pertenecía al hombre natural considerado como muerto en Cristo, y perteneciente al pasado. «Estáis muertos», y «aquel que está muerto queda liberado [justificado] del pecado.» Pero vivimos también y tenemos una buena conciencia por la resurrección de Jesucristo. Así, Pedro compara el bautismo con el diluvio, a través del cual Noé fue salvo (diesothe), pero el cual destruyó el mundo antiguo que obtuvo, por así decirlo, una nueva vida al emerger de las aguas. Volver a nota 18

19  En la cruz, Cristo no está en la tierra, sino levantado de ella, rechazado ignominiosamente por el hombre, pero además presentado con ello como víctima sobre el altar de Dios. Volver a nota 19

20  Este asunto se presenta aquí de forma natural, en donde el testimonio de Juan termina y el del evangelista comienza. Los dos últimos versículos, según entiendo, son los del evangelista. Volver a nota 20

21  Véase aquí que el Señor –al no ocultar el carácter de Su testimonio, como no podía realmente hacerlo– habla de la necesidad de Su muerte y del amor de Dios. Juan habla de la gloria de Su Persona. Jesús magnifica a Su Padre sometiéndose a la necesidad cuya imposición sobre Él provino de la condición de los hombres, si quería llevarlos a una nueva relación con Dios. «Dios», dijo Él, «amó tanto». Juan magnifica a Jesús. Todo es perfecto, y en su lugar. Hay cuatro puntos en los que se dice respecto a Jesús: Su supremacía; Su testimonio –éste es el testimonio del Bautista a Él. Lo que sigue (vers. 35, 36) son todas las cosas concedidas a Él por el Padre que le amó, la vida eterna en contraste con la ira que es la porción del incrédulo apartado de Dios –es más bien la nueva revelación; el propósito de Dios dándole todas las cosas a Él, y habiendo en Él mismo la vida eterna descendida del cielo, es la de Juan el Evangelista. Volver a nota 21

22  Adviértase también que no era como Israel en el desierto, que salió agua de la roca tras ser golpeada. Aquí la promesa es la de un pozo de agua que fluye en nosotros para vida eterna. Volver a nota 22

23  Se verá que en los escritos de Juan, cuando se habla en ellos de la responsabilidad, «Dios» es el término que se utiliza. Cuando es la gracia hacia nosotros, «el Padre» y «el Hijo». Cuando es de hecho la bondad –el carácter de Dios en Cristo– para con el mundo, entonces es «Dios» del cual se habla. Volver a nota 23

24  Cristo trae la fuerza consigo que la ley demanda en el hombre para beneficiarse de ella. Volver a nota 24

25  Es introducido el sábado, cualquiera que sea la nueva institución o arreglo establecidos bajo la ley. Y verdaderamente, una parte en el descanso de Dios es, en ciertos aspectos, el más alto de nuestros privilegios (véase Heb. 4). El sábado fue la conclusión del primero de esta creación, y será igual cuando se cumpla. Nuestro reposo es en el nuevo día, y no en el de la creación del primer hombre, sino en el del resucitado y glorificado Cristo, el segundo Hombre, siendo su comienzo y cabeza. De ahí el primer día de la semana. Volver a nota 25

26  El sábado de Dios es un sábado de amor y santidad. Volver a nota 26

27  Obsérvese lo lleno de sentido que es el significado de esto. Si ellos no vienen a juicio para solventar su estado, como el hombre haría, se les muestra que están totalmente muertos en el pecado. La gracia en Cristo no contempla un estado incierto que el juicio determine. Esta gracia da vida y resguarda del juicio. Pero mientras Él juzga como Hijo del Hombre conforme a los hechos cometidos en el cuerpo, nos muestra, para empezar, que todos estaban muertos en delitos y pecados. Volver a nota 27

28  Aquí el autor escribe en la época en que él vivió, en el siglo XIX [N. del T.] Volver a nota 28

29  La aplicación directa de esto es para el remanente. Pero luego, como se insinúa en el texto acerca de nuestra senda sobre la Tierra, somos, por así decirlo, la continuación de aquel remanente, y Cristo está en lo alto para nosotros mientras nos hallamos en las olas de abajo. La subsiguiente parte del capítulo, del pan de vida, es propiamente para nosotros. El mundo, no Israel, es tenido en consideración. Aunque Cristo es ciertamente Aarón dentro del velo para Israel, mientras se halla allí los santos tienen propiamente su carácter celestial. Volver a nota 29

30  En Juan, los judíos son siempre distinguidos de la multitud. Ellos son los habitantes de Jerusalén y Judea. Quizás se entendería más fácilmente este Evangelio si las palabras estuvieran traducidas de esta manera: «aquellos de Judea», las cuales son el verdadero sentido. Volver a nota 30

31  Esta verdad es de trascendental importancia con respecto a la pregunta sacramental. Los sacramentos son afirmados por la escuela puseyita como la continuación de la encarnación. Esto es un error en todos los sentidos, y, en verdad, una negación de la fe. Ambos sacramentos significan muerte. Somos bautizados a la muerte de Cristo; y la Cena del Señor es declaradamente emblemática de Su muerte. Digo «negación de la fe», porque como muestra el Señor, si ellos no comían Su carne y bebían Su sangre, no tenían vida en ellos. Como encarnado, Cristo está solo. Su presencia en la carne sobre la tierra demostró que Dios y el hombre pecador no podían ser unidos. Su presencia como Hombre en el mundo resultó en Su rechazo –lo cual demostró la imposibilidad de unión o fruto sobre esa base. Debía introducirse la redención, verterse Su sangre, levantarse Él desde la Tierra, y de esta manera acercar a Él a los hombres. La muerte debía producirse, o Él habitaría solo. No podían comer el pan a menos que comieran la carne y bebieran la sangre. Una ofrenda de paz sin una ofrenda de sangre, no valía nada, o también una ofrenda del tipo de Caín. Además, la Cena del Señor presenta a un Cristo muerto, y sólo eso –la sangre separada del cuerpo. Un Cristo así ya no existe; y por lo tanto la transubstanciación y consubstanciación, y semejantes pensamientos son una fábula engañosa. Estamos unidos a un Cristo glorificado por el Espíritu Santo; y celebramos esa muerte tan preciosa sobre la cual se fundamenta toda nuestra bendición, a través de la cual llegamos a ella. Lo hacemos en memoria de Él, y en nuestros corazones nos alimentamos de Él, así dado, derramando Su sangre. Volver a nota 31

32  La permanencia implica constancia de dependencia, confianza, y vivir por la vida en la que Cristo vive. «Permanencia» y «morada», aunque pueda cambiar la palabra en inglés, son las mismas en el original; lo mismo ocurre en el capítulo 15 y en otras partes. Volver a nota 32

33  Irá bien remarcar aquí que en este pasaje, en los versículos 51 y 53, comer es conjugado en aorista –cualquiera que lo ha hecho así. En los versículos 54, 56 y 57, es el presente –una acción presente continua. Volver a nota 33

34  La siega es un juicio discriminador, porque hay trigo y cizaña. El lagar es el juicio destructivo de la venganza. En el primero, habrá dos en una cama, uno dejado y el otro dejado, pero el lagar se trata de la simple ira, como Isaías 63. Lo mismo en Apocalipsis 14. Volver a nota 34

35  Esta gloria, no obstante, es sólo supuesta, no enseñada. En la fiesta de los tabernáculos no puede estar presente, en el reposo de Israel, ni manifestarse a Sí mismo, como lo hará entonces al mundo, sino que da al Espíritu Santo en su lugar. Esto sabemos que representa Su actual posición, referida justamente en el capítulo 6. Volver a nota 35

36  La doctrina del capítulo 9 continúa hasta el versículo 30 del capítulo 10. Volver a nota 36

37  El capítulo 8 es prácticamente el 1:5. Sólo que contiene, además de ello, enemistad, hostilidad contra aquel que era la luz. Volver a nota 37

38  Esta distinción de la gracia y la responsabilidad –en relación con los nombres «Padre» e «Hijo» y «Dios»– ha sido ya considerada. Volver a nota 38

39  No «un redil». No hay ninguno ahora. Volver a nota 39

40  2 Timoteo 1:10; Hebreos 2:14. Volver a nota 40

41  El amor y la obediencia son los principios conductores de la vida divina. Esto es revelado en la primera epístola de Juan en cuanto a nosotros. Otra señal de esto en la criatura es la dependencia, y esto fue lo plenamente manifestado en Jesús como Hombre. Volver a nota 41

42  Las palabras en los versículos 13, 28 y 29 son las mismas en el original. Volver a nota 42

43  Es muy sorprendente ver al Señor en la mansedumbre del servicio de obediencia, permitiendo que el mal llegase hasta su fin en los fracasos del hombre –la muerte– así como el poder de Satanás, hasta que la voluntad de Su Padre le llamó a detenerlos. De este modo, no hay peligro que se interponga, pues Él es la resurrección y la vida en presencia personal y poder, y entregándose Él –como tal– hasta la muerte por nosotros. Volver a nota 43

44  Cristo tomó forma humana en gracia y sin pecado; y como vivo en esta vida, Él llevó el pecado. El pecado pertenece, por así decirlo, a esta vida en la cual Cristo no conoció pecado, pero fue hecho pecado por nosotros. Él murió, dejando esta vida. Él fue muerto al pecado, y se mezcló con él al haberlo hecho también con la vida a la cual pertenecía el pecado, y no de hecho en Él, sino en nosotros, en lo cual Él fue hecho pecado por nosotros. Resucitado por el poder de Dios, Él vive en una condición nueva, en la que no pude entrar el pecado al haber sido dejado éste atrás en la vida que Cristo dejó. La fe nos introduce en ella por la gracia.

Se ha querido deducir que estos pensamientos afectan a la vida divina y eterna, la cual estaba en Cristo. Pero todo esto son falacias y argucias del enemigo. Incluso en un pecador no convertido, el morir o el dar la vida no tiene nada que ver con dejar de existir la vida que se halla dentro del hombre. Todos viven para Dios, y la vida divina en Cristo nunca podría cesar o ser cambiada. No fue esta vida la que Él puso, sino que con el poder de ésta, Él puso la vida que poseía como hombre aquí, para tomarla de una manera totalmente nueva, en resurrección más allá de la tumba. Este argumento es muy malicioso. En la edición que nos ocupa, no he cambiado nada en esta nota, pero he añadido unas cuantas palabras esperando que la nota sea más clara para todos. La doctrina misma es una verdad vital. En el texto he suprimido o alterado una parte por otra razón, esto es, de que se producía confusión entre el poder divino de la vida en Cristo y la resurrección de parte de Dios sobre Cristo, visto como un hombre muerto desde la tumba. Ambas son benditamente ciertas en este sentido, pero son diferentes y eran confundidas las dos. En Efesios, Cristo como hombre es resucitado por Dios. En Juan, es el poder divino y vivificante en Sí mismo. Volver a nota 44

45  La resurrección tiene un carácter doble: poder divino, que Él podía ejercer y lo ejerció respecto a Sí mismo (cap. 2:19); y aquí respecto a Lázaro, siendo ambos la prueba de Filiación divina; y la liberación de un hombre muerto de su estado de muerte. Así, Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, y Cristo resucita a Lázaro. En la resurrección de Cristo, ambas estaban unidas en Su propia Persona. Aquí, por supuesto, iban separadas. Pero Cristo tiene vida en Sí mismo, y ello en poder divino. Pero Él puso Su vida en gracia. Somos vivificados juntamente con Él en Efesios 2. Pero parece que no se dice que Él fue vivificado, cuando se habla de Él en el capítulo 1. Volver a nota 45

46  La cábala, a que me he referido en la nota anterior, condena muy involuntariamente, y me alegra decirlo, la pestilente doctrina del nihilismo, como si el poner la vida o la muerte, la cual es el final de la vida natural, fueran éstas a dejar de existir. Lo hago observar aquí porque esta forma de mala doctrina es muy corriente en nuestros días. Socava la sustancia entera del Cristianismo. Volver a nota 46

47  Obsérvese el sentido que el apóstol tenía del poder de esta vida, cuando dice «Para que la mortalidad sea absorbida por la vida». Considérense, bajo este punto de vista, los primeros cinco capítulos de 2 Corintios. Volver a nota 47